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Por Juan Enrique Reale
Número 42
Jugada de Go, consistente
en resolver una
situación de tensión, mediante una acción
rápida y sencilla.
UNO
Buenos Aires entra por la ventana. Estoy desnudo sobre la cama,
empapado en sudor, derritiéndome lentamente en este calor
húmedo que me envuelve no sé desde cuando. Temo abrir
los ojos y hundirlos en la luz, de modo que elijo permanecer en
la noche, en el borde de este desierto al que descendí después
de vos.
Resulta tentador decir que todo
esto comenzó hace mucho, allá en el Sur, lejos, cuando
-aunque todavía no podía saberlo- yo estaba de paso
en la gente, en la vida, y todavía faltaban muchos años
para que comenzara a urdir mi primera traición conmigo mismo.
Pero prefiero pensar que fue bastante después, en algunas
de las tantas mañanas de desayuno a solas, en esa época
tan frágil en que estar solo es especialmente grave.
Había desarrollado un recurso
infalible para poblar esos momentos: inventaba diálogos.
Entretenía la mirada en algún azulejo de la cocina
e imaginaba, mientras café con leche y pan, que estaba a
bordo de mi barco con una espada en la mano. Era un pirata, el Tigre
de los Piratas. Por eso muchos años después, cuando
me decías que me desplazaba como un felino entre la gente,
encendías una pequeña luz en alguna parte de mis ojos,
aunque claro, no podías saberlo.
Ignoro por qué recurro a
esta tramposa, acaso deliberada armazón de recuerdos, pero
volviendo a ver aquellas imágenes y reparándolas cada
vez para evitar que se desgasten, creo comprender como me fui deslizando
hacia el miedo, ya que comparado con la soledad, el temor era un
sentimiento casi agradable. Hizo falta que aparecieras vos y esta
inesperada tristeza de no verte, para que el miedo volviera a ser
simplemente angustia.
Ahora, cuando ya no creía
que fuera posible, estoy en el centro de la crisis, agregado pasivamente
al calor, a la humedad, a la nostalgia.
Trepo dificultosamente por mi memoria
y puedo verme frente a un compañero de la editorial que me
dice que alguien debe viajar a Buenos Aires para hacer un relevamiento
sobre la situación universitaria. "Me imaginé
que vos querrías ir. Ya te saqué los pasajes".
Pero yo había dejado de escucharlo. Solo pensaba buenos aires
mientras apoyaba la cabeza entre mis manos, mientras salía
a la calle fría, mientras me sentaba a oscuras en la noche
de mi cuarto. Es que ese mismo día, revisando papeles olvidados,
me había encontrado con aquel viejo apunte de la facultad.
En un ángulo, escrito con lápiz, todavía se
leía un número: 472-1323.
"472-1323" dijiste,
y yo pensé "Palermo" o te lo dije, no sé.
Lo había decidido mientras te miraba escuchar atentamente:
saldría un poco antes y te esperaría en la puerta.
Por eso cuando apareciste y me acerqué y te dije estoy
enamorado de vos, totalmente, abriste tanto esos ojos increíbles
que desde entonces me acompañaron. Pero fue necesario que
te explicara que declarándome así me había
quedado sin naves, que las había quemado todas, que no
tenía ni un barquito siquiera, que me iba a morir de tristeza
en la playa sin poder nombrarte, porque no sabía ni tu
nombre. Tuve que decirte todo eso para que te sonrieras y me dijeras
con aire lejano y casi sin mirarme "llámame".
DOS
Estoy algo confuso, y no se cuanto tiempo pasó desde la dolorosa
sensación de volver a verte, pero debió haber sido
ayer que entraste al bar de siempre y me dijiste hola con la naturalidad
de quien se reconoce en el otro. Hubiera querido poder mantener
para siempre esa imagen tuya, cerca mío, sonriente, radiante,
tardía. Hacía rato que te esperaba, era parte de nuestro
rito.
Traté de iniciar una conversación
trivial. Recuerdo haberte mencionado lo linda que estabas. Pero
no pude evitar sentir que estaba extraviando palabras. Vos me mirabas
en silencio. Comprendí que nos acercábamos irremediablemente
a la frontera.
Háblame de vos,
me dijiste de pronto. Te miré, pero no me atreví a
contarte que a veces sonreía ante el espejo para eludirme
preguntas. Que seguía discutiendo con mis ángeles
custodios para conservar los vastos pedazos de memoria en los que
habitabas. Que todavía seguía jugando mi corazón
a pura pérdida, contra desmayos y capitulaciones. Que sin
vos nunca había podido preservarme. Que no sabía disimular
los vuelos. Que seguía expuesto a la sanción feroz
de los guardianes del mundo. Contame insististe. Creo que tu mano
se acercó a la mía, aunque nunca voy a estar seguro,
porque inesperadamente te mentí. Me escuché inventándote
una pareja increíble, y hasta te dije soy feliz mientras
veía que un incrédulo temor escalaba lentamente tu
frente. Me pareció que te encogías, que te replegabas
sobre vos misma, y que tus ojos se oscurecían. Y de pronto
te levantaste, me abrazaste rápido y te fuiste. Quise decirte
que en realidad y a mi modo te estaba protegiendo. Que sentía
que me estaban siguiendo. Que no podían aceptar que alguien
hubiera sido parido con alas. Pero no abrí la boca ni me
moví de la silla. Ya era tarde, muy tarde. Miré por
la ventana. Una pareja hablaba en la vereda al lado de un auto.
Dos chicos pasaron corriendo. El hombre de la pareja me miró
y luego siguió conversando. Estaba nublándose y parecía
que iba a llover. Debía prepararme pronto.
Pedí un gin tonic doble.
TRES
Ahora no quedan rastros de la tormenta de anoche y hasta podría
no haber sucedido: el sol entra por la ventana y estoy deslumbrado
de tanto amanecer. Un ventilador de techo dirige pesadamente el
calor hacia mí. Me incorporo con dificultad pensando como
siempre que las plumas molestan en los colchones, y lo apago mientras
trago una saliva amarga y pastosa. Me siento lentamente y hundo
la cara entre mis manos envasado en tu recuerdo, en tu cuerpo y
en tus movimientos de la remota tarde de ayer. Tengo mucha sed.
Saco un cigarrillo del paquete, el último, y lo enciendo.
Desde la calle se escuchan algunas voces y un silbido corto. Están
esperándome, pero decido tomármelo con calma y resolver
esto de un modo rápido y flexible. Una perfecta jugada de
Go.
Recuerdo que con Federico jugábamos
bastante. Había conseguido entusiasmarlo con el juego aunque
nunca había comprendido realmente de que se trataba. Solo
le interesaba ganar, terminar cuanto antes, mientras yo disfrutaba
armando sutiles jugadas, acomodando cada pieza, hasta que la jugada
final aparecía serenamente ante mí.
Muchas veces, cuando terminaba de
escribir y me recostaba cansado sobre la silla, Federico me miraba
con silenciosa curiosidad. Tal vez nunca había visto la cara
de un hombre que soñaba ser feliz. Extrañamente, compartíamos
muchas cosas realmente importantes de nuestras vidas. Nos juntábamos
a tomar litros de café con los bolsillos llenos de palabras
que íbamos acomodando prolijamente sobre la mesa mientras
nos animábamos, de a poco, a creer que todo era posible.
Trabajábamos a corta distancia
uno del otro, y le dábamos lugar a esa manía de ir
amontonando hábitos alrededor nuestro. En el medio solo había
silencios. No necesitábamos más.
Me hubiera gustado poder darte un
gran abrazo ahora Flaco, y contarte todo esto. Pero ya casi no me
queda tiempo.
Me levanto, me acerco al ventanal,
miro cuidadosamente y los veo, aparentemente lejanos, indiferentes,
pero atentos. Me vigilan, lo sé. Hasta presiento sus sonrisas
ocultas, su satisfacción.
Giro y me apoyo en la pared. Frente
a mí, en un espejo, veo la imagen de un chico con un pañuelo
en la cabeza y una espada de madera en la mano que me mira fijo
y en silencio. Creo recordar su rostro, aunque no estoy seguro.
De pronto percibo que todo es muy
lento, y la suavidad de mis movimientos, la serenidad con que ejecuto
cada uno de mis actos, me demuestran que estoy extrañamente
en paz esta mañana, y que ya no voy a entrar en habitaciones
vacías, ni voy a encontrar días iguales a todos los
días esperándome en todas partes.
Abro el ventanal cautelosamente,
salgo al balcón agazapado y me pongo con mucho cuidado en
la posición correcta, iniciando el acto que alimentará
durante mucho tiempo el recuerdo de todas aquellas personas que
gritan al verme, y comienzan a correr asustados.
Por un momento me parece oír
tu voz gritándome desesperadamente algo que no alcanzo a
entender, pero debe ser una ilusión. De vos conservo el recuerdo
de tu rostro desesperado dejando sobre mi hombro algunas lágrimas
antes de alejarte.
Desde atrás de un auto hacen
señas. Alguien saca fotos. Sonrío.
Entonces miro hacia el cielo y abro los brazos, mientras el sol
sale desde atrás de una nube y me da de lleno en el rostro,
en el pecho desnudo, en las alas totalmente desplegadas, y la luz
estalla y se multiplica en otros soles y otras mañanas y
otras nubes lluvias lágrimas poemas manantiales bosques lagos
montañas que me habitaron hasta hoy, y que me acompañan
en este vuelo perfecto que me aleja definitivamente de todos los
círculos mientras todos miran gritan corren y yo te busco
y te llamo y te nombro
y voy, amor, voy...
Mgter.
Lic. Juan Enrique Reale
Sociólogo argentino |