Nuevas tecnologías...
y comunicación
RAZÓN Y
PALABRA, Número 2, Año 1, marzo-abril 1996
Como se sabe, la escuela de Madrid ha elaborado un modelo sistémico para la interpretación de la comunicación masiva en sus varios aspectos, conocido como Modelo Dialéctico de la Comunicación. Este modelo considera el hecho comunicativo como el resultado de la interacción entre varios sistemas: un sistema Comunicativo en sentido estricto (que incluye individuos, organizaciones, herramientas y reglas para la producción y el intercambio de mensajes), un sistema Social (que abarca individuos, organizaciones, instrumentos y reglas de producción y reproducción de las relaciones socioeconómicas), y, en la versión aquí utilizada, un sistema Cognitivo (que comprende individuos en su esfuerzo constante de apropiarse perceptual y cognitivamente del mundo, es decir, de constituirse como Sujetos frente al Objeto de conocimiento, utilizando para ello información que se procesa sobre la base de reglas epistemológicas).
El individuo, en este modelo, se presenta por lo tanto como un ser tricéfalo: actor en el proceso de la comunicación, agente en su red de relaciones socioeconómicas, y sujeto en su aventura cognitiva. (Evidentemente, las tres cabezas son necesarias para la sobrevivencia del monstruo e inseparables en la realidad, aunque puedan y deban ser separadas conceptualmente). Como actores comunicativos así como sujetos de conocimiento, los hombres manejamos una serie de referencias que en algunas versiones del Modelo Dialéctico conforman un sistema aparte, aunque en este ensayo ellas se considerarán más bien como un subsistema de segundo orden, que forma parte de los subsistemas primarios "reglas para la producción y el intercambio de mensajes" y "reglas epistemológicas para la producción de conocimientos".
En particular, merece alguna aclaración el funcionamiento del sistema Cognitivo, especialmente en lo que atañe a la comunicación teatral. Los sujetos cognitivos cumplimos nuestra tarea de recibir información y transformarla en conocimiento de dos maneras distintas: en primer lugar, recibiendo y procesando directamente información sobre el mundo externo a nosotros (lo Otro del psicoanálisis): es decir, sufrimos en carne propia el drama, o el trauma, de la existencia, y acumulamos experiencia personal. En segundo lugar, recabamos indirectamente información de la observación de experiencias ajenas. Es obvio (y se ha dicho una infinidad de veces en una infinidad de maneras distintas) que este segundo proceso no podría siquiera empezar a darse, de no ser por la puesta en operación de mecanismos de proyección: es decir, que aprendemos en piel ajena en la medida en la que reconocemos en Otro un simulacro de nosotros mismos, en su esfuerzo cognitivo nuestro propio esfuerzo, en su lucha para aprender a vivir, algo de nuestra lucha. Nuestras experiencias se vuelven reglas epistemológicas para la apropiación de experiencias ajenas.
En este sentido, tiene poca importancia el que el Otro sea un ser humano o una creación ficcional (esto también se ha dicho y repetido). Lo que cuenta es la fuerza comunicativa con la que la experiencia ajena nos impacta y nos fuerza a compartirla, y esto es un problema de lenguaje. Si una escena en vivo, de la que seamos testigos presenciales, nos impacta más que un reportaje leído en un diario, es porque en la primera operan los mecanismos sutiles de la comunicación corporal además de los otros, bastante burdos, de la comunicación verbal. Entre estos dos extremos (el testimonio presencial y la lectura del periódico) está toda la gama de los géneros narrativos y dramáticos, tanto aquellos cuyo referente se supone real como aquellos cuyo referente es ficcional.
El teatro nos ofrece el ejemplo de uno de estos géneros intermedios. El personaje teatral, al leer el guión de una obra, parece mantener todavía un parentesco bastante estricto con el protagonista de una novela o un poema épico; pero cuando su piel es endosada por un ser humano en carne y hueso, que utiliza todos los recursos comunicativos de su humanidad, entonces el personaje teatral salta de nivel, adquiere vida, se vuelve (comunicacionalmente) activo. El teatro es un juego de simulación completamente interactivo, en el que experimentamos indirectamente lo que sería demasiado costoso vivir personalmente. En esta luz el teatro aparece, desde el principio y por su propia naturaleza, como la verdadera realidad virtual. Si aceptamos este principio, el auxilio de los ordenadores para la representación teatral se puede considerar como una mejora útil y legítima de las herramientas comunicativas y cognitivas; si no lo aceptamos, si creemos que la realidad virtual está en las máquinas y no en nuestras mentes, caeremos en un avatar más dentro de la palingénesis modernista del espejismo tecnológico.
Durante la mayor parte del siglo XX, hasta bien entrados los años ochenta, la experimentación con los aspectos técnicos de la puesta en escena tiene su terreno privilegiado en el cinematógrafo: por mucho que el teatro rico de Broadway se apresure a utilizar tecnología cada vez más costosa y sofisticada, ésta no constituye sino una parte pequeña de la gran comilona tecnológica que, mascada y predigerida por la industria del armamento, es regurgitada y reciclada en los estudios cinematográficos, desde MGM y Paramount en los años cuarenta y cincuenta a Lucasfilm y Zoetrope en los ochenta. El teatro es forzado a reconocer su inevitable rezago respecto al cinema. Puede reaccionar a él intentando mantener una competencia imposible en el plano tecnológico: derroche multimedia, con resultados mediocres, para países ricos (el significado real de cualquier puesta en escena en Broadway, más allá de las diferencias específicas, es la glorificación del mismo Broadway). O puede buscar una especifica distinta: reduciendo el tamaño de las compañías, aligerando los escenarios, desnudando a los actores, como en las propuestas del teatro pobre de Grotowski y Barba (4), renunciando también a los costos fijos del salón de teatro, como en el teatro callejero que resurgió en América y Europa entre los años sesenta y los setenta, a partir de las tournées del Living Theatre y a través de los festivales italianos de 1977 y 1978 (5); mezclándose, finalmente, con formas de comunicación menos estructuradas y más espontaneas como el happening, para originar el concepto espurio de performance. Se recuperan tradiciones de solera, desde la Commedia dell'Arte al teatro de títeres, y se busca en los teóricos de comienzos de siglo (Craig, Meyerhold, Vakhtangov) la prueba de que esas tradiciones siempre estuvieron vivas.
La imaginación, a finales de los años ochenta, parecía haberse establecido como enemiga de la ilusión: sugerencia amodal, ejercicio de pensamiento crítico, la primera; percepción modal, embelesamiento virtual, la segunda (6); los rostros y los cuerpos semidesnudos del Teatro Laboratorio de Wroclaw, del Living Theatre, del Odin Theatre, sugerían máscaras y trajes, mientras que el cinema de efectos especiales proponía formas cada vez más fuertes de seducción subliminal. Entre los dos tipos de espectáculo, generador de imaginación que se convierte constantemente en ilusión, quedaba el mimo, esa figura tan amada por Abraham Moles, que siempre es "de otros tiempos", que construye el personaje en commençant par le chapeau. También quedaban entre imaginación e ilusión ciertos tipos de teatro tradicional, como el Ricardo III mitad hombre, mitad insecto de Londres, 1983, o de teatro-danza, como los juguetes mitad animales, mitad sólidos geométricos de Mummenschantz. Lo demás parecía ser conservación, reproducción, revisitación irónica del pasado, según los dictámenes de la estética posmoderna.
Luego llegó la realidad virtual. Nadie sabe exactamente qué es (7), a parte de que parece un oxímoron (8). La fuerza provocadora del concepto está en su percibida contradictoriedad y de poco serviría explicar que, en efecto, lo "virtual" es antónimo de lo "actualizado" y que la realidad, así como nos la representamos, siempre es un enredo de los dos estados: otra vez Schrödinger, los quanta y el gato. La trampa de la "realidad virtual" consiste en que parece utilizar tecnología para actualizar en tiempo real nuestras representaciones virtuales, mientras que en realidad usa nuestras acciones para representar en tiempo-máquina los sueños virtuales que duermen dentro de la tecnología. Los problemas éticos relacionados con la realidad virtual no son argumento para este trabajo; sí lo son, en cambio, las posibles aplicaciones de la realidad virtual al mundo del teatro. El pasado reciente nos había propuesto una dicotomía: Hollywood, Broadway, y los conciertos pop y rock (9) como industrias ilusionistas para públicos aglomerados en un sólo lugar; la televisión y el videocine como productos de información marginal (10) en los que desaparece la pretensión del ilusionismo absoluto mientras aumenta el carácter de fruición individual; ahora (o en el próximo futuro) los cascos de realidad virtual funden de la manera mejor los dos mejores mundos posibles: espectáculo absolutamente egoísta y en el mismo tiempo perfectamente ilusionista, para los Candides de la sala de estar.
El grupo canadiense de Transition State Theory (11) ha sido una microcompañía de ese género. Formada por dos ingenieros y una coreógrafa, con base en la ciudad de Montreal que otro fuera un centro activo de mecenazgo al nivel subcontinental y ahora experimenta el progresivo vacío de las ciudades en decadencia, estaba condenada al nuevo nomadismo cultural de la era del telefax. Su ingeniero residente, inventor de una compleja maquinaria computarizada (GAMS) para la detección de movimientos, reparte gran parte de su tiempo en estadías fijas entre Canadá y Europa; el ingeniero-programador-director y la coreógrafa-bailarina-actriz, viajan a montar espectáculos utilizando elementos locales en calidad de actores, programadores, escenógrafos etc. En la época de la comedia ambulante, TST hubiese estado entre el Ñaque, la Gangarilla y el Gangaleo:
Ñaque es dos hombres: éstos hacen un entremés, algún poco de un auto, dicen unas octavas, dos o tres loas, llevan una barba de zamarro, tocan con el tamboril y cobran a ochavo, y es otros reinos a dinerillo, viven contentos, duermen vestidos, caminan desnudos, comen hambrientos y espúlganse en verano entre los trigos, y en el invierno no sienten el frío con los piojos. Gangarilla es compañía más gruesa; ya van aquí tres o cuatro hombres, uno que sabe tocar una locura; llevan un muchacho que hace la dama, hacen el auto de La Oveja Perdida, tienen barba y cabellera, buscan saya y toca prestada - algunas veces se olvidan de devolverla-; hacen dos entremeses de bobo, cobran a cuarto, pedazo de pan, huevo y sardina, todo género de zarandajas - que se echa en una talega -; éstos comen asado, duermen en el suelo, beben su trago de vino, caminan a menudo, representan por cualquier cortijo y traen siempre los brazos cruzados - porque jamás se cae capa sobre sus hombros. Cambaleo es una mujer que canta y cinco hombres que lloran; éstos traen una comedia, dos autos, tres o cuatro entremeses, un lío de ropa que lo puede llevar una araña; llevan a ratos a la mujer a cuestas y otras en silla de manos; representan en los cortijos por hogaza de pan, racimo de uvas y ollas de berzas; cobran en los pueblos a seis maravedís, pedazo de longaniza, cerro de lino y todo lo demás que viene aventurero - sin que se deseche ripio -, están en los lugares cuatro o seis días, alquilan para la mujer una cama, y el que tiene amistad con la huésped, dale un costal de paja, una manta y duerme en la cocina, y en el invierno el pajar es su habitación eterna. Estos a mediodía comen su olla de vaca, y cada uno seis escudillas de caldo; siéntanse todos a una mesa, y otras veces sobre la cama. Reparte la mujer la comida, dales el pan por taza, el vino aguado y por medida, y cada uno se limpia donde halla, porque entre todos tienen una servilleta, y los manteles están tan desviados que no alcanzan a la mesa con diez dedos. (12) |
Puede parecer ingeneroso comparar el teatro tecnológico con las realizaciones de Vakhtangov y Meyerhold. Al fin y al cabo, se trata de un intento todavía aislado y con sólo cinco años de antigüedad, comparado con las décadas de entrenamiento de los comediantes vagabundos y con la efervescencia de experimentos en la Rusia de comienzos de siglo. Sin embargo, lo que interesa aquí no es establecer juicios de valor sino identificar líneas de tendencias: en este aspecto es revelador, y podría considerarse preocupante, el que los primeros intentos del grupo TST, que tienen el objetivo declarado de recomendar cuidado en el uso de la tecnología, propongan de manera encubierta lo que aquí se ha definido "la trampa de la realidad virtual": utilizar las acciones físicas de los actores para actualizar programas que preexisten virtualmente en los ordenadores y cuya característica no es la flexibilidad creativa sino la velocidad de respuesta. El actor, a través de la maquinaria GAMS, no crea su propio escenario sino sólo modifica en tiempo- máquina un escenario preestablecido, dentro de parámetros limitados. Si Breath funciona como una especie de caleidoscopio que responde a los movimientos del diafragma en lugar que de la muñeca, GAMS es un papagayo electrónico que también hace muecas y parpadea (17). La tecnología impone su disciplina y el actor, al interactuar con ella, se vuelve una "Untermarionette" como actor comunicativo y un "Untermensch" como sujeto cognitivo.
En la pieza Tensión superficial, los diálogos son apagados y mecánicos; los personajes no tienen espesor de vivencia, sus experiencias no se acumulan, más bien se escurren por los hoyos de sus psicologías-tamices (18); no aprenden, así que sus relaciones recíprocas no evolucionan; cuando hay rupturas dramáticas en los acontecimientos, su reacción es de limitado alcance y de corta duración. Todo esto hace que los personajes vivan en una dimensión acrónica, un flujo de burbujas espaciotemporales desligadas la una de las otras, que los envuelve y protege. Así se explica cierta semejanza formal con los personajes simbolistas, como los describe Meyerhold reflexionando sobre el "teatro inmóvil" de Maeterlinck: "armonía de voces apenas perceptibles, coro de lágrimas silenciosas, de sollozos apagados, estremecimientos de esperanza..." (19). En Maeterlinck-Meyerhold esto daba pie a un cuidado absoluto de la forma expresiva:
1. Las palabras deben ser dichas fríamente, sin ningún trémulo, sin voz quejumbrosa. Ausencia total de la tensión y de su tono lúgubre. 2. El sonido debe resultar sostenido, las palabras caen como gotas en un pozo profundo: se escucha su caída nítidamente, sin que el sonido vibre. Ni esfumado, ni terminaciones alargadas y difusas. 3. El estremecimiento místico es más intenso que el temperamento del viejo teatro, que resulta siempre desenfrenado, exteriormente grosero(...) El estremecimiento debe reflejarse en los ojos, en los labios, en el sonido, en la manera de lanzar las palabras: sentimientos volcánicos, pero con calma exterior. 4. Las emociones del alma, en toda su tragicidad, están indisolublemente unidas con la emoción de la forma, inseparable del contenido, como es inseparable en Maeterlinck (...) 5. No hay trabalenguas, sólo admisibles en los dramas de tono neurasténico (...) La calma épica no excluye la emoción trágica. Las emociones trágicas son siempre majestuosas. 6. La tragicidad con la sonrisa en el rostro. |
Pero entonces, podría uno preguntarse, ¿tiene lugar todavía el proceso de desdoblamiento entre sujeto y personaje, que se ha considerado aquí, hasta ahora, como el fundamento del relato dramático? ¿Puede el individuo genérico confiar su proceso de afirmación cognitiva de sí mismo a algo aún más genérico, como la tecnología, para realizar a través de ésta los experimentos que puedan enriquecer su definición de sí mismo y de lo otro? La respuesta debe ser negativa. El personaje, para funcionar como alter del ego, debe ser humano, o por lo menos tener sustanciales características antropomorfas: androides y extraterrestres (20) de la ciencia ficción, vampiros de la ficción gótica (21), héroes y dioses del mito, animales parlantes desde Esopo a Walt Disney: todos ellos pueden ascender al rango de protagonistas en la medida en que mantengan destellos (semas, social y culturalmente definidos) de humanidad; mientras menos antropomorfos, más fácilmente se vuelven antagonistas (aunque no es cierto el contrario, porque obviamente hay antagonistas muy humanos); ahora bien, funcionalmente, el antagonista no está en el mismo plano que el protagonista sino en el mismo plano del ayudante del protagonista: el primero es un obstáculo en el camino del autoconocimiento, el segundo es una ayuda en el mismo camino; pero el protagonista es el camino del conocimiento y la autodefinición (22). Hechas estas precisiones, se entiende que un ojo, una boca, una mano extraídas de su contexto (el cuerpo humano) no tienen un grado suficiente de antropomorfismo para que se desencadene el proceso de la identificación y el desdoblamiento; menos aún, cuando constantemente le recuerdan al público su condición de monstruos tecnológicos. El público sale de Tensión superficial sin haber podido realizar su operación de desdoblamiento referencial: ha asistido, más que a un espectáculo, a una demostración, como una ama de casa que haya sido invitada a una reunión de amigas y se encuentre en medio de un Tupperware party; no ha encontrado personajes, ni siquiera símbolos, sino signos, graffiti borrados a medias por los vientos de la dependencia tecnológica sobre la faz del planeta posmodernidad. Lo que es peor, el público sale de la obra sin darse cuenta de que, bajo la presión del tiempo o de la dificultad de realización, se ha escogido a veces preprogramar directamente en el ordenador ciertas secuencias de imágenes, con el que la tecnología interactiva ha quedado reducida al rango de "efectos especiales" (23). Frente a una tecnología desconocida (a diferencia de lo que sucede con un nuevo personaje), el sujeto cognoscitivo es indefenso.
Es posible, tal vez hasta probable, que las limitaciones del "teatro tecnológico" sean superadas. Sólo se pueden indicar aquí algunas líneas de desarrollo potencial, perspectivas "virtuales" para quedar en tema. Por lo dicho anteriormente, debería quedar claro que la utilización de las nuevas tecnologías en el teatro abre la posibilidad de construir escenarios virtuales que, como recita uno de los parlamentos de Tensión Superficial, "correspondan a los desplazamientos" de los personajes en el espacio. Ya el teatro tradicional está, desde hace varias décadas, utilizando pantallas de proyección o retroproyección para comentar momentos claves de la acción escénica; ahora el teatro tecnológico abre la perspectiva de un escenario convertido en una sola, inmensa pantalla. "El cielo es el límite", como reza en estos casos la glorificación hollywoodense de la ética protestante y el espíritu del capitalismo: actores y público envueltos en círculos de pantallas, sinécdoques visuales en las que un detalle escenográfico se amplifique y multiplique hasta rebasar el umbral de las capacidades perceptivas humanas, como una pancarta pop de Andy Warhol descompuesta en el ojo de un insecto. O una pantalla-bóveda, un planetario cuyas galaxias sean los rostros de actores y público, frentes componiéndose en constelaciones de ceños fruncidos, bocas explotando en supernovas de sonrisas, lágrimas desapareciendo en agujeros negros de tristeza. Y finalmente, dentro de quizá un par de décadas, cuando los costos se hayan abaratado, el verdadero fantasma virtual, el holograma puesto al alcance de la pequeña producción teatral: castillos efímeros visitados por espectros por fin verdaderamente incorpóreos (el sueño de Craig), habitaciones etéreas en las que vibra momentánea la aparición de un sillón, un trumeau, un cortinaje, para luego disolverse al amago de puntapié del actor (la visión de Vakhtangov), paredes como pozos profundos en los que las palabras de los personajes no acaben de caer (el universo mágico de Maeterlinck vía Meyerhold).
Las condiciones técnica (internas al sistema Comunicativo) para hacer de estas fantasía una realidad están dadas, o casi. Las condiciones subjetivas (la disponibilidad de actores y público para aventuras virtuales) también, si se debe juzgar por el éxito creciente de los festivales de realidad virtual que empiezan a encontrar un reconocimiento por parte del sistema social: kermesses itinerantes (Viena 1992, Madrid y Los Ángeles 1993, luego París y Berlín, Melbourne y Tokio), xacobeos de peregrinos yuppies que se vuelven a encontrar en todas las posadas, tal vez siguiendo los eventos cíclicos de los Grandes del mundo- macrosistema, las conferencias de paz, los viajes del Papa, las Olimpiadas. El sistema Cognitivo está abierto como siempre a las posibilidades más distintas, desde la glorificación pasiva de la tecnología a su utilización crítica y consciente; pero hoy día la balanza se inclina en favor del uso acrítico y del embelesamiento tecnológico: en las kermesses de la realidad virtual (acaba de demostrarse en Madrid) el máximo éxito lo tienen los cascos de realidad virtual, especialmente si a través de ellos se pueden experimentar formas novedosas de viejos videojuegos; parece entonces que el sistema Social ha expresado su preferencia, al menos hasta el fin del milenio. Los oficiantes del rito ilusionista se llevan el éxito, mientras que los profetas de la imaginación crítica quedan en una recién reproducida marginalidad. En parte es su misma culpa: están jugando con una tecnología comunicativa en continua revolución y es lógico que ésta (la revolución permanente del sistema Comunicativo) pase a constituir el elemento predominante en las representaciones colectivas del público. De aquí la necesidad de que, si se quiere realizar con lucidez una actividad desacralizadora de las nuevas tecnologías, se dé un distanciamiento entre el proceso cognitivo puesto en juego por la obra y las representaciones colectivas vigentes en el público a propósito de ciencia y tecnología. Esto será difícil mientras el comediante sea más tecnólogo que artista, porque estará constantemente paralizado por su condición de conciencia infeliz de la técnica en la que no cree, pero que adora. Quizá los comediantes tecnológicos no deberían escribir sus propias comedias. Al fin y a cabo, Shakespeare y Molière son la excepción y no la regla. Mientras no nazca un Maeterlinck, un Mayakovski, un Chejov de la "tensión superficial", el comediante no necesita estar desempleado. Hay un mundo virtual que tiene que empezar a volverse posible, obras pasadas (célebres y no) que esperan ser recuperadas y escenificadas experimentando con tecnologías interactiva y realizando lo que a Craig, Vakhtangov y Meyerhold sólo les fue dado entresoñar. Y, obviamente, hay que favorecer la multiplicación de los grupos de teatro tecnológico, porque uno sólo, en este caso, no es mejor que nada sino que puede ser mucho peor.
Tal vez les toque a las primeras décadas del próximo milenio descubrir todo el potencial de las tecnologías interactivas. En teoría, a través de GAMS, Breath o cualquier otro aparato parecido es posible liberar al comediante del peso de la infraestructura teatral, es decir, de la dependencia de los grande corrales especializados y depositarios de toda tecnología, restituyéndole esa libertad de movimiento que tenía el actor-agente social itinerante antes de la Commedia dell'Arte. Se impone aquí un breve excursus sobre el origen del teatro moderno: si Ferdinando Taviani (24) tiene razón, la historia del teatro en los últimos cuatro siglos debe ser reconsiderada y las interpretaciones tradicionales, desechadas: la Commedia dell'Arte no fue el punto de máximo desarrollo del teatro ambulante, sino el momento de su desaparición; Europa, a mediados del siglo XVI, atravesó por ingentes cambios económicos y sociales, que se manifestaron en la Europa del Sur a través del nuevo sistema de regulaciones ideológico-culturales instaurado por el Concilio de Trento y el impulso Contrarreformista. La tradicional compañía de teatro itinerante se enriquece, al menos en Italia y en España, con el ingreso al mundo teatral de aquellas poetisas-cortesanas (honestae meretrices, las definía la tipología contemporánea de las profesiones marginales: avatares de las figuras clásicas de la hetáira sáfica y la geisha japonesa, prefiguraciones - tal vez - de la grande cocotte del siglo XIX), que el cierre moralista de la Contrarreforma iba expulsando de las cortes y salones decentes. El comediante, cada vez más sospechoso de inmoralidad frente a la opinión pública y forzado a una posición de defensa en el mercado laboral, empieza a vender teatro: es decir, alquila (en algunos casos compra) espacios escénicos preconstituidos (los corrales ) en lugar de buscar suerte en los cortijos. En aquellos espacios, empieza a presentar materiales dramáticos de vario género (Taviani lo define como un "especialista en la no especialización"), desarrollando aquella capacidad de suplir con el ingenio y la improvisación a las dificultades que implica el ensanchamiento continuo del repertorio. Empieza aquí la primera etapa del proceso de reducción del actor a "trabajador teatral", que no se consumirá hasta el siglo XIX y no encontrará su sanción ideológica hasta el "Octubre Teatral" de Vakhtangov y Meyerhold. La Commedia dell'Arte fue inseparable del teatro fijo, aunque para encontrar una sede definitiva los comediantes tuvieron que desplazarse a Nápoles (como Fredi), a Madrid (como Ganassa) o a París (como Riccoboni).
Al teatro tecnológico del futuro será dado quizá revertir esa tendencia. Sólo podemos especular con panoramas futuristas y una imagerie es tan buena como otras. La que aquí se vislumbra, toma su lugar en una especie de planeta desolado, competitivo, violento: desiertos catastróficos o megalópolis colapsadas, recorridos por Mad Maxes y Blade Runners del espectáculo: ñaques o gangarillas del post-posmodernismo, grupos pequeños de comediantes que llevan a cuestas sus cajas de gel y hairspray y que instalan en los pasajes del metro o en los parques sin hierba, no una tarima tambaleante y un telón descolorido sino sus cuatro altavoces GAMS y una batería de ordenadores portátiles. O tal vez la misma compañía se disuelva, un miembro muera (de SIDA en lugar que de viruela), otro caiga en las tentaciones del meretricium dishonestum o de un sueldo fijo en Silicon Valley y sólo quede, para tener viva la memoria del teatro, el bululú cibernético, que como se sabe es
un representante solo, que camina a pie y pasa su camino, y entra en el pueblo, y habla con el cura, dícele que sabe una comedia y alguna loa; que junte al barbero y al sacristán y se la dirá, porque le den alguna cosa para pasar adelante. Júntanse éstos, y él súbese sobre un arca y va diciendo: "Ahora sale la dama, y dice esto y esto", y va representando, y el cura pidiendo limosna en un sombrero, y junta cuatro o cinco cuartos, algún pedazo de pan y escudilla de caldo que le da el cura, y con esto sigue su estrella y prosigue su camino hasta que halla remedio. (25) |