Por Jorge Barello
Número 38
Ser
o no ser uno mismo no parece una cuestión menor. Podría
pensarse que en los tiempos que corren (nunca mejor empleado el
verbo correr) ya nada logra sorprender a los integrantes del rebaño
humano. Eterno náufrago sobreviviente del ciberespacio y
palpador incansable de la realidad virtual, el hombre posmoderno
impresiona ser víctima de una anestesia general de los sentidos.
Sin embargo, aun
inmersos en esa desenfrenada aceleración de la historia,
algunas noticias logran -o al menos deberían- hacer parpadear
la conciencia de la especie humana para no caer en la tentación
de transformarse en un investigador omnipresente que se afana en
descubrir las huellas digitales de Dios. Porque, no es desatinado
pensar que el conocimiento del genoma humano podría enfrentarnos
al dilema de ser o no ser.
Es que, a medida
que nos internamos en la llamada era de la genética, se despliega
un abanico infinito de posibilidades tan seductoras como amenazantes:
desde la modificación de alimentos y el desarrollo de nuevos
fármacos, hasta la duplicación de material hereditario
para prescindir de donantes de órganos. Finalmente, todo
puede terminar en la tan atrapante como omnipotente clonación
humana: ni más ni menos que el duplicado genético
de una persona cuya subjetividad se ve seriamente amenazada, porque
identificado el genoma humano, los humanos podrían perder
su identidad. Más allá de lo posible o probable que
resulte esta presunta conquista científica, existe un apremiante
riesgo potencial: podría descubrirse la parte más
secreta de la intimidad de las personas.
Esta vertiginosa
evolución del conocimiento científico tiene, entre
quienes lo apoyan, un nutrido grupo de afiliados. Se trata, en muchos
casos, de destacados personajes en las más diversas disciplinas
cuya opinión merece -al menos en primera instancia- ser considerada.
Así por ejemplo,
el biólogo molecular Lee Silver de la Universidad de Princeton,
sostiene que la salud, la esperanza de vida, la apariencia física
y hasta la personalidad de los seres humanos podrían modificarse
a través de la manipulación genética. Por su
parte James Watson, quien hace cincuenta años obtuvo el premio
Nobel por describir la estructura del ADN, sostiene que "no
hay nada de malo" en la hipótesis de mejorar a los seres
humanos a través de intervenir sobre sus genes.
Desde el vértice
de una mirada diferente, el economista Lester Thurow se pregunta
casi irónicamente "a qué padres no les gustaría
incrementar en 30 puntos el coeficiente intelectual de sus hijos".
Frente a semejantes
planteos, se multiplican los interrogantes: ¿qué estará
escondiendo este aparente progreso que apunta a mejorar al hombre
como tal?, ¿estamos asistiendo a una metamorfosis de la definición
de persona?, el hombre-sujeto ¿se estará transformando
en hombre-objeto?
Es verdad que en
muchos países ya existe la selección genética.
Hay parejas que interrumpen el embarazo frente al diagnóstico
de una malformación congénita en el feto, o cuando
el sexo del futuro bebé no coincide con sus expectativas.
Estas conductas o actitudes, dependen indudablemente de la relación
que cada uno establece con los valores, algo tan sencillo como preguntarse
a sí mismo qué está bien y qué está
mal.
Todo parece demostrar
que existe un conflicto entre moral y ciencia. Casi imperceptiblemente
son superados los tenues límites entre la intención
de eliminar la enfermedad y prolongar la vida, con aquel deseo subliminal
de diseñar un individuo ideal y de creer que la eternidad
y la inmortalidad son posibles.
El filósofo
argentino Santiago Kovadloff sostiene que el proyecto apunta finalmente
a que las personas tengan un duplicado de repuesto que -frente a
la decadencia- sustituya la versión envejecida por un nuevo
clon. Kovadloff compara aquello magistralmente descripto por Stevenson
con la hipótesis del doble antagónico (Dr. Jekill
y Mr. Hide), con la intención actual del hombre posmoderno
que proyecta encontrar el doble idéntico; es decir, una nueva
versión del original pero que lamentablemente no cumple con
el criterio de individualidad. Quizás resulte premonitorio
recordar el final de aquella historia cuando el científico
pierde el control de su propio producto y debe pagar con su vida
el trágico experimento.
La filosofía
aparece entonces tan empeñada en encontrar respuestas como
en hilvanar preguntas frente a la duda existencial de ser o no ser
planteada por la clonación. Opiniones antagónicas
y controvertidas abonaron el camino por el que transitó una
discusión cuyo punto más alto fue, seguramente, el
intenso debate que protagonizaron Jürgen Habermas y Peter Sloterdijk.
“La filosofía debe tomar conciencia del ingreso a la
era de la antropotecnia”, declaró Sloterdijk, a lo
que agregó que "la falla en la democracia social deja
ahora a la ingeniería genética como el único
medio para que la humanidad mejore su suerte".
Habermas no tardó en responderle a su colega alemán
catalogando su visión de fascista, para reclamar luego la
necesidad de “ejercer una actitud restrictiva sobre la intervención
en el genoma humano", y aconsejar finalmente la participación
estatal para regular este asunto.
En su libro "El
futuro de la naturaleza humana" Habermas aborda estas tormentosas
cuestiones y se pregunta con especial preocupación cómo
transformarán las personas la visión de si mismas
frente a la clonación. Por otra parte, cuestiona la legitimidad
del derecho paterno para actuar sobre alguna característica
genética de sus futuros hijos, y finalmente se plantea si
un adolescente podría exigirle explicaciones a sus padres
por el arsenal genético que recibió para enfrentar
la vida.
Sólo por
un momento imaginemos la habitual rebeldía adolescente, ahora
esmaltada de nuevos reclamos y reproches policromáticos por
la herencia genética que intencionalmente le fuera asignada.
Aunque, no puede descartarse que la selección permita a los
padres reducir al máximo el espíritu demandante de
sus hijos, es decir modular a gusto la personalidad rebelde de la
descendencia. Frente a un panorama tan estructurado, es imposible
no preguntarse quién tendría la culpa de los errores
cometidos y quién se animará a juzgar con total libertad
a una persona clonada que al parecer no sería plenamente
dueña de sus actos, deseos y sentimientos.
La esencia de la
subjetividad descansa precisamente en las diferencias que distinguen
a los hombres, en la magia infinita de la diversidad, en ser “un
poco improbables” como aconsejaba Oscar Wilde. "Todo
entre los mortales tiene el valor de lo irrepetible y azaroso",
pensaba Borges, y allí parece habitar el secreto que tiñe
de pasión inédita cada segmento de vida.
El genoma humano concentra y protege el núcleo exclusivo
de la individualidad. La historia está entonces seriamente
amenazada y huérfana de futuro si todos sus protagonistas
pueden programarse. Con sólo imaginar la posibilidad de clonarse
indefinidamente, se dispara la pregunta: ¿cuántas
vidas habrá para cumplir un sueño? Un interrogante
que convierte la ciencia-ficción en ficción-ciencia.
La cotidianidad
-con rutina y sorpresas incluidas- es intensa e impredecible por
lo inédita. La ciencia investiga y descubre, pero no debería
diseñar el futuro, fotocopiar literalmente a las personas
ni cancelar la posibilidad de ser únicas y con ello abortar
el encanto de recordar, añorar y extrañarse.
En su "Diálogo
de la Sabiduría", Sócrates sueña con un
mundo pensado y organizado desde la ciencia, pero no vacila en preguntarle
a su interlocutor Critias: "¿Tú crees qué
seríamos más felices?"
Posiblemente allí
radique parte del dilema: ¿será posible clonar la
felicidad? Desde nuestra perspectiva parece una utopía, y
ojalá lo sea. Porque finalmente todo lo humano se incuba
en el deseo, una bellísima palabra que cristaliza lo alcanzable
sin garantizarlo.
Es posible festejar
los avances de la ciencia sin dejar de honrar la individualidad
como seres racionales y afectivos. Es necesario respetar la virtud
de ser únicos e irrepetibles. Es imperioso preguntarse eternamente
si el progreso científico puede justificarlo todo.
Frente a la tentación
de alcanzar la inmortalidad, es preferible seguir entonando el clásico
"oid mortales".
Frente a la posibilidad
de duplicarse indefinidamente para que el clon de un nuevo clon
intente imitar a una copia, quizás es mejor que Malena siga
cantando el tango como ninguna.
Frente a la incertidumbre
de no saber quien será el autor de cada autobiografía,
seguramente es preferible que Neruda continúe confesando
que ha vivido.
Frente al deslumbramiento
de transmitirles a los hijos caracteres, habilidades y capacidades
en una fría probeta, es más humano seguirles transmitiendo
nuestras frustraciones con la leche templada y en cada canción.
Es que por sobre
todo, y abusando nuevamente de Serrat, resulta mucho más
humano seguir criando locos bajitos y no multiplicando cuerdos clonaditos.
Dr.
Jorge Barello
Periodista médico, Argentina. |