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Abril - Mayo
2006

 

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Verba Volant, Scripta Manent
 

Por Susana Arroyo-Furphy
Número L

A Pablo Neruda. In Honorem

“Las palabras se las lleva el viento”, adagio popular. La gente suele decir cosas con palabras, las inventa, las persigue, las compone, las rastrea, las domina, las escucha, las desmiente, las alaba, las confunde, las empeora, las juzga, las analiza, las entiende, las exagera, las modifica, las transgrede, las sacraliza; pero la palabra escrita, el “papelito habla”, ahí está, queda y quedará, mientras el espacio (ahora virtual por excelencia) perdure.

La razón de la existencia de este texto, es el hecho de que a mí me gustan las palabras. Creo que por eso se me ha invitado a participar en este foro selecto, único, auténtico, privado, público, audaz, atinado, gracioso, repleto de palabras.
Mi padre solía tener en su escritorio, protegida bajo una pesada plancha de cristal, una breve nota, sólo una, que a la letra copio: “No lo diga, escríbalo”. Él, como buen hombre, prudente, no se dejaba llevar por las palabras.

“Palabras vienen y palabras van”, “cuestión de palabras”, “se hicieron de palabras”, “empeñó su palabra”, “no digas palabrotas”, “hasta la última palabra”, “palabra de honor”, “una imagen vale más que mil palabras”, “no se diga una palabra más”, “me dejó sin palabras”, “te doy mi palabra”. Pobre palabra, la han insultado, manipulado, estrangulado, humillado, malentendido, increpado, lastimado, herido, violentado, agredido. Pero ella, cual ave fénix que cruza el pantano, inmaculada (“mi plumaje es de ésos”, decía el poeta), ha salido siempre airosa, digna, misteriosa, esplendorosa, fascinante, seductora, libre, majestuosa.

¿Cómo se forman las palabras? Se podría aquí disertar sobre el proceso filológico de las palabras, rastrear su origen, llegar hasta el proto-proto-proto idioma, aquel imago mundo en el que surgió por primera vez, o quizá por segunda o tercera, en medio de la cadena (humana-hablada) o en el eslabón perdido.

En nuestro idioma, en el regio español (y le llamo “regio” pues se encuentra protegido, abrigado, albergado, cobijado por una Real Academia, La Real Academia Española cuya fundación se hizo en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena; Felipe V aprobó su constitución el 3 de octubre de 1714 y la colocó bajo su "amparo y Real Protección"; si bien el Diccionario de Autoridades se publicó en 1726. Aunque no, mucho tiempo antes, Don Antonio de Nebrija (Lebrija, Lebrixa) nos prodigó su normada Gramática en 1492, hecho tan altamente significativo como el Descubrimiento de América. Sin embargo, –ruego se me perdone el largo paréntesis– un humanista nacido en Cuenca –por desgracia poco conocido– Juan de Valdés, en 1535 escribió los Diálogos de la Lengua, documento filológico de gran importancia para el entendimiento y esclarecimiento de la lengua española), se buscan los orígenes de las palabras en el latín, en el griego, en el sánscrito, en el arameo, en el mozárabe, en el árabe, en el provenzal, en el persa, en el italiano, en el francés, en el portugués, en el gallego, en el cordobés, en el vascuence, en el catalán, en el portugués, en el guaraní, por mencionar algunos.

El español de México, sin embargo, demanda, exige, requiere que su origen sea rastreado, descubierto, magnificado por medio de alguna de nuestras antiguas lenguas, en palabras del náhuatl, del mazahua, del yaqui, del guarijío, del mayo, del ch’ol, del mam, del seri, del tojolabal, del tzetzal, del tzotzil, del chontal, del cora, del mazateco, del huichol, del popoluca, del mixteco, del otomí, del chinanteco; habrá que buscar en el ‘teocintle’ (maíz), en el ‘xictli-tomatl’ (jitomate), en el ‘ahuacatl’ (aguacate), en el ‘chilli’ (chile, mas no ají), en el frijol (no en el frejol ni en el fréjol, tampoco en la judía), en el ‘tzictli’ (chicle), en el ‘xocoat’l (chocolate), en el ‘nopalli’ (nopal), en el huarache (guarache, del tarasco ‘kuarache’), en el ‘xoconochtli’ (xoconoztle, la tuna amarilla ácida con la que se preparan alimentos), en el ‘cacahuatl’ (cacao), en la ‘huitznâhuac’ (biznaga), en el ‘centzuntli’ (cenzontle, el pájaro de cuatrocientas voces); en la tierra, en la montaña, en los volcanes, en la selva, en el río, en el mar, sí, en las palabras saltarinas de la alegría, de agua, de hielo, de aire; verdes: del nopal, de la tuna, del ‘huautzontli’ (huauzontle); rojas: de la pitaya (o pitahaya); amarillas: del acitrón; negras: del ‘tzapotl’ (zapote) o del ‘cuitlacochin’ (huitlacoche); anaranjadas y sazonadas del ‘âchiyôtl’ (achiote); palabras del sabor del piloncillo, casi transparentes del color de la “chiyan’ (chía); palabras con aroma como el ‘epazôtl’ (epazote), o vertiginosamente dulces como la ‘tlîlxôchitl’ (vainilla, sí, originaria de México). Habrá que indagar, husmear, investigar, interpretar.

Pero las palabras son algo más que su propio origen, son signos que son significados, son producto de la razón, la cual obedece a la retórica definida como una ratio dicendi, la unión del pensamiento con el uso de la palabra. Gracias a Aristóteles, a Cicerón y luego a Quintiliano y a muchos otros teóricos, aunque con distinto enfoque (qué bien que ha existido la diferencia de opiniones y perspectivas), la retórica fue considerada un arte, no sólo el arte de hablar sino el de pensar con justeza. Así, la inventio (invenire, encontrar), permite escoger la res (cosas, ideas) producidas por la ratio (razón); luego, mediante la dispositio (disposición) habremos de organizarlas de tal manera que por medio de la elocutio (oratoria) efectuaremos la expresión: parabola, verba (palabra) de nuestro discurso para luego dejarlo plasmado en la memoria. En este proceso mental la razón y la palabra barruntan, discurren, se entrelazan para dar a luz un hecho significativo, único e incomparable, que es el discurso.

En esta frágil pero sólida unión, en esta mancuerna, temeraria alianza, sujeción, sociedad, asociación, aleación, fundición, fusión: la ratio, la razón y la parabola, el verbo, la palabra, nos encontramos hic et nunc, sí, aquí y ahora, un signo indisoluble de este espacio y de este tiempo en el que el lector se une al texto y al escritor (como lo solía explicar Barthes) en un acto casi sagrado, perdurable, confrontación de pensamientos, saberes pasados y presentes, reunidos en una mágica exploración para cambiar, quizá, el tiempo futuro, o al menos incidir en él.

¿Qué se puede decir cuando todo ya se ha dicho? ¿Qué ideas se pueden agregar, adicionar, sazonar, condimentar, emperejilar a las siempre atinadas disertaciones que han desfilado por esta Razón y esta Palabra vinculadas? Arte, filosofía, comunicación, lingüística, semiótica, literatura, en fin, disciplinas variadas desde los más variados enfoques; crisol de contrastes, abrevadero de opiniones.

Larga vida llena de palabras y razones para esta insigne Razón y Palabra; que siempre fructifiquen los esfuerzos de todos los que hacen de esta Primera Revista Electrónica en América Latina, un punto de encuentro, reencuentro, vibrante espacio, un lugar de referencia, búsqueda, satisfacción. Que su trabajo continuo dé paso a la superación constante, a la perfección.

Gracias por haberme invitado a expresarme una vez más. Gracias, Alex, por dejar los espacios siempre abiertos, las puertas, las ventanas, los resquicios, las rendijas por las que algunos nos introducimos de manera osada. Gracias a todos los que han hecho de Razón y Palabra una revista libre, llena, plena, colmada de ideas, de emociones, de sensaciones, de sabores, de misterios, de conocimiento, de aprendizaje.

Gracias por hacer de la palabra un monumento.


Dra. Susana Arroyo-Furphy
Escritora e investigadora. Catedrática de universidades mexicanas y australianas. Junto con Charo Lacalle coordina el Proyecto APUC, Australia.