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Por Silvia Miguens
Número 40
“Amo con pasión tu
espacio infinito, torso sobre el que caigo rendido, sin arrancarte
a veces ni una sílaba. ¡Ah, desnuda mía, sensualísima
página en blanco!”
Cuando me topé con estos
versos del poeta peruano Arturo Corcuera me extravié en el
poema y en la música de tantos otros juglares; completó
mi turbación una frase dicha como al desgaire por Borges,
en una entrevista: “Todo nos ha sido dado: las desdichas,
las alegrías, los bochornos, abandonar, ser abandonado; cosas
bastante corrientes por cierto...Me han sucedido y me suceden muchas
cosas malas y buenas, cosas que he tratado de transmutar en palabras,
sobre todo las cosas malas porque la felicidad es su propio fin”.
De estos alimentos mundanos nos
nutrimos todos y desde luego mi escritura, la escritura, mi propio
cuerpo quizá. La literatura, más aún: la escritura
(la materialidad, lo físico de la letra) es la ‘ mise-en-scene’
de una provocación: somos lo que escribimos y somos lo que
hemos leído y lo que hemos dejado de leer; por ende, escribimos
y leemos a partir de lo que somos y anhelamos ser. Como escritores,
amanuenses de éste breve tiempo que nos toca vivir, entregamos
nuestro cuerpo a los lectores. No hay disyuntiva posible. ¿Acaso
no es cada libro un amante?; ¿No nos trae cada amante igual
ansiedad al goce de tener un nuevo libro entre las manos?; ¿Acaso
el aroma de un libro virgen que se nos abre y se nos entrega por
primera vez, no nos excita como la fragancia recién inaugurada
de un amante?; ¿Acaso el placer casi obsceno, de palpar,
inhalar, amar, poseer, coleccionar libros, textos, palabras, signos,
no es la sola expresión del erotismo puesto en juego para
construir-nos el cuerpo?; ¿Acaso ese cuerpo no es el fruto
de nuestros amantes?; ¿Acaso, no vamos al encuentro de un
cuerpo (textual) cuando codiciamos cierto anaquel de una biblioteca?.
Disfrutamos intertextualidades (intersexualidades) cuando estamos
ante el jadeo del la letra, ante el hálito hechizante de
la página en blanco, ante el bullir y el palpitar de las
palabras que nos induce, según diría Octavio Paz,
a sentir las palabras como a seres vivos y a tomarlas, a darles
azúcar en la boca, a pincharlas, a sorberles la sangre.
“Eres la mano de nieve/que
en el invierno estrecho entumecido/la estepa solitaria en la que
ardo al sol/ recorriéndote toda, fatigado y sediento”
...continúa Corcuera, aludiendo a la página sin mácula,
siempre dispuesta, tentando al poeta.
Por su parte Jaime Sabines susurra:
“Me tienes en tus manos/y me lees lo mismo que un libro/sabes
lo que yo ignoro y me dices las cosas que no me digo, / me aprendo
en ti, más que en mí mismo.”
Y con mayor fuerza nos dice aún
la mexicana Dolores Castro: “Cómo arden, arden/ mientras
van a morir empavesadas/ las palabras./ Leñosas o verdes
palabras./ Bajo su toca negra se enjaezan/con los mil tonos de la
lumbre./Y yo las lanzo a su destino; para que en su rescoldo brillen.
Así se da la comunión
en el acto creador, acto de amor que en su temblor se propaga por
el cuerpo y la sangre del que escribe y el cuerpo y la sangre del
que lee, dejando limaduras hasta en el hueso.
Recuerdo el film inglés Escrito
en el cuerpo, de Peter Greenaway. Greenaway nos suscita el
goce de un extraño erotismo: la escritura real en un cuerpo
real. Consigue una vez más someternos a la voluptuosidad
de los olores: las tintas, los papeles, la seda, la piel. Nos acosa
con la sensualidad de todos los iconos de la escritura: papeles
de colores, la página desnuda, plumas, caligrafías
en diferentes idiomas, dedos y manos, tintas, distintas texturas.
La protagonista del film, Nagiko,
es una joven en cuyo rostro de niña su padre pintaba ideogramas
mientras repetía: “Dios hizo en barro el primer modelo
de ser humano. Le pintó los ojos, los labios y el sexo. Luego
pintó el nombre en cada persona para que no lo olvidara.
Si Dios aprobaba la creación daba vida al modelo firmando
su propio nombre. Trata de escribir -decía- tu propio nombre
Nagiko, practica tu propia escritura.” Mientras esto sucede
la madre de Nagiko, pone música y la tía, lee fragmentos
del Diario de una cortesana: “Tiene tu mismo nombre -le repite-
éste Diario tendrá mil años cuando tu cumplas
28.”
Los mandatos han sido trazados.
“Juro escribir mi propio diario”, se promete Nagiko.
Con el tiempo logra escribir, su propio listado de esas ‘cosas
que aceleran los latidos del corazón’: “Agua
calma y agua tormentosa”; “Besada por mi amante en los
jardines de Kyoto”; “Amor antes y amor después”;
“La carne y la mesa para escribir”; “Escribir
sobre el amor y encontrarlo”.
Esta última expresión,
conque termina la película: “Escribir sobre el amor
y encontrarlo” es una curiosa mezcla de mandato y deseo: no
solo poder escribir acerca de... sino escribir encima de... Con
esa sabiduría Nagiko, que ya es madre e inaugura el ritual
en su propio hijo, ha recuperado para su propia escritura una máxima
de aquel milenario Diario de una Cortesana: “Hay
dos cosas en la vida en que confiar: los placeres de la carne y
los placeres de la literatura. Tuve la suerte de disfrutar por igual
de los dos.”
Claro que al decir de Baudrillard:
“El sexo es la forma abolida y desencantada de la seducción;
del mismo modo que lo real es la forma abolida y desencantada del
mundo...” y “lo real” pocas veces ha interesado
a nadie. Lo real suele ser el lugar del desencanto. Quizá
por esto la importancia de la seducción, de la fascinación
del erotismo, de la sensualidad oculta en la palabra escrita. Provocar
no sólo la razón y el entendimiento como el deseo.
Provocar el deseo por el deseo. Provocar el deseo por un objeto
del deseo: un cuerpo amado, un libro. Simplemente la palabra escrita.
Thiago De Mello en su poema Arte
de Amar, nos confiesa: “No hago poemas como quien llora,/
no hago versos como quien muere.../ hago poemas como quien hace
el amor.” Aunque es el amor el que debe hacerse como quien
escribe un poema, una novela, un tratado, un madrigal, con la sensualidad
del trazo, de los rasgos de la palabra incitando los sentidos, cada
uno de los sentidos minuciosamente. “El amor no se hace, cuando
mucho se deshace”, termina excusándose De Mello.
Pero “El sexo nunca es la
clave de la historia, al decir de Baudrillard, el acto sexual se
entiende como un acto ritual, ceremonioso, guerrero, en el que la
muerte es el desenlace inevitable. La forma emblemática de
la consumación del desafío.” En la literatura,
entonces, el efecto de la sensualidad es, a mi entender, casi superior
al del sexo. Hacemos el amor con los personajes y más tarde
con el lector porque probablemente escribimos desde nuestras carencias.
Muchas veces entonces, puede que demasiadas, escribimos del amor,
de la sensualidad y del erotismo. Tal vez, porque la escritura,
la escritura desde el cuerpo no es más que un clamor, un
silencioso grito de auxilio, una súplica de amparo. “No
es que muera de amor, muero de ti. / Muero de ti, amor, de amor
de ti, /de urgencia mía de mi piel de ti, /de mi alma de
ti y de mi boca / y del insoportable que yo soy sin ti”. Sin
duda que Sabines habla a una mujer en estos versos, pero por alguna
extraña razón me sugiere una vez más el cuerpo
de la escritura. La escritura de Sabines en el cuerpo de Sabines.
Mi propia escritura provocando ansiedad en ese ser insoportable,
arenal sin riego, que soy sin la escritura.
Silvia
Miguens |