|
Por Daniele Barbieri
Número 38
Abstract
La noción de interface se ha difundido y generalizado a partir
del uso ligado al mundo de la informática. Pero, ¿hasta
qué punto la difusión la generalización de
la noción le permiten mantener una claridad de sentido suficiente?
¿Y como se relaciona dicha noción (que es indudablemente
de carácter semiótico) con las nociones tradicionalmente
semióticas?
Como veremos, no siempre es lícito hablar impunemente de
interface, ni dentro ni fuera del mundo del ordenador. A veces,
ni tan siquiera allí donde la costumbre consolidada nos induce
a hacerlo.
Palabras clave: Interface, instrumentos, semiótica,
lenguaje, objetos de escritura, simetría, William Blake.
En las páginas siguientes me gustaría
reflexionar sobre el concepto de interface, sobre el uso
que se hace de dicho concepto tanto en el mundo de la informática
como en otros ámbitos y sobre su relación con la noción
semiótica de lenguaje. Mi objetivo, a través
del recorrido, quizás un tanto retorcido de estas páginas,
es explorar los límites que tiene la noción de interface
y poner en evidencia sus relaciones con otras nociones semióticas
más tradicionales.
En primer lugar, intentaré pricipalmente extender la noción
de interface a todo aquello a lo que parece posible aplicarla, a
partir de la hipótesis de que los límites de su aplicabilidad
son muy amplios. Pero, dado que este viaje me llevará demasiado
lejos bien pronto y de manera inminente, luego me veré obligado
a volver atrás y a reconocer el hecho de que este reflujo
arrastra con él objetos y contextos que, a primera vista,
podrían parecer fáciles de afrontar en términos
de interfaces.
Me remontaré, por tanto, al lejano 1794, cuando William Blake
publica The Tyger. En realidad, podría aplicar algunas
de mis consideraciones a cualquier otra composición poética,
pero ésta tiene algo especial que la convierte en un objeto
particularmente adecuado para mi discurso.
Leamos, pues, la primera estrofa:
1 Tyger! Tyger! burning bright
2 In the forests of the night,
3 What immortal hand or eye
4 Could frame thy fearful symmetry?
Se trata de una poesía sobre la creación y sobre sus
efectos potencialmente terribles. Pero, ¿de qué está
hablando realmente Blake? ¿Por qué le interesa el
tigre? A nosostros nos interesa el cuarto verso. Si leemos en alto
la estrofa, sentimos claramente el ritmo martilleante, obstinado,
de los tres primeros versos, con sus acentos fijos en las sílabas
1,3,5 y 7. Tras esta iteración tan obsesiva, tan marcada,
llega un cuarto verso de carácter indeterminado o que por
lo menos no se puede reconducir a la elemental simetría de
los tres primeros.
A continuación observamos las primeras rimas: bright
rima claramente con night y cuando llega eye se introduce
una nueva rima, aunque el sonido “ai” también
remite a las rimas precedentes. Por ello, en el cuarto verso esperamos,
todavía con más fuerza, una terminación con
el sonido “ai”, pero la palabra symmetry se
pronuncia en inglés “simtri” (¡y no “simtrai”
ni “simetrai”!), por lo que las expectativas del lector
no se satisfacen en absoluto.
Es preciso subrayar que en inglés esta especie de rima visual
(basada en la “y” que aparece tanto en eye
como al final de symmetry) se considera formalmente correcta
y se usa abundantemente a pesar de su deformidad sonora. Sin embargo,
en este contexto el rol sonoro de las terminaciones en “ai”
se afirma de un modo tan claro que la legitimidad formal de la rima
termina acentuando aún más la incongruencia sonora.
Es como si el poeta hubiera simulado que construía la rima,
mediante una estructura cuya legitimidad formal evidencia aún
más la deformidad fonética, sobre todo porque el sonido
“ai” del cuarto verso es algo que está presente
y situado, además, en una posición dominante, acentuada
por el thy situado en el centro y que no puede sino ser
percibido como una rima de eye, aunque esté anticipada
y se encuentre desplazada.
En definitiva, en este cuarto verso, el ritmo y el consiguiente
sistema de expectativas construido por los tres primeros versos
se trunca tres veces de golpe: cambiando el sistema de los acentos,
anticipando la rima sonora y situando en la posición que
legítimamente le correspondía a la rima un sustituto
de esta última tan sólo formalmente correcto.
Si seguimos leyendo la poesía, los cuartetos sucesivos son,
por el contrario, regulares, a excepción del quinto, cuya
irregularidad no está tan marcada como en el caso del primero.
El sexto y último cuarteto es, sin embargo, idéntico
al primero, excepto en la sustitución en el cuarto verso
de la palabra could por dare, más lenta
y más larga, que intensifica ulteriormente el efecto de ruptura
prosódica.
¿Porque construye Blake rupturas de la regularidad tan fuertes
en esas dos posiciones cruciales (el final del primer cuarteto y
el final de la composición)? Me lo he preguntado muchas veces,
hasta que me he dado cuenta de que la ruptura del ritmo significa
también ruptura de simetría en estas dos
posiciones cruciales y el hecho de que una ruptura de simetría
encuentre su punto de apoyo precisamente en la palabra simetría,
en una poesía sobre la creación, es algo que no puede
dejar indiferente al semiólogo.2
En resumen, creo que Blake está hablando aquí (también)
de la creación poética y de su propia simetría.
Es decir, está focalizando justamente aquello que está
utilizando y que sin ese juego de ruptura rítmica hubiera
permanecido tranquilamente en segundo plano (como ocurre generalmente
en la poesía y con más frecuencia también en
la prosa).
Estamos obligados, por tanto, a preguntarnos por el papel de la
simetría en la poesía o, mejor aún, por el
de todo el sistema de recurrencias poéticas, metro, rima,
organización de las estrofas, etc. La simetría constituye
ciertamente un sistema de regularidades, que permite realizar previsiones
con las que el texto juega para modular el efecto emotivo del lector3. Pero no se trata únicamente de esto. Son muchas las personas
que recuerdan poesías de memoria y no me parece aventurado
decir que, en cierto modo, todos cuantos lean poesía hagan
quizás un uso parecido o incluso identificable a los mantra.
Un mantra es una fórmula verbal cuya recitación es
capaz de sumergirnos en un particular estado espiritual o, mejor
aún, en un particular estado emotivo.
La poesía es, por tanto, un instrumento (que alguien,
es decir, su autor, me ha facilitado) para cambiar nuestro estado
emotivo. No importa que dicho cambio no sea estable ni duradero.
Mientras mis labios, o los labios de mi mente, recitan “Córdoba,
lejana y sola”, mi estado emotivo se ve ciertamente alterado
y transportado a la dimensión mítica y fabulosa que
Federico García Lorca ha preparado para mí. De no
ser así, difícilmente la recordaría de memoria.
Pero, si la poesía es un instrumento, aunque se trate de
un instrumento particular ¿no se necesita una interface?
¿No tendrá que exhibir algún elemento que mi
permita entender que puedo utilizarla de un determinado modo? Es
decir, algo que transforme la recepción “informativa”
normal de las palabras del lenguaje con las que ha sido construida
en una funcionalidad operativa.
Observemos, sin embargo, que la prosa no funciona generalmente como
un mantra y que precisamente lo que distingue la poesía de
la prosa es su sistema de recurrencias, de simetrías. ¿Será
precisamente este sistema de simetrías lo que permita utilizar
de este modo un texto poético? Pero, si así fuera,
¿cómo funciona? Mi hipótesis es que el sistema
de recurrencias de la poesía construye una versión
local e interna del tiempo (construye, no remite
a); una versión del tiempo interna al propio texto, que espacia
la presentación de los eventos lexicales al igual que el
tiempo real espacia el modo de presentar los eventos reales en el
mundo real. De esta manera, a diferencia de cuanto sucede en la
prosa, en la poesía los eventos lexicales (el modo de presentar
las palabras, las frases y todo aquello que expresan) se perciben
realmente como si se tratara de eventos. Gracias a sus simetrías
y a la reconstrucción interna del ritmo del tiempo, una poesía
funciona como una pequeña puesta en escena teatral, en la
que los eventos son palabras. Palabras, no sonidos lexicales. Es
decir, sonidos y significados a la vez.
A esto se debe, en mi opinión, la mayor icasticidad de la
palabra poética, así como la posibilidad de que pueda
ser usada como si se tratara de un mantra, de algo capaz de conducirnos
a través de un recorrido de eventos que nos producen un determinado
estado emotivo. Se trata de un efecto de la simetría que
tiene algo de terrorífico, como el tigre de Blake, sobre
todo si tenemos en cuenta hasta qué punto puede alejarse
de las intenciones de su creador la utilización que hagamos
de estos elementos. Por tanto, la poesía también existe
para que pueda ser utilizada como mantra. Pero la poesía
se puede utilizar de muchas otras maneras, al igual que
la prosa narrativa y, con frecuencia, incluso la prosa argumentativa.
No es difícil admitir que el lenguaje es un instrumento (a
pesar de que esto nos lleve directos a la fatídica pregunta
sobre si, al ser un instrumento, no tiene una interface). Aunque
la semiótica tienda a veces a descuidar esta dimensión,
es fácil admitir que los textos tienen una función
instrumental. En otras palabras, los textos existen porque los usamos.
Los usamos desde niños para aprender a leer y a escribir;
los usamos continuamente de modo lúdico-emotivo; los citamos
para referirnos a resultados ya adquiridos, de modo que nos permitan
establecer rápidamente bases comunes con nuestros interlocutores
y los utilizamos de otras mil maneras diferentes.
Los textos escritos por otras personas, además de los textos
que escribimos nosotros mismos, son instrumentos que utilizamos
para modificar el mundo, a través de la persuasión
o de la simple información (que también es una modalidad
persuasiva aunque diferida). Pero, si los textos son instrumentos,
¿tiene sentido pensar en una semiótica de los objetos
(es decir, de los instrumentos) diferenciada de una semiótica
de los textos? O mejor dicho, si los textos son instrumentos (y
no los instrumentos son textos), ¿tiene sentido intentar
fundar una semiótica de los objetos a partir de una semiótica
de los textos? ¿No sería más sensato intentar
más bien hacer lo contrario? Realmente lo sería si
ya existiese una semiótica de los objetos… Pero, de
esta manera, estamos condenados a comportarnos como el señor
de aquel chiste que buscaba las llaves bajo la farola, a pesar de
que las hubiera perdido en otro lugar, porque “aquí
hay luz”.
Es cierto que los textos son instrumentos que actúan sobre
un mundo que actúa e interpreta. Se trata del mundo de los
para sí, de los Da-sein, mientras que los
instrumentos en sentido estricto actúan sobre un mundo que
experimenta nuestra acción, el mundo de los en sí,
aunque, a decir verdad, esta diferencia no es pertinente para nuestro
discurso. Aquí no nos estamos ocupando de cómo funcionan
los instrumentos, sino de cómo comunican sus propias modalidades
de uso.
Por lo demás, Charles Sanders Peirce ya había afirmado
la idea de que el lenguaje y sus producciones son instrumentos y
sostenía que la finalidad de todo acto de interpretación
era el establecimiento de un hábito, es decir, de una disposición
al comportamiento4. Todo el lenguaje, es más, toda la comunicación
es evidentemente operativa en este sentido. A partir de este principio,
la distinción más interesante se plantea entre los
signos (o textos) que producen un comportamiento inmediato y aquéllos
que se limitan a modificar la conciencia de los intérpretes,
predisponiéndolos en relación a sus futuros comportamientos.
Podemos definir los primeros como “directamente operativos”
y los segundos como “indirectamente operativos” o simplemente
“informativos”.
Volvamos de nuevo a la noción de interface. Como bien es
sabido, su origen no tiene nada que ver con una teoría de
la interacción comunicativa entre personas. En el lenguaje
informático, interface designa todo tipo de aparato
de hardware o de software que permita a dos sistemas
interactuar e intercambiarse informaciones. Son por tanto interfaces,
los driver que permiten a mi ordenador proyectar en mi
pantalla forma con sentido. También es un interface el cable
que conecta mi ordenador con la impresora, al igual que una tarjeta
de red, etc. Es tan sólo en un segundo momento cuando la
interface hombre-máquina se convierte en la interface
por antonomasia y los problemas que plantea el modo en que los objetos
informáticos comunican su propia función se reducen,
según modelos de la ingeniería, al problema de la
interacción entre dos sistemas complejos, como el
hombre y el ordenador.
Todo esto ya pertenece a la historia y la noción de interface
ha transcendido felizmente sus propios orígenes plebeyos,
proponiéndose como expresión de referencia para indicar
todo tipo de sistema de comunicación instrumental, el modo
en el que cualquier instrumento comunica al usuario sus diferentes
modalidades de uso.
Volvamos, pues, a la pregunta que habíamos sugerido más
arriba y planteemos el problema de si ese instrumento crucial que
es el lenguaje tiene una interface. Observemos que le hecho de que
el propio lenguaje sea ya una interface no evita la pregunta. Es
más, nos permite generalizarla en los siguientes términos:
si las interfaces son instrumentos comunicativos de los instrumentos
operativos, ¿tienen interfaces las interfaces? ¿Y
cuáles son las interfaces de las interfaces?
Parece posible intentar responder de modo específico a esta
pregunta. Si consideramos Los misterios de París
de Eugène Sue como un instrumento para denunciar las condiciones
de vida del lumpemproletariado francés del siglo XIX, ¿podríamos
considerar su estructura narrativa a un determinado nivel como la
interface de dicho instrumento? Y además tendríamos
que considerarla como una excelente interface, si es cierto que
dicho texto fue mucho más útil a la causa del proletariado
que un montón de precisos aunque aburridos tratados sobre
el mismo tema. La estructura narrativa nos permite usar este texto
de un modo que su ausencia hubiera hecho imposible, aunque, desde
el punto de vista de su funcionalidad, ¡los otros textos tuvieran
todas las credenciales posibles para poder ser mucho más
eficaces!
Sin embargo, hay algo en el modo en el que estamos intentando utilizar
la noción de interface aquí que no nos termina de
convencer, a pesar de que tan sólo estemos intentando aplicar
el uso extremo de la noción a determinados casos comunes.
El hecho que subyace a un análisis más concreto es
que ni la estructura narrativa de la novela, cuando se usa como
instrumento de propaganda, ni la simetría de la poesía,
cuando se usa como mantra, son realmente aquello que me comunica
el modo de utilizar ambos instrumentos. Se trata más bien
de la parte crucial de sus componentes funcionales, al igual que
el motor en el caso del automóvil, pues, incluso no pudiendo
funcionar sin ruedas, carrocería, etc. el motor lo cualifica
de un modo mucho más decisivo que sus otras partes.
Se trata, por tanto, de componentes funcionales, cruciales. Pero,
sin duda alguna, se trata también de componentes perceptivos5.
A partir de esta observación, no está del todo claro
si todavía tiene sentido hablar de interface en relación
a lo que otras veces llamamos objetos de escritura. Si reducimos
las propiedades perceptivamente más evidentes de un texto
a la posibilidad de identificarlas como una interface, es posible
establecer algo más razonable, aunque sea más limitado,
como por ejemplo que la brevedad de una poesía nos
invita más a usarla como mantra de cuanto no consigan hacerlo
los textos más largos.
La articulación en artículos y apartados de las leyes
nos sugiere utilizarlas de modo segmentado, ya que no se necesita
la ley completa sino que basta con un segmento pertinente. Los títulos
y los índices de los artículos y los libros me sugieren
diferentes modos de utilizar los textos. La propia forma del libro
está hecha para sugerir la modalidad correcta de lectura
de un texto. En definitiva, parece posible adscribir al paratexto
la función de interface, pero no es difícil observar
de que, bajo determinados aspectos, el paratexto forma parte de
la función instrumental del propio texto. Nos percatamos
de ello cuando intentamos leer Guerra y paz en la pantalla
de un ordenador y nos parece que no se trata del mismo texto que
leemos en papel impreso, ¡contra la identidad de cada palabra!
Pero, si vamos aún más allá y consideramos
las ideas que se expresan en los textos y que se usan (y se producen)
continuamente como instrumentos dialécticos, tal
y como se hace de manera cotidiana en la política, ¿cuál
es su interface? ¿Es posible y razonable encontrar en las
ideas en cuanto instrumentos una disposición entre propiedades
funcionales y perceptivas que me permita dar un sentido a la noción
de interface cuando se aplica a dichas ideas?
Por otra parte, ¿un martillo tiene verdaderamente una interface?
O mejor dicho, ¿esta última es una pregunta a la que
podamos encontrar un sentido definido? ¿Tiene sentido hablar
de interface de un instrumento que declara de modo tan explícito,
al menos para nosotros, su función y, sobre todo, que aprendemos
a conocer tan prematuramente en nuestra experiencia que, de hecho,
no nos planteamos nunca el problema al respecto, puesto que generalmente
ya lo sabemos?
La mítica navaja Opinel de la que habla Foch (1995:181),
¿tiene una interface? Floch lleva razón cuando pone
en evidencia la idea de que la forma tiene que derivar de la función
y, sin embargo, hay un número quizás realmente infinito
(pero un infinito que tiene ciertamente límites6)
de formas que una navaja puede asumir, si quiere continuar siendo
una navaja, y toda forma comunicará algo diferente (aunque
no sea completamente diferente). No obstante, la lama de una navaja
no puede desaparecer, mientras que una interface electrónica
puede asumir teóricamente cualquier forma, sin hacer que
el instrumento pierda su funcionalidad.
Está claro que el problema de la interface tan sólo
se puede plantear cuando ya exista un sistema de prácticas,
así como un sistema de comunicación relativo a dichas
prácticas. El problema básico del aprendizaje de la
interface es, en el fondo, el problema básico del aprendizaje
del lenguaje: ¿cómo comprendemos las interfaces si
previamente no las conocemos ya? Es decir, ¿cómo aprendemos
el lenguaje si no lo conocemos ya? Aunque en términos de
lenguaje es posible responder de modo sensato a esta pregunta (como
hace Maurice Merleau-Ponty cuando afronta el problema de la intersubjetividad
y, en mi opinión, facilita las respuestas más convincentes
hasta la fecha), me parece que es más difícil plantear
el problema en relación a las interfaces.
Sabemos que le lenguaje se aprende, que el aprendizaje del lenguaje
requiere años de interacción guiada con el
mundo. No obstante, si tuviésemos que valorar el lenguaje
(es decir, nuestra principal interface con el mundo) en términos
de user-friendliness nos veríamos obligados
a considerarlo en fracaso. Además, el lenguaje no es la única
interface crucial que requiere un aprendizaje. ¿Tendremos
entonces que elogiar las interfaces disfuncionales?, ¿las
interfaces que nos obligan a estudiar, a razonar durante mucho tiempo,
para comprender el funcionamiento del instrumento?, ¿aquellas
interfaces que nos obligan a realizar tantos breakdown
cognitivos que al final de un largo y cansado proceso de aprendizaje
acabamos sabiendo mucho más que antes y nos hemos convertido
en personas mucho más competentes y maduras? Las ventajas
de la no inmediatez son tantas que nuestro propio concepto de educación
se basa en todos ellas.
Para nuestros fines, sin embargo es suficiente observar que el valor
de la no inmediatez pone de relieve la relatividad del valor de
la inmediatez, de la eficacia comunicativa de la interface. Si el
problema consiste en comprender cómo se usa un instrumento,
en el intervalo de tiempo más breve posible, es obvio que
lo pertinente, lo más importante, no es el instrumento en
sí mismo, sino que reside en alcanzar el objetivo para el
cual resulta útil dicho instrumento. Si lo que cuenta es
alcanzar dicho objetivo, todo aquello que constituya un obstáculo
al respecto tiene que ser aligerado en la medida de lo posible.
La noción de interface presupone, evidentemente, que el objetivo
y la función del instrumento estén claros, aunque
es evidente que la interface en cuanto tal no puede formar parte
del mismo tipo de función. Por ello, si la función
de un instrumento está clara y ha sido bien definida y si
las propiedades perceptivas del instrumento no se pueden superponer
a las propiedades funcionales, el problema de la interface adquiere
un sentido suficientemente delimitado. Por razones diferentes, tanto
en un martillo como en una navaja Opinel, en un tratado o en una
poesía, las propiedades perceptivas y funcionales se superponen
decididamente, mientras que eso no ocurre en un coche. Hay casos
intermedios, como la bicicleta, aunque la extremada familiaridad
de este último objeto hace que sea difícil pronunciarse
al respecto.
En un texto artístico (caso extremo y por ello interesante),
difícilmente se puede hablar de una función (instrumental)
clara y definida, pues el carácter polifuncional y la capacidad
de reconfigurarse continuamente forman parte de la naturaleza del
propio texto artístico. El metro podría ser un ejemplo
de interface de un texto poético; pero, al mismo tiempo,
también puede formar parte del propio objeto del discurso.
La semiótica sabe que tanto los textos no artísticos,
como los de la comunicación funcional cotidiana, ofrecen
también, aunque en menor medida, las mismas posibilidades
de ser reconfigurados a nivel funcional. Incluso un texto tan claramente
instrumental como “Cierra la puerta” (dicho en la situación
adecuada), se puede interpretar sobre todo como un instrumento para
reafirmar una relación de poder entre las personas presentes
y no como una simple manera de obtener que se cierre la puerta.
Y también sabemos que incluso los objetos se pueden reconfigurar
de modo funcional, aunque en menor medida.
Llegados a este punto, se observa que si para dar sentido a la noción
de interface es necesario que la función del instrumento
sea clara y unívoca, sin incertidumbres, la oposición
interface/instrumento se revela como algo peligrosamente
semejante a la oposición forma/contenido, es decir,
a una oposición que la semiótica había descalificado
hace tiempo, cuya inutilidad aprenden pronto los estudiantes de
semiótica a favor de otras oposiciones como forma y sustancia
o expresión y contenido.
La oposición tracional, presemiótica, entre forma/contendo
no carece sin embargo de sentido en incluso tiene valor heurístico,
pero sólo a condición de que el objetivo de la comunicación
esté perfectamente claro. A condición de que el contenido
sea lo pertinente desde un punto de vista comunicativo, mientras
que la forma incluya todo el resto7.
De modo alternativo, la oposición interface/instrumento
se puede asimilar también (quizás de manera más
impropia) a otra oposición más cercana a la semiótica,
como comment/topic, entendido por topic aquello
de lo que se habla, mientras que el comment sería
lo que se dice. Pero esta oposición, al igual que la precedente,
requiere un acuerdo preliminar respecto al uso que se está
haciendo del instrumento, se trate o no de un instrumento comunicativo.
A raíz de todas estas consideraciones emerge la sospecha
de que la noción de interface no sea sino una versión
más primitiva (presemiótica) y limitada que la noción
de lenguaje, desplazada hacia un enfoque más operacional,
pero en absoluto depurada de toda una serie de ingenuidades presemióticas.
Sin embargo, dado que esta noción se utiliza, me parece inútil
eliminarla, mientras que el intento de delimitar su campo de aplicación
sin causar demasiado daño podría ayudarnos a esclarecer
las cosas.
Por ejemplo, en un primer intento de delimitar el campo se puede
alegar que hablar de interface tiene sentido en todos aquellos casos
en los que el componente funcional del instrumento es heteromatérico
respecto a su componente comunicativo. Se trataría tan sólo
de una aproximación, pero en líneas generales nos
permitiría eliminar de la problemática de las interfaces
los instrumentos de carácter cognitivo (como los objetos
de escritura) y los utensilios elementales que no conlleven máquinas
ni mecanismos (como el martillo o la navaja Opinel). Estarían
en juego todos aquellos instrumentos cuya función instrumental
se realiza mediante un aparato separado de la función comunicativa,
como ocurre por ejemplo con los instrumentos informáticos,
aunque en este caso sea preciso añadir que la heteromaterialidad
ha referirse a un objetivo funcional. En la medida en que un automóvil
constituye un instrumento para viajar, está claro cuáles
son sus características funcionales y cuáles pertenecen
a la interface. Pero, si se tratara de un instrumento para declarar
el estatus social de su poseedor, entonces ya no estaría
tan claro cómo se podrían distinguir ni cuál
seria su interface. El software tiene, sin embargo, una interface
y esta tranquilizadora constatación nos demuestra que quienquiera
que haya inventado la noción no era del todo insensato.
Los programas de escritura tienen una interface, así como
los programas para escuchar música. Los browser web
poseen una interface y eso es evidente, aunque por desgracia el
principio de heteromaterialiad que hemos establecido más
arriba revele algo bien diferente en este caso, pues lo que está
en el marco de la ventana del browser y lo que esta dentro
de la ventana son del mismo tipo, hasta el punto de que un usuario
inexperto podría tener dificultades a la hora de captar su
diferencia.
Es probable que para llegar a establecer una distinción más
precisa hubiera que reformularla a partir de un criterio cualquiera
de distinción, que estuviera suficientemente claro en relación
al contexto en el que se utiliza, del mismo modo que está
clara y es neta la separación espacial en el browser
entre lo que pertenece al espacio destinado a las páginas
web y lo que se sitúa en el marco. Pero, entonces, ¿tiene
sentido hablar en un sentido tan general de interface de una página
web? ¿O de la interface de un videojuego? En realidad, no
hay manera de estar seguros de que sea posible separar netamente
las funciones operativas y las funciones comunicativas de un instrumento
cognitivo como una página web. Una página web es un
texto comunicativo como cualquier otro, donde la finalidad que crea
las pertinencias (y por tanto, la distinción entre lo que
es funcional y lo que es una interface, lo que es un topic
y lo que es un comment) puede desplazarse perfectamente,
al igual que se desplazan las finalidades en relación a cualquier
tipo de texto posible en función del punto de vista desde
donde se observe.
¿Cómo se explica entonces que se hable de páginas
web en términos de interface y que incluso se escriban libros
de éxito sobre este tema? Si queremos entenderlo, no hay
que olvidad que incluso cuando parece algo indudable, la finalidad
operativa es fruto de hábitos sociales-naturales y que siempre
se puede desplazar, tanto en los textos como en los objetos. Pero
dicho desplazamiento es aún más probable (es decir,
más difuso) en los textos que en los objetos (o más
bien en determinados objetos). Sin embargo, tanto en los textos
como en los objetos no es difícil hipotizar, por razones
de tipo contingente, la validez de una única finalidad
específica y decidir que ésa es la finalidad
central, mientras que el resto serían secundarias. Evidentemente,
esto simplifica mucho la vida, desde un punto de vista didáctico,
a quien tiene que explicar cómo se construyen las páginas
web, pero también simplifica la comunicación e implica
el riesgo de caer en la banalidad.
Las recetas de la web usability8 parecen razonables porque abstraen, con finalidad
didáctica, un conjunto específico de finalidades comunicativas
y las proponen arbitrariamente como si se tratara de universales.
Todo aquello que no se refiere a las finalidades comunicativas propuestas,
que constituyen por tanto “los contenidos” de las páginas
web, es materia de interfaces. De este modo, una vez esclarecida
la diferenciación, es posible enunciar toda una serie de
principios de construcción de interfaces que son realmente
tales principios y que, por ello, son comunicativamente neutros,
es decir extraños a las finalidades comunicativas específicas,
aunque funcionales a su éxito.
Esta manera de actuar remite a determinados pequeños métodos
para escribir música, que estaban muy de moda a finales del
siglo XVIII y que permitían a cualquiera realizar fragmentos
musicales razonables y agradables sin conocer las técnicas
de composición musical. Se echaban los dados o se escribía
una secuencia de manera casual y, sucesivamente, toda una serie
de reglas rigurosas permitían obtener de manera totalmente
mecánica la secuencia de las notas del fragmento musical,
algo tan mecánico que hoy día ha sido fácil
implementar dichos métodos en el ordenador . Haydn e Mozart
figuran entre los autores más apreciados por dichos métodos9.
A diferencia de la música escrita por Haydn y Mozart, la
música obtenida de este modo constituye un objeto perfecto
e impersonal, cuya construcción formal no comunica nada.
La única diferencia entre un fragmento y otro viene dada
por los valores casuales de los dados tirados al inicio, del mismo
modo en que la diferencia entre una página web y otra parecería
residir tan sólo en lo que llamamos “contenidos”.
Sin embargo, a partir de páginas como yugop.com10 , debería ser evidente que no tiene sentido afrontar
las cosas de este modo, pero sin llegar a extremos de virtuosismo
comunicativo, cualquier página que plantee el problema de
cómo presentar el mundo, una empresa, un ente, una persona
o cualquier otra cosa, no puede razonar en términos de interface
vs contenidos, porque, como bien sabe la semiótica,
la comunicación funciona de manera bastante más compleja.
No hay nada que temer de la simetría, regularidad o estructura
de esos objetos artificiosos, obtenida a partir de las reglas de
manuales para hacer música con los dados, al igual que ocurre
con las reglas de la web usability. Cuando las cosas van
bien, es tan estéril y tan vacía como la de un caleidoscopio
y, cuando van mal, acaba por convertirse en algo completamente contraproducente
desde el punto de vista comunicativo.
La simetría que aterrorizaba al creador William Blake es,
por el contrario, una simetría productiva, que revela nuevos
usos de los textos y de los objetos cada vez que se examinan, porque
con cada nuevo reapso la interface y los contenidos se disponen
de modo diverso en la apariencia del texto o del objeto. Es la simetría
de los objetos de escritura, claramente rebeldes a cualquier tipo
de reducción ad unum o la simetría del tigre,
tan magnífica y tan cruel a la vez. Una simetría que
nos produce un miedo identificable con sentimiento que nos generan
también aquellos instrumentos prácticos cuya función
consideramos clara y socialmente o incluso naturalmente definida
y que, de manera no tan excepcional, también ellos se rebelan,
recordándonos que aún es posible, lícito y
deseable realizar uso creativo a pesar de las mejores, más
estudiadas y más eficaces interfaces.
Notas:
1 Este artículo reelabora y amplia mi intervención
en el congreso Gli oggetti di scrittura. Interfacce e interattività/
Les Objets d'écriture. Interfaces et Interactivité,
coordinado por Alessandro Zinna, Urbino, 14-16 luglio 2003.
2 ¿Y que se puede decir cuando luego se observa que,
mediante este mecanismo retórico basado por completo en la
letra “y” (eye, thy, siymmetry) Blake ha elegido
por nombre del proprio tema no la forma tiger, pero la
tyger, inusual incluso en su época?
3 Cfr. Barbieri (2004)
4 Cfr. CP 5.486 y siguientes.
5 Sobre la oposición entre componentes funcionales y
perceptivos, véase, Deni (2002:20).
6 ¿Cómo puede tener límites un número
infinito? Exactamente como hace el conjunto de los números
reales positivos menores de 1: son infinitos, pero tienen 0 y 1
como límites.
7 Evidentemente, lo que la semiótica pone en duda es
precisamente la posibilidad de aplicar la cláusula limitativa
“a condición de que sea perfectamente claro el objetivo
de la comunicación”. Sin embargo, probablemente hay
contextos que, simplificando un poco, se puede interpretar de modo
unívoco, o que de hecho lo son.
8 La referencia es evidentemente Nielsen (2000).
9 Véase, por ejemplo,<sunsite.univie.ac.at/Mozart/dice/,
webplaza.pt.lu/public/mbarnig/pages/dicemus.html >o simplemente
hágase una búsqueda en Google utilizando los términos
“Mozart” y “dice”.
10 <www.yugop.com>. Al respecto, véase Barbieri (2002).
Referencias:
BARBIERI, D. “L’argomentare sottile di yugop.com”,
in Trailer, spot, clip, siti, banner. Le forme brevi della comunicazione
audiovisiva, en Isabella Pezzini (comp.), Roma, Meltemi, 2002.
BARBIERI, D. Nel corso del testo. Una teoria della tensione e
del ritmo, Milano, Bompiani, 2004.
DENI, M. Oggetti in azione. Semiotica degli oggetti: dalla teoria
all’analisi, Milano, Franco Angeli, 2002.
FLOCH, J. M. Identités visuelles, Paris, P.U.F, 1995.
NIELSEN, J. Designing Web Usability, Indianapolis Indiana,
New Riders Publishing, 2000.
PEIRCE, Ch. S. Collected Papers, Cambridge (Mass.), The Belknap
Press of Harvard University Press, 1931, 1932, 1934, 1935, 1958.
Daniele Barbieri
Semiólogo, enseña en Urbino y en Bolonia. Forma parte de
los proyectistas de la enciclopedia multimedia Encyclomedia. Guida
multimediale alla storia della civiltà europea, dirigida por
Umberto Eco. Ha sido asesor de programación para la creación
del canal por satélite RaiSat1. |