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Por Susana Arroyo-Furphy
Número
L
A
Pablo Neruda. In Honorem
“Las palabras
se las lleva el viento”, adagio popular.
La gente suele decir cosas con palabras, las
inventa, las persigue, las compone, las rastrea,
las domina, las escucha, las desmiente, las alaba,
las confunde, las empeora, las juzga, las analiza,
las entiende, las exagera, las modifica, las
transgrede, las sacraliza; pero la palabra escrita,
el “papelito habla”, ahí está,
queda y quedará, mientras el espacio (ahora
virtual por excelencia) perdure.
La razón
de la existencia de este texto, es el hecho de
que a mí me gustan las palabras.
Creo que por eso se me ha invitado a participar
en este foro selecto, único, auténtico,
privado, público, audaz, atinado, gracioso,
repleto de palabras.
Mi padre solía tener en su escritorio,
protegida bajo una pesada plancha de cristal,
una breve nota, sólo una, que a la letra
copio: “No lo diga, escríbalo”.
Él, como buen hombre, prudente, no se
dejaba llevar por las palabras.
“Palabras
vienen y palabras van”, “cuestión
de palabras”, “se hicieron de palabras”,
“empeñó su palabra”,
“no digas palabrotas”, “hasta
la última palabra”, “palabra
de honor”, “una imagen vale más
que mil palabras”, “no se diga una
palabra más”, “me dejó
sin palabras”, “te doy mi palabra”.
Pobre palabra, la han insultado, manipulado,
estrangulado, humillado, malentendido, increpado,
lastimado, herido, violentado, agredido. Pero
ella, cual ave fénix que cruza el pantano,
inmaculada (“mi plumaje es de ésos”,
decía el poeta), ha salido siempre airosa,
digna, misteriosa, esplendorosa, fascinante,
seductora, libre, majestuosa.
¿Cómo
se forman las palabras? Se podría aquí
disertar sobre el proceso filológico de
las palabras, rastrear su origen, llegar hasta
el proto-proto-proto idioma, aquel imago
mundo en el que surgió por primera
vez, o quizá por segunda o tercera, en
medio de la cadena (humana-hablada) o en el eslabón
perdido.
En nuestro idioma,
en el regio español (y le llamo “regio”
pues se encuentra protegido, abrigado, albergado,
cobijado por una Real Academia, La Real Academia
Española cuya fundación se hizo
en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández
Pacheco, marqués de Villena; Felipe V
aprobó su constitución el 3 de
octubre de 1714 y la colocó bajo su "amparo
y Real Protección"; si bien el Diccionario
de Autoridades se publicó en 1726.
Aunque no, mucho tiempo antes, Don Antonio de
Nebrija (Lebrija, Lebrixa) nos prodigó
su normada Gramática en 1492, hecho tan
altamente significativo como el Descubrimiento
de América. Sin embargo, –ruego
se me perdone el largo paréntesis–
un humanista nacido en Cuenca –por desgracia
poco conocido– Juan de Valdés, en
1535 escribió los Diálogos
de la Lengua, documento filológico
de gran importancia para el entendimiento y esclarecimiento
de la lengua española), se buscan los
orígenes de las palabras en el latín,
en el griego, en el sánscrito, en el arameo,
en el mozárabe, en el árabe, en
el provenzal, en el persa, en el italiano, en
el francés, en el portugués, en
el gallego, en el cordobés, en el vascuence,
en el catalán, en el portugués,
en el guaraní, por mencionar algunos.
El español
de México, sin embargo, demanda, exige,
requiere que su origen sea rastreado, descubierto,
magnificado por medio de alguna de nuestras antiguas
lenguas, en palabras del náhuatl, del
mazahua, del yaqui, del guarijío, del
mayo, del ch’ol, del mam, del seri, del
tojolabal, del tzetzal, del tzotzil, del chontal,
del cora, del mazateco, del huichol, del popoluca,
del mixteco, del otomí, del chinanteco;
habrá que buscar en el ‘teocintle’
(maíz), en el ‘xictli-tomatl’
(jitomate), en el ‘ahuacatl’ (aguacate),
en el ‘chilli’ (chile, mas no ají),
en el frijol (no en el frejol ni en el fréjol,
tampoco en la judía), en el ‘tzictli’
(chicle), en el ‘xocoat’l (chocolate),
en el ‘nopalli’ (nopal), en el huarache
(guarache, del tarasco ‘kuarache’),
en el ‘xoconochtli’ (xoconoztle,
la tuna amarilla ácida con la que se preparan
alimentos), en el ‘cacahuatl’ (cacao),
en la ‘huitznâhuac’ (biznaga),
en el ‘centzuntli’ (cenzontle, el
pájaro de cuatrocientas voces); en la
tierra, en la montaña, en los volcanes,
en la selva, en el río, en el mar, sí,
en las palabras saltarinas de la alegría,
de agua, de hielo, de aire; verdes: del nopal,
de la tuna, del ‘huautzontli’ (huauzontle);
rojas: de la pitaya (o pitahaya); amarillas:
del acitrón; negras: del ‘tzapotl’
(zapote) o del ‘cuitlacochin’ (huitlacoche);
anaranjadas y sazonadas del ‘âchiyôtl’
(achiote); palabras del sabor del piloncillo,
casi transparentes del color de la “chiyan’
(chía); palabras con aroma como el ‘epazôtl’
(epazote), o vertiginosamente dulces como la
‘tlîlxôchitl’ (vainilla,
sí, originaria de México). Habrá
que indagar, husmear, investigar, interpretar.
Pero las palabras
son algo más que su propio origen, son
signos que son significados, son producto de
la razón, la cual obedece a la retórica
definida como una ratio dicendi, la
unión del pensamiento con el uso de la
palabra. Gracias a Aristóteles, a Cicerón
y luego a Quintiliano y a muchos otros teóricos,
aunque con distinto enfoque (qué bien
que ha existido la diferencia de opiniones y
perspectivas), la retórica fue considerada
un arte, no sólo el arte de hablar sino
el de pensar con justeza. Así, la inventio
(invenire, encontrar), permite escoger
la res (cosas, ideas) producidas por la ratio
(razón); luego, mediante la dispositio
(disposición) habremos de organizarlas
de tal manera que por medio de la elocutio (oratoria)
efectuaremos la expresión: parabola,
verba (palabra) de nuestro discurso para
luego dejarlo plasmado en la memoria. En este
proceso mental la razón y la palabra barruntan,
discurren, se entrelazan para dar a luz un hecho
significativo, único e incomparable, que
es el discurso.
En esta frágil
pero sólida
unión, en esta mancuerna, temeraria alianza,
sujeción, sociedad, asociación,
aleación, fundición, fusión:
la ratio, la razón y la parabola,
el verbo, la palabra, nos encontramos hic
et nunc, sí, aquí y ahora,
un signo indisoluble de este espacio y de este
tiempo en el que el lector se une al texto y
al escritor (como lo solía explicar Barthes)
en un acto casi sagrado, perdurable, confrontación
de pensamientos, saberes pasados y presentes,
reunidos en una mágica exploración
para cambiar, quizá, el tiempo futuro,
o al menos incidir en él.
¿Qué
se puede decir cuando todo ya se ha dicho? ¿Qué
ideas se pueden agregar, adicionar, sazonar,
condimentar, emperejilar a las siempre atinadas
disertaciones que han desfilado por esta Razón
y esta Palabra vinculadas? Arte, filosofía,
comunicación, lingüística,
semiótica, literatura, en fin, disciplinas
variadas desde los más variados enfoques;
crisol de contrastes, abrevadero de opiniones.
Larga vida llena
de palabras y razones para esta insigne Razón
y Palabra; que siempre fructifiquen los esfuerzos
de todos los que hacen de esta Primera Revista
Electrónica en América Latina,
un punto de encuentro, reencuentro, vibrante
espacio, un lugar de referencia, búsqueda,
satisfacción. Que su trabajo continuo
dé paso a la superación constante,
a la perfección.
Gracias por
haberme invitado a expresarme una vez más.
Gracias, Alex, por dejar los espacios siempre
abiertos, las puertas, las ventanas, los resquicios,
las rendijas por las que algunos nos introducimos
de manera osada. Gracias a todos los que han
hecho de Razón y Palabra una
revista libre, llena, plena, colmada de ideas,
de emociones, de sensaciones, de sabores, de
misterios, de conocimiento, de aprendizaje.
Gracias por
hacer de la palabra un monumento.
Dra.
Susana Arroyo-Furphy
Escritora e investigadora. Catedrática
de universidades mexicanas y australianas. Junto
con Charo Lacalle coordina el Proyecto
APUC, Australia. |