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Por Carlos Montoya
Número 42
Que el cine acabaría
con el libro, que la televisión acabaría con el cine,
que la fotografía acabaría con la pintura, que el
fonógrafo acabaría con los conciertos, que la computadora
está acabando con todo. Cada que surge una nueva tecnología
aplicada a las actividades estéticas traen subsecuentemente
la sentencia de muerte para el arte. Sin embargo, pese a tanto dictamen
adverso, el arte prosigue, a veces remozado por la misma tecnología
que supuestamente amenazaba su existencia. Valdría la pena
preguntarse hasta qué punto el arte y las nuevas tecnologías
son tan excluyentes uno de las otras como parecieran. Para aventurar
respuestas es necesario elaborar una reflexión desde la relación
entre el lenguaje y el soporte.
Como producto y usuaria del lenguaje
podríamos evaluar la obra de arte desde las funciones estética
y referencial, acuñadas por Jakobson (Guiraud, 1982). El
vínculo referencial que establecemos con el lenguaje es de
carácter utilitario, su fin y vocación última
es facilitar el entendimiento entre las personas. Básicamente,
lo que buscamos al comunicar nuestras ideas es que estas sean captadas
por el receptor de la manera más fidedigna posible con respecto
a nuestro pensamiento. Lo que se intenta en primera instancia, entonces,
es establecer una relación de correspondencia entre la forma
en que percibimos el mundo, las imágenes que se forman en
nuestra cabeza más el nombre que le damos al resultado y
las percepciones, imágenes y denominaciones ajenas, lo que
Ernst Cassirer (1979) llama la función deíctica del
lenguaje. Dicha función tiene como propósito acercar
los objetos al sujeto, Cassirer lo explica como un coger a distancia,
cuya intención es aprehender el objeto. Este asimiento inició,
en las etapas más remotas como un hecho físico, luego
tomó una forma más abstracta en el señalamiento
a lo que se encontraba lejano, como un tocar imaginario, y evolucionó
hasta la designación intelectual que nos permitió,
incluso, dar cuenta de nuestras emociones e ideas más abstractas.
El lenguaje, desde esta óptica, no sólo nos permite
expresar el mundo; nos ayuda a entenderlo y a entendernos. El signo
(las palabras, las letras, las imágenes) se convierte en
una materialización del asimiento mental y el significado
(el sentido que le damos al signo) en un acuerdo de interpretación
del signo. En pocas palabras, el lenguaje es una convención
(un acuerdo general) sobre cómo vamos a nombrar el mundo
y cómo vamos a entender lo que nombramos. A su vez, el soporte
es un medio que permite llevar el mensaje (los signos y significados)
de una cabeza a otra. En este punto el mensaje adquiere una función
transitiva (lo que Art Young (1982) y otros teóricos norteamericanos
llaman transactional) pues su trabajo es llevar la información
de un lado a otro. Desde esta óptica, la prioridad sería
garantizar la calidad, perdurabilidad y, como se anotó, la
fidelidad del mensaje. Para el efecto, las nuevas tecnologías
se ofrecen como una herramienta eficiente, resistente, manejable
y barata. Hoy en día la enciclopedia Británica resulta
un buen negocio para el ciudadano promedio, pues su versión
electrónica la hace más asequible, ocupa menos espacio,
viene en un material más resistente a la humedad y otras
formas de deterioro, puede transportarse de manera más sencilla,
además es ecológicamente correcta, pues no requiere
talar bosques para su fabricación. Los libros electrónicos
ofrecen las mismas ventajas y, seguramente, a medida que se sofistique
la tecnología, ofrecerán aún mayores beneficios.
Pensemos en que el niño de una escuela rural, ubicada en
el centro de alguna montaña o desierto tercermundista, podrá
acceder algún día a las colecciones enteras de las
mejores bibliotecas públicas del mundo desde la única
computadora existente en su pueblo. Quizás este acceso no
garantice por sí mismo la equidad académica, pero
será un paso importante. De igual manera, para usos hogareños,
científicos, pedagógicos e industriales el audio,
la fotografía y el video digital ofrecen al usuario (individuo
o comunidad) la misma relación ventajosa costo – beneficio.
Si me preguntan cómo deseo llevar un libro técnico,
no lo dudaría: en disco compacto. Sin embargo, si me hiciesen
la misma pregunta acerca de la más reciente novela de Kundera,
mi respuesta sería otra.
Como producto estético el
movimiento de la obra es centrípeto, pues se encuentra dirigida
hacia sí misma; el lenguaje deja de ser un medio para convertirse
en objeto, por ende su vocación no es comunicativa, es decir,
el éxito del mensaje no radica necesariamente en qué
tan comprensible sea para el destinatario. Esta concepción
no significa que necesariamente la confusión o el hermetismo
sean indicio de calidad de una obra, pero salva para el arte la
autonomía conceptual necesaria para que el artista explore
en el lenguaje y los materiales con el objetivo de elaborar su propuesta.
Para el artista, los lenguajes estéticos que le preceden
son una herramienta desde la que se apuntala para elaborar su propuesta
personal y encontrar su propia voz; el soporte, a su vez, es tanto
un material sobre el cual disponer su idea como una parte esencial
de la obra. Para el genio creativo no es lo mismo un cuadro pintado
sobre lienzo que sobre madera, papel o una pantalla electrónica,
de la misma forma en que cambia una escultura hecha en piedra o
bronce, así reproduzca la misma imagen; un libro cambia su
significado cuando pasa del papel a un formato binario; Igualmente,
cada concierto, aunque se ejecute el mismo repertorio, es un momento
distinto, una experiencia estética particular. En este caso
el soporte hace parte de la obra y del lenguaje. Al igual que el
artista, el espectador percibe y asimila distinto la obra dependiendo
del soporte. El cinéfilo nunca cambiará la sala de
cine (con palomitas y fila a la entrada del teatro) por la dudosa
comodidad del DVD hogareño, pese a las pantallas de televisión
gigantes, con ultradefinición, que venden en las tiendas
especializadas. Aunque una lámina o un CD sean sucedáneos
aceptables, el buen aficionado siempre preferirá tener un
cuadro original o, en su defecto, contemplarlo en el museo y el
melómano irá cada que pueda al concierto en vivo.
Sin mencionar las peculiaridades históricas, culturales y
comerciales que median, la experiencia estética es, para
el artista y el espectador, tanto intelectual, como sensorial y
emotiva; ambos establecen una relación temporal y espacial
específica y distinta con cada obra y una misma obra se vive
de forma diferente cada vez. Desde esta perspectiva, elementos como
soporte, formato, lenguaje, contenido, espacio, momento y estado
anímico se conjugan para crear un instante irrepetible y,
por lo mismo, precioso. De aquí que la experiencia estética
sea particular, intransferible, inalienable, pero renovable, en
una palabra, singular. Una fotografía en papel es una obra
distinta a una digital, así como la película pensada
para el teatro se diferencia de aquella concebida para las cadenas
televisivas. Posiblemente el libro electrónico sea más
manual y termine siendo más barato, pero difícilmente
reemplazará la relación táctil, visual, olfativa
y mental que se establece con el papel, aunque, seguramente, el
silicón generará sus propias mediaciones y adhesiones.
Así las cosas, el soporte,
como un constituyente más, no define al arte, de la misma
manera en que no determina su calidad, por ende, no puede decretar
su nacimiento, caducidad o supervivencia.
Referencias:
Cassirer, Ernst. Filosofía
de las formas simbólicas. Fondo de Cultura Económica.
México, 1979.
Guiraud, Pierre. La semiología.
Siglo Veintiuno. México, 1982
Young, Art y Fulwiler, Toby.
Language Connections. National Council of Teachers of English.
Illinois, 1982
Carlos
Montoya
Profesor, Universidad EARTH, Costa Rica |