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Por Eduardo Villanueva
Número
50
Una
de las características de la comunicación
contemporánea es la rapidez del cambio.
Apreciada por tantos como aquellos que la detestan,
esta rapidez sirve como demostración de
la ansiada destrucción creadora del capitalismo,
o como recuerdo constante de la brevedad de la
vida. Sea la orilla que sea, el cambio nos resulta
ineludible.
El contraste
del cambio permanente debería ser la tradición:
una díada imprescindible, puesto que necesitamos
tener un referente claro frente al cual juzgar
el cambio. Las tradiciones, que no por serlo
dejan de cambiar y desarrollarse, nos anclan
en el tiempo y nos sirven para comprender nuestra
propia transformación. Por ello, necesitamos
de tradiciones, siquiera para denigrarlas de
cuando en cuando.
En el ámbito
de la reflexión comunicacional sobre lo
digital, también nos enfrentamos a la
necesidad de encontrar un remanso. Más
que en otros campos, la comunicación social
ha recibido y sigue recibiendo el impacto de
la transformación digital desde antes
de la popularización masiva de la Internet,
allá por 1995; este impacto sigue alterando
a los medios, a los actores pero también
a los conceptos de la comunicación social
de maneras complejas, multidisciplinarias y sobre
todo difíciles de discernir en el corto
plazo. Lo que parecía evidente, o al menos
lógicamente inevitable, en un año
pasa a ser un vago recuerdo al siguiente; lo
que le queda al científico social preocupado
por estos temas es volver a su gabinete e intentar
elucubrar qué vendrá y cómo
interpretarlo.
Entender el
proceso de cambio, al que convencionalmente podríamos
llamar revolución digital a falta de un
designador mejor, requiere mantener una distancia
crítica que al mismo tiempo signifique
entender lo que ocurre no como visitante o como
lejano observador, sino como participante comprometido.
El comunicador interesado en lo digital ejerce
su actividad analítica sobre el espacio
que explora, disfruta y explota cotidianamente;
cierta complicidad con el objeto de estudio parece
indispensable.
Por ello, es
imprescindible recoger la pluralidad de compromisos,
y entenderlos en el tiempo. La aparente impermanencia
de la realidad, su manifestación heraclitea
de flujo que nada puede detener, nos exige reconocer
que no es posible mirarla de manera individual,
ni siquiera desde colectivos convencionalmente
definidos por espacios o tiempos “reales”
, sino que el afán debe hacerse desde
varias plazas en varios tiempos. El compromisos
que ejerzo hoy en mi oficina o en mi hogar, con
mis alumnos o mis colegas, no es igual que aquel
que mis conocidos colegas mexicanos o argentinos
o españoles, o mis desconocidos colegas
de otros rumbos, ejercen. Lo fascinante es que
el ejercicio se da sobre la misma red, los mismos
contenidos, los mismos servicios, los mismos
aplicativos. La Red, que es global y una, es
experimentada de maneras individualmente colectivas
desde las múltiples encarnaciones de hace
tiempo atrás el poeta llamó nuestramérica.
El espacio natural
para el encuentro de experiencias, y su mantenimiento
en el tiempo, es la misma Red; qué duda
cabe. Visitar un sitio web para revisar lo que
está siendo pensando en nuestra colectividad
profesional es el lógico acto de una comprensión
creativa y crítica de la transformación
digital. Mejor si tras el sitio hay una idea
articuladora y un interés general en la
cuestión digital. De eso se trata el sitio
que alberga estas líneas.
Razón
y Palabra, un nombre reconociblemente mexicano,
es un sitio global; latinoamericanamente global,
o globalmente latinoamericano, como se prefiera.
Tiene la intención de permitirnos encontrar
lo que de común hay en la diversidad de
la experiencia regional, y opta por definir región
bajo la doble lógica del espacio geográfico
e histórico común, y de la esfera
cultural creada por el idioma compartido (o mejor
digamos aún, los idiomas compartidos).
Con paciencia, ha eslabonado una secuencia de
reflexiones y de momentos, ambos imbricados por
el tiempo y las preocupaciones transcurridas,
que permiten pensar en un reflejo medianamente
coherente de la incoherencia natural que resulta
de un campo de estudio en flujo y de una esfera
profesional menos conectada de lo que sería
deseable.
Es por ello
que me permito, con cierta excesiva confianza,
proponer a Razón y Palabra como una tradición
digital latinoamericana. No solo porque ha logrado
ese convencional pero igualmente valioso logro,
durar diez años y publicar cincuenta fascículos;
me atrevería a pensar este acontecimiento
como trivial, al lado de lo que creo es más
importante. Razón y Palabra se ha convertido
en una tradición porque es un referente.
Referente para
ver qué hemos hecho y qué hemos
dejado de hacer. Referente para ver cuán
cerca o que tan lejos estamos de las grandes
preguntas celestes que los colegas del mundo
desarrollado se hacen en sus espacios tradicionales,
sus core journals y sus papers of record. Referente
porque nos ilustra en acto y potencia.
Pero también
referente porque no tiene una articulación
regional, porque ha estado ausente de ciertos
debates o de ciertas tomas de posición,
porque han faltado voces.
Con la naturalidad
propia del parvenu, que no llegó
al inicio ni a la mitad de la historia que ya
es de todos los que leen el sitio, me permito
alegrarme con los fundadores y los impulsores,
con los habitues y los ocasionales, con los críticos
y con los criticones, con los logros logrados
y de los momentos vividos. La misma naturalidad
me da la autoridad de argumentar por mejoras.
¿quién sino los amigos –quizá
miembros de facto, invasores de la casa–
para elevar un pliego petitorio para la mejora
del espacio común? Me atribuyo, gracias
a la generosidad de los anfitriones, este rol.
Razón
y Palabra es necesaria, casi imprescindible.
No hay sitio más completo para ver nuestra
reflexión, en el doble sentido de la palabra,
intelectual y especular, sobre lo digital en
la región. Pero también es espacio
por construir y fortalecer. ¿Puedo tomarme
la libertad de sugerir caminos para dicho fortalecimiento?
Supongo que sí.
Nuevo diseño,
sin duda. Más limpio, con versiones más
fáciles de imprimir de los artículos
y con espacios para el intercambio en vivo de
ideas, con rincones que faciliten discutir lo
efímero tanto como grandes salas para
articular debates que requieren más tiempo
y mejor reflexión. No es apenas una cuestión
de modas o estéticas del momento, sino
que la forma debe facilitar el fondo. El contenido
lo merece.
Un impulso nuevo
hacia espacios de discusión de temas que,
aunque los académicos contribuyentes no
hayan explorado a profundidad aún, son
imprescindibles. La gran discusión sobre
lo que implica para las políticas de comunicación
el indetenible proceso transformativo de la tecnología
digital y los medios digitales; la no menos inmensa
discusión sobre el acceso a la información,
las libertades de expresión y la expansión
del control corporativo sobre la generación
y distribución de contenidos; la innovación
tecnológica como motor y al mismo tiempo
como definidor de las nuevas posibilidades; las
conceptualizaciones sobre lo que disponer o no
de acceso a tecnologías o medios digitales
significan en nuestras sociedades. Quizá
alguna forma de corresponsalías o editores
regionales, para recoger lo que pasa en las distintas
zonas de nuestra región.
Ideas sueltas,
algo atrevidas, puesto que no consideran que
finalmente le debemos esta tradición digital
a un grupo de personas concretas en un lugar
concreto. Es pues obligatorio saludarlas, agradecerles
lo que han hecho, pero también molestarlas
con nuevos compromisos.
Una tradición
siempre es cambiante, siempre se adapta. Solo
así se mantiene. Gracias de nuevo por
lo que se ha logrado, por lo que se nos ha permitido
hacer, como lectores o como aportantes. Gracias
por cincuenta números que merecen un aplauso
del Río Grande a la Patagonía,
a través de océanos y selvas, de
cordilleras y llanuras. Un abrazo con cada acento
en español y portugués. Pero por
encima de todo, un brindis por lo que podremos
seguir haciendo, por las nuevas tradiciones que
saldrán de este espacio vital y fundamental.
Que las buenas gentes que han hecho esto posible
sepan que estamos todos a bordo, y que festejaremos
los cien números y los veinte años
con una publicación llena de vida, que
recoja siempre el espiritu de los pocos (que
no en vano riman con locos) que iniciaron esta
generosa tradición que hoy saludamos.
Lima,
abril del 2006.
Eduardo
Villanueva Mansilla
Departamento de Comunicaciones, Pontificia
Universidad Católica del Perú,
Perú. |