Por Paloma Petschen
Número 38
Esta historia comenzó
siendo un número de teléfono sobre una servilleta
de papel.
En otras circunstancias, ella nunca
le habría dado su nombre ni su número a un desconocido
como al que encontró en un antro de la ciudad. Pero hacía
ya algunos días que empezaba a sentirse desamparada y temerosa.
Miraba por la ventana de su dormitorio y era incapaz de olvidar
los barrotes para contemplar más allá: la estafeta
de correos, la glorieta, el semáforo de la esquina y los
trinos.
Por eso no lo dudó un instante.
Cuando vio tras los ojos de aquel hombre los deseos de quitarse,
junto a ella, las telarañas del corazón, se apresuró
a anotarle sus datos pertinentes para que pudiesen volver a encontrase.
Y es que en otras circunstancias
le habría soltado alguna impertinencia que cuestionase su
virilidad y lo hubiera mandado a paseo. Habría encontrado
tan vulgar la forma con la que se dirigió hacia ella, que
hubiera atentado verbalmente contra su hombría. Sin embargo,
nada de eso ocurrió. Porque tras años de buscar incansablemente:
cuentos de hadas, a quien la mereciera, a quien se acercase a ella
interesado por si había leído El Principito
o por si practicaba tai-chi; tan sólo se había visto
enredada en situaciones estándar, acompañadas de un
desencanto que se acrecentaba con el transcurso de la treintena.
A su paso, las arrugas y las ojeras delataban sus decepciones. La
media naranja, la almas gemelas, cada oveja con su pareja…
Eran tan sólo expresiones que había aprendido, porque
se los enseñaron de niña.
Transcurrida la monotonía
de los cinco días de rigor, que todo trabajador tiene que
cumplir por un sueldo, recibió la esperada llamada. La conversación
estuvo cargada de titubeos e intervenciones del silencio. La ilusión
que se hizo palpable con la despedida de un beso en la distancia.
Fue muy breve. Ambos querían quedar y decirse todo cara a
cara, dejándose rozar en algún descuido, sin el cable
de un teléfono que los enredase en la distancia y el formalismo.
Decidieron encontrarse a las doce
en “Pompás”, donde aquella servilleta cobraría
más sentido que cualquier contrato prematrimonial.
Aun habiéndose llevado más
de un fraude en cada cita, Jimena aquella noche se arregló
con mucho esmero y del aseo al portal se fue retocando en todos
los espejos que encontró a su paso. Naturalmente cuando ella
llegó, él ya llevaba un rato esperando. Sonaba Al
calor del amor en un bar de Gabinete Caligari. Y lo encontró
al pie de la barra, vestido con un traje tan ridículo como
anacrónico, fumando un puro y distraído. Antes de
saludarle, Jimena miró su reloj y se dolió de la media
hora de retraso con la que había llegado.
Juan llevaba esmalte sobre las uñas. Estaba
en trámites de divorcio, porque cometió el error de
casarse con quien aspiraba a ser una reina. Difícil empresa
junto al sueldo de un fotógrafo de la prensa rosa. Aun así,
se afanó para que no le faltase la corona. Tuvo que ser de
bisutería, pero tras treinta y tres domingos tocando el oboe
en el metro, pudo regalársela por San Valentín. Aquella
noche durmió en el sofá.
Quiso ser un Sartre y se quedó en un bohemio de barrio que
dejó a medias la carrera de filosofía. “¡No
te pago los estudios para que estés con la novia! ¡O
la niña o apruebas!”- le chilló su padre viendo
todas las asignaturas suspensas. La decisión de Juan siguió
la Ley de Murphy.
A parte de eso, odiaba el tenis. Y las corbatas figuraban en el
segundo puesto de sus debilidades. Tras pintarse las uñas,
por supuesto.
Jimena nunca enseñaba el
cuello. No había tenido ningún otro compromiso desde
que, de pequeña en la guardería, un niño dejó
de decir que eran novios.
Quiso ser locutora de radio pero
se lo desaconsejó el logopeda, por su incapacidad de expresarse
coherentemente. Así que se ganaba la vida vendiendo entradas
en la taquilla de unos multicines.
Entre otras cosas, tenía
buen revés con la raqueta. Prefería, de entre todos
los ruidos, escuchar las pisadas del silencio. Y estaba convencida
de que su “Imago” había muerto, víctima
de algún aborto.
El caso es que a ambos se les había
instalado la frustración frente al televisor.
No compartían mucho con la
cordura y prescindían de resultar agradables ante aquél
que estuviese loco.
En definitiva, acababan de encontrase
dos personajes llenos de rarezas, frutos de cien años de
soledad.
Ella desconocía la primera
persona del verbo amar. Y no tenía más compañía
que las musarañas, desde que con 20 años firmó
un contrato a jornada completa en el multicines.
Y él que daba la vida en
cada abrazo, muriendo al pronunciar “te quiero”; había
vivido con una reina plebeya que lo mandaba a dormir al sofá.
No hubo que esperar demasiado para verlos por el
parque caminando de la mano. Un par de años, quizá.
Esa noche se dijeron “despacito que estamos empezando”
y no hubo modo de hacerlos correr. Así, tanto los días
grises como los del color de las uñas de Juan los pasaron
de la mano. Cuando se acabó la pasión de entrelazar
los dedos, llegaron los primeros besos. Al principio eran fugaces,
escurridizos y tras ellos cuatro mejillas se sonrojaban. Pero poco
a poco, calcúlese otro par de años, se tiñeron
de frenesí y ardor.
La primera noche que se acostaron,
fueron testigos de tanto amor cuatro paredes desconchadas de una
pensión. Ocurrió en Burgos, durante el primer viaje
que hicieron juntos. Y haberse amado les caló tan dentro
que se prometieron el cursi amor del que se dice forever.
Por eso desde aquel momento, firmaron
sus respectivos despidos. Jimena dejó la hipoteca de su apartamento
sin pagar. Y Juan le regaló El Quijote, que compró
en una tienda de segunda mano, a su ex mujer.
Sin despedirse, sin hacer las maletas
o mudanza alguna, simplemente con lo puesto; se abrazaron. Antes
de que el romper de las olas sembrase lágrimas en sus ojos.
Antes de saltar al vacío. Lo hicieron con tal sentimiento
en el seno de sus cuerpos que, antes de suicidarse, huyeron cada
uno al cuerpo del otro.
Nunca más se supo de ellos.
No hubo cadáveres ni funeral, pues no murieron sino que escogieron
fugarse cada uno al cuerpo del otro.
Durante algún tiempo, anduvieron
abrazados por mis sueños.
Una noche les comenté que
iba a relatar su historia,
dedicada a los incrédulos. Ante la posibilidad, de que esta
narración pudiese servir de pista para los acreedores, el
cobrador del frac y la ex mujer, debieron de sentir miedo y dejaron
de visitarme. Nunca más se sabrá de ellos, mas seguro
que están bien. Se siguen amando, me juego el cuello.
Paloma
Petschen |