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Por Jacob Buganza
Número
54
A
mi querido amigo y pariente:
Álvaro Ricardo Patroclus Expositus
de Gasperín Sampieri.
Introducción
En
este ensayo me propongo trabajar algunos aspectos
y a dos autores que hablaron de la alteridad
u otredad de los indios americanos. Lo haré
de la siguiente manera: Primero trataré
el tema lingüístico de la equivalencia
entre las palabras “alteridad” y
“otredad” para significar todas aquellas
personas y características que no son
las propias. La alteridad puede referirse a las
personas que no son yo, o bien a las características
culturales que no pertenecen o a mi grupo.
En un segundo
momento se hablará un poco acerca del
problema del otro. El otro puede ser visto como
alguien inferior, igual o superior a mí.
Se examinarán únicamente los primeros
dos, por ser más cercanos a nuestro caso.
Sin embargo, es claro que si alguien es sometido
por otro, parece que el que somete es visto por
el sometido como superior, como alguien más
grande. Esta parece ser una característica
que mucha gente tiene todavía actualmente.
Hay, en muchos casos, un sentimiento de inferioridad
frente a la alteridad, frente al mundo norteamericano,
frente al mundo europeo.
Para los casos
de la inferioridad y equidad en la visión
de la alteridad en el caso de la América
“descubierta” a finales del siglo
XV y principios del XVI, utilizaremos los paradigmas,
que ya se han vuelto clásicos, de Ginés
de Sepúlveda y Bartolomé de las
Casas, pues en ellos se muestran de manera muy
clara las dos posiciones que tratarán
de describirse.
Una
precisión terminológica
Una
parte del título de este escrito está
conformado por dos palabras que me parece significan
lo mismo: “otredad” y “alteridad”.
Desde mi punto de vista, y pienso que sin problema
alguno, estos dos términos pueden ser
entendidos como sinónimos. Trataré
de justificar esta tesis: La palabra otredad
parece tratar de substancializar femeninamente
al sustantivo “otro”, usándose
precisamente para caracterizar a lo que no es
propio (o no soy yo, en última instancia).
La palabra alteridad, por otro lado, significa
lo mismo si recurrimos a una definición
etimológica, pues se sabe que alter
en latín quiere decir, también,
otro. Así, las dos palabras significarían
lo mismo, pues serían una substancialización
femenina que sirve para caracterizar a todo aquello
que no es propio.
De esa manera,
la palabra “otro” la utilizamos para
designar cosas que no son mías (o nuestras),
sino que pertenecen a grupos o individuos que
no son yo o los míos. Así, decimos
que una cosa no es mía, sino que es de
otro; que tal uso o costumbre no me pertenece,
sino que pertenece a otro u otros, etcétera.
También podemos utilizarla para designar
a todo aquello que no soy yo, es decir “todo
aquello que no soy yo es otro”.
La alteridad
u otredad sería el conjunto de seres humanos
o elementos culturales que no son yo o que no
pertenecen a lo mío. Así es que,
cuando se utiliza la conjunción de términos
como en el caso de “la alteridad en el
descubrimiento de América” se hace
para designar unos hombres y unas manifestaciones
diferentes, de un lado la visión de los
indios americanos, y de otro la visión
europea. Hay que decir que esta expresión
se utiliza para simplificar una gran cantidad
de variantes y configuraciones distintas, porque
si no lo hiciéramos así, tendríamos
que especificar a cada momento a qué realidad
hacemos referencia (por ejemplo, españoles
y mayas).
El problema
de la otredad o alteridad
El problema
de la otredad, me parece, se origina al momento
de considerar a los demás hombres (a sus
culturas me parece un tanto problemático,
y por ello no me adentraré mucho en ello).
Pues el otro puede ser entendido como algo diferente
a mí, inferior a mí, superior a
mí, o igual a mí. Ahora bien, cabe
precisar que “igual a mí”
no quiere decir que el otro sea idéntico
a mí en todos los aspectos posibles, porque
de hecho no lo es. Yo tengo mi propia historia,
mi propia procedencia, mis propias lecturas,
mis propias preferencias, sean musicales o estéticas,
etcétera. El otro es igual a mí
en un sentido analógico, es decir, en
algo somos iguales y en algo somos diferentes,
como la analogía (la analogía nos
dice que si hay relación analógica
es porque hay una cierta identidad y una cierta
diferencia entre dos entes o cosas). Sin embargo,
esto no fue precisamente lo que sucedió
en la Conquista de América, en la concepción
errónea de que el otro no es igual a mí,
sino que es inferior, un homúnculo,
un hombre pequeñito, como lo consideraba
Juan Ginés de Sepúlveda en su Tratado
de las justas causas de la guerra contra los
indios. Para este autor español de
los tiempos de la conquista, la otredad o alteridad,
que se aplicaba en este caso a los indios de
América, era vista como un conjunto de
bárbaros incivilizados que debían
ser sometidos por su bien.
En este sentido,
“la concepción del otro
remite al concepto mismo de civilización
y por ende al de cultura, al choque y confrontación
que se produce en el encuentro con los otros,
desde entonces y hasta nuestros días”
(Rodríguez, 2001: 114). Sin embargo, en
el caso de Sepúlveda, apenas se podría
considerar a los indios como portadores de una
civilización, de una cultura propiamente
dicha; más bien, sus maneras y sus costumbres
eran más parecidas a las de las bestias
que a las de los hombres.
Así,
la primera pregunta en el caso de la conquista
de América, más que cultural es
de carácter esencial. ¿Qué
es lo que son esos que ya estaban aquí
(en América)? ¿Son hombres como
los europeos, como los conquistadores? ¿Son
humanos o no? ¿Son criaturas de Dios o
del diablo, como pregunta Rodríguez Villafuerte?
(Rodríguez, 2001: 145). Las respuestas
a estas y otras preguntas, aunque parezcan ingenuas
para nosotros, no lo fueron tanto en ese tiempo.
Más bien, era un verdadero problema filosófico
que tenía que ser resuelto para legitimar
o no la conquista de sus tierras, de las tierras
americanas.
El otro
como inferior
Es
muy cierto que la concepción del otro
como igual no está muy clara sino hasta
el iusnaturalismo moderno o contractualista (voy
a poner entre paréntesis es este momento
el caso de Bartolomé de las Casas, a quien
pondremos como ejemplo de una concepción
igualitaria de la naturaleza humana). El padre
de esta teoría, el filósofo Thomas
Hobbes, consideraba que en el estado de naturaleza
todos los hombres son iguales entre sí.
Según Hobbes, todos los hombres han sido
hechos iguales por la naturaleza. No hay, como
decía Aristóteles, hombres que
por naturaleza están dispuestos para la
esclavitud y otros para mandar (que es la legitimación
natural del poder, es decir, ex natura).
Todos, pues, son iguales (incluso igualmente
libres). Hay diferencias, sin duda alguna, como
la fuerza física, pues hay hombres físicamente
más fuertes que otros, pero eso no impide
que el débil pueda matar al fuerte utilizando
su inteligencia o la ayuda de otro (Hobbes, 1980:
100; Cf. Buganza, 2005), pues ahí radica
una mayor igualdad entre los hombres (más
que en la fuerza física) como ya lo indicaba
Descartes al comienzo del Discurso del método:
“El buen sentido [razón] es la cosa
mejor repartida del mundo” (Descartes,
2001: 38). Esta igualdad es un rasgo general
de la filosofía de la modernidad. “No
hay ninguna huella de cualquier complejo de relaciones
orgánico-jerárquicas entre señor,
vasallo y siervo, entre maestro, artesano y aprendiz,
entre clérigos y laicos” (Klenner,
1999: 39). Hay, pues, una igualdad de inteligencia.
Sin embargo,
para la concepción jerarquizada y jerarquizante
de la realidad que parte de Aristóteles,
y que vemos concretizada en Sepúlveda,
ésta no puede ser comprendida de manera
igualitaria, es decir, a la moderna. En Sepúlveda
hay un principio de oposición dicotómico
que implica una jerarquización de lo real,
sea en los niveles físico (bestias/hombres),
antropológico (esclavo/hombre libre, bárbaro/griego,
niño/adulto, mujer/hombre, cuerpo/alma),
ontológico (sensible/inteligible), metafísico
(materia/forma) y ético-religioso (bueno/malo,
perfecto/imperfecto) y político (autárquico/no-autárquico)
(Cf. Gómez-Muller, 2005: 22-32). Sólo
hace falta agregar uno más que ya se vislumbra
en este esquema, y que, ciertamente, se encuadra
en el nivel antropológico: indios/españoles
(Todorov, 2003: 164). Los indios no son inteligentes,
es más son por naturaleza inferiores a
los españoles. No hay, como en la concepción
moderna, igualdad de inteligencia.
¿Qué
es, entonces, lo que justificaría la conquista
de América? En el caso de Sepúlveda
hay una premisa que logra sustentar afirmativamente
la tesis de la conquista americana. Gómez-Muller
llama a este principio el “Principio de
complementariedad” que se da de lo inferior
a lo superior, de lo imperfecto a lo perfecto.
Lo primero se debe complementar con lo segundo.
Siendo por naturaleza los indios incapaces de
gobernarse a sí mismos, necesitan, para
que haya armonía natural, de alguien que
los mande que, evidentemente en el caso de Sepúlveda,
son los europeos (Gómez-Muller, 2005:
23). El otro, el americano en este sentido, debe
someterse al europeo para que no se rompa la
armonía establecida por la naturaleza
misma. Dice Sepúlveda:
Siendo por
naturaleza siervos los hombres bárbaros,
incultos e inhumanos, se niegan a admitir la
dominación de los que son más
prudentes, poderosos y perfectos que ellos;
dominación que les traería grandísimas
utilidades, siendo además cosa justa,
por derecho natural, que la materia obedezca
a la forma, el cuerpo al alma, el apetito a
la razón, los brutos al hombre, la mujer
al marido, los hijos al padre, lo imperfecto
a lo perfecto, lo peor a lo mejor, para bien
universal de todas las cosas. Este es el orden
natural que la ley divina y eterna manda observar
siempre. Y tal doctrina la han confirmado no
solamente con la autoridad de Aristóteles,
a quien todos los filósofos y teólogos
más excelentes veneran como maestro de
la justicia y de las demás virtudes morales
y como sagacísimo intérprete de
la naturaleza y de las leyes naturales, sino
también con las palabras de Santo Tomás
(Sepúlveda, 1986: 153).
¿Cuáles
son las razones que da Sepúlveda para
considerar inferiores a los americanos? Desde
mi punto de vista, son tres las tesis que buscan
sustentar que el hombre americano, al ser inferior,
debe someterse al europeo. Estas tres tesis son
las siguientes: 1) desterrar el abominable crimen
de los sacrificios humanos, que más que
un culto a Dios parece un culto al demonio; 2)
salvar a los mortales inocentes que pueden caer
en las garras del sacrificio humano; y 3) la
propagación de la fe cristiana, lo cual
implica que si se hace la guerra a los indios,
facilita la tarea de los misioneros (Todorov,
2003: 165). Esto da como resultado que los indios
son por naturaleza esclavos, están configurados
para obedecer a otros, en este caso a los europeos.
Todorov considera
que estos cuatro postulados son juicios descriptivos
(para distinguirlos de los valorativos) sobre
la naturaleza de los indios. Sin embargo, hay
otro juicio implícito en aquellos cuatro,
el cual es un “postulado-descripción”.
Desde la interpretación de Todorov, esta
prescripción es la siguiente: El europeo,
en este caso, tiene el deber (y el derecho) de
imponer el bien al otro (Todorov, 2003: 165-166).
Claro que esto implicaría que quien tiene
el derecho y el deber de imponer el bien es porque,
de antemano, tiene el bien. Pero, estrictamente
hablando, ¿cómo saber si uno es
portador del bien? ¿Sobre qué se
basa para asegurarlo? ¿No será,
de manera más exacta, que se quiere imponer
lo que se cree es un bien, sin considerar el
bien del otro?
El otro, como
resulta evidente después de esta exposición,
es visto como un ente inferior, como alguien
que debe ser sometido, para que el orden o armonía
de la naturaleza se mantenga como debe ser. Ahora
bien, Rodríguez Villafuerte introduce
el problema de la “paternidad del descubrimiento”.
Lo plantea en estos términos: “Pareciera
que la existencia del otro dependiera de que
se le haya descubierto, y quien lo descubre se
adjudica la paternidad no sólo del descubrimiento,
sino de todo aquello que trajo consigo”
(Rodríguez, 2001: 146). ¿Qué
es eso del derecho al descubrimiento? ¿Quién
lo da o lo brinda? La respuesta parece ir en
el sentido eclesiástico, como es el caso
de la bula del papa Alejandro VI1.
En aquellos tiempos todavía no era tan
clara la distinción entre el poder de
la religión y el poder civil. En un estado
laico las normas que dicta la religión
necesitan de la previa aceptación de éstas,
es decir, sólo si se aceptan estas reglas
entonces el individuo se somete a ellas; en cambio,
las reglas civiles no están sujetas a
aprobación o desaprobación de los
individuos (desde una perspectiva roussoliana,
los individuos son los que dictan las propias
normas), y es legítimo un gobierno que
sea aceptado por los súbditos. Desde estas
premisas, la religión no puede ni debe
brindar bulas o derrocar a un pueblo legítimo
que cuenta con sus propias instituciones gubernamentales.
La cuestión de la legitimidad de la conquista
es, en este caso, reprobable (decía Francisco
de Vitoria que antequam hispani ad illos
venissent, illi erant veri domini, et publice
et privatim2
).
Otra cosa es
la legitimidad de la evangelización. Ginés
de Sepúlveda propone que hay que hacerla
por la fuerza, lo cual es ilegítimo si
se considera a los indios como iguales; pero
si es mediante el ejemplo o la persuasión,
como en el caso de Las Casas, entonces es legítima,
pues se basa en el derecho que tiene todo individuo
de predicar la doctrina religiosa que desee,
lo cual implica, también, el derecho de
réplica o resistencia intelectual, pues
si alguien no quiere convertirse o seguir un
credo, no hay razón alguna para forzarlo,
para llevarlo al bien porque es inferior, como
hubiera pensado Ginés de Sepúlveda.
El otro
como igual
El
trabajo filosófico con el que se inicia
la filosofía latinoamericana, en opinión
de Leopoldo Zea, es el de legitimar la humanidad
de los indios americanos (Cf. Zea, 2003: 12).
Los americanos y los europeos deben ser considerados
con igualdad esencial. Uno de los filósofos
que buscó y promovió esta igualdad
esencial de los americanos fue, precisamente,
Bartolomé de las Casas.
El fraile dominico
Bartolomé de las Casas defendió
(junto a Domingo de Soto, Francisco de Vitoria,
entre otros), a lo largo de sus obras y sus discusiones,
la humanidad o la igualdad de los indios americanos.
Dice Carreño: “Con lenguaje rudo
apostrofa a quienes sólo ven en los indios
verdaderas bestias sometidas al trabajo; va a
España; discute ante el Consejo Real de
Indias; expone, airado muchas veces, sus juicios
en favor del indio y apóstol de una idea
levantada y nobilísima, logra para aquél
cuantas ventajas pueden serle favorables”
(Carreño, 1961: 105).
Los indios de
América pertenecen, al igual que los europeos,
al universo de los hombres. Y es que no podemos
olvidar que la palabra “universo”
hace referencia precisamente a la unión
de lo diverso, pues es claro que los europeos
son diferentes a los americanos, y éstos
también a los asiáticos y a los
africanos. De la misma manera cada persona es
diferente a la otra, al vecino, a nuestros padres,
a nuestros hermanos de sangre. Pero a pesar de
la diferencia hay identidad; hay algo que nos
asemeja, que nos hace iguales; hay un punto de
unión entre todos los individuos de la
especie, entre todos los individuos del universo
humano. Mucho nos diferencia, como la estatura,
el color de piel, de ojos, los rasgos de la cara,
nuestros intereses, nuestros miedos, nuestra
historia familiar, etcétera. Pero aún
con todas estas diferencias hay algo en lo que
nos parecemos todos: En que somos personas, en
que somos hombres, en que pertenecemos a la humanidad.
Esto es lo que hemos venido llamando, en el contexto
de la filosofía mexicana del siglo XXI,
por impulso de Mauricio Beuchot, humanismo
analógico (para algunos incluso la
concepción de Sepúlveda puede ser
considerada antihumanista, semejante a la posición
de Nietzsche, por ejemplo Cf. Pérez Luño,
1992: 188). ¿En qué consiste el
humanismo analógico y qué relación
tiene con Bartolomé de las Casas? Por
un lado el humanismo es “analógico
en cuando pretende ser un humanismo proporcional,
esto es, no excluyente sino incluyente”
(Conde, 2003: 61); tiene relación con
Las Casas porque este filósofo sevillano
pretende incluir al hombre americano y sus manifestaciones
culturales como parte de lo humano, de lo que
pertenece al universo del hombre. Esto quiere
decir que el hombre americano no es ni inferior
ni superior al hombre europeo, sino que es igual.
Desde la interpretación de Napoleón
Conde, este concepto de humanismo analógico
puede aplicarse a los filósofos novohispanos
(en donde se agrupa Bartolomé), pues “Éste
consiste en buscar –se refiere al humanismo
analógico-, a semejanza de nuestros humanistas
novohispanos, la justicia, sobre todo distributiva.
Ellos fueron los que se dieron a la defensa del
indio, en un tiempo en el que todos querían
justificar su opresión” (Conde,
2003: 60-61).
El humanismo
de Bartolomé, al ser analógico,
es abierto, es decir, no se cierra a una sola
manera de concebir la realidad (la hegemónica,
también llamada por Leopoldo Zea logos
occidental), de realizar una cierta acción,
o de estudiar la naturaleza, o de un cierto tipo
de configuración racial, sino que ve en
todas estas cosas manifestaciones del hombre,
de la humanidad “sin más”.
No por el hecho
de ser pueblos primitivos o atrasados culturalmente
(si tomamos como paradigma al logos occidental)
dejan de ser hombres. Estos hombres, al igual
que los europeos, son libres, y se han manejado
así antes de la entrada de los europeos
a sus tierras. Esta libertad no podía
(ni puede) ser cortada o eliminada por los europeos,
por los hegemónicos. Comenta Pérez
Luño que “Las Casas insiste repetidamente
en la idea de que(,) siendo los indios libres
y siendo este derecho fundamental e inalienable(,)
los españoles estaban obligados a respetarlo”
(Pérez Luño, 1992: 193). Si todos
los hombres son libres, y siendo los indios parte
de este universo, luego los indios son libres.
Y como nadie tiene derecho legítimo de
eliminar o coartar la libertad de los otros,
luego los españoles tampoco tuvieron derecho
a esclavizar a los indios, siendo éstos
una serie de actos contra la sociedad humana
(Bartolomé de las Casas, 1972: 422).
Hay todavía
un problema: el referente a la esclavitud natural
de los indígenas. Hay diversas interpretaciones
con respecto a lo que quiso decir verdaderamente
Aristóteles, y en donde se advierten los
diversos intereses que los intérpretes
utilizan para su propia argumentación
(Pérez Luño, 1992: 198), pues tanto
Ginés de Sepúlveda como Bartolomé
de las Casas se apoyan en los textos del filósofo
de Estagira3
para fundamentar sus argumentaciones, sea a favor
de la esclavitud natural de los indios, sea a
favor de la restricción de esa esclavitud
(pues para Bartolomé Sepúlveda
utiliza equívocamente la palabra “bárbaro”).
La palabra “bárbaro” puede
utilizarse, según Las Casas, en cuatro
sentidos, como bien dice el especialista Alfredo
Gómez-Muller cuando comenta el pensamiento
lascasiano en este asunto: 1) Bárbaro
es todo hombre cruel e inhumano, el cual se asemeja
al más salvaje de los animales; 2) bárbaro
es todo aquel que habla una lengua distinta;
3) bárbaro es todo aquel a quien la razón
le hace falta o está ausente; y 4) bárbaro
es quien ignora a Cristo (Gómez-Muller,
2005: 28-40). La barbarie, en cualquiera de estos
sentidos, es universalizable a todas las naciones,
a todas las razas, porque los individuos de todos
los pueblos pueden ser crueles, ignorantes del
Evangelio y hablar lenguas distintas entre sí.
Los únicos que sí deberían
ser guiados son, pues, los bárbaros del
tercer sentido. Pero que existan individuos así
es cosa difícil, y más todavía
es que los individuos de un pueblo entero estén
desprovistos de razón. Serían los
habitantes de un país imaginario llamado
“Barbaria” (Gómez-Muller,
2005: 38).
De esta manera,
y de otras más, Bartolomé se convierte
en un férreo defensor de los indios americanos,
a los que ve como iguales, como humanos en el
sentido pleno de la palabra. Diferentes en muchos
aspectos a los europeos, pues no tienen la misma
complexión física, ni los mismos
rasgos, ni las mismas costumbres; de eso no hay
duda alguna. Pero de lo que tampoco podemos dudar
es de que ambos son iguales, porque tanto los
europeos como los americanos son hombres, pertenecen
al universo de la humanidad. Sin embargo, sabemos
que en tiempos de Bartolomé (fenómeno
que todavía vemos hoy en día) los
indios fueron tratados de manera injusta y salvaje,
como si fueran inferiores, como si no fuesen
hombres. Desde la interpretación de Las
Casas, ver al otro como inferior es inadmisible
no sólo humanísticamente, sino
cristianamente. Porque el cristiano ve al otro
con ojos de amor, con espíritu caritativo
y con la idea de que todos somos hijos de Dios,
y ello nos hace hermanos.
Hay en Bartolomé,
como ya se logra vislumbrar, un marcado utopismo,
y más si se le considera en su tiempo
histórico, puesto que si la utopía
es, como dice Martin Buber, una imagen de lo
que debe ser (Buber, 1955: 17-27), entonces
tratar al otro como alguien igual a mí
es lo que debería haber sido (y lo que
debería ser actualmente). Siguiendo a
Horacio Cerutti, la utopía puede ser entendida
de las siguientes maneras: 1) Como un lugar que
no existe (es el uso peyorativo y vulgar porque
alude a lo imposible; tiene una valoración
negativa, y aquí podría entrar
el país quimérico Barbaria que
menciona Bartolomé); 2) Como género
literario, en donde lo imposible del primer nivel
se hace “posible” en la ficción
(hay una valoración neutra); y 3) En el
nivel filosófico se alude a lo posible
en la realidad y su terminología adecuada
es “lo utópico” (la valoración
es, ciertamente, positiva) (Cf. Cerutti, 2000:
170-171). “Lo utópico”, metafóricamente
hablando, puede utilizarse como un diagnóstico/propuesta,
es decir, vemos cuál es la situación
indeseable e intolerable, y se propone o se postula
un ideal deseable (Cerutti, 2000: 171-172). Así,
como dice José Antonio Maravall, “El
P. Las Casas se siente imbuido de aspiraciones
netamente utópicas, para mejorar terrenalmente
la monstruosa suerte de los débiles y
de paso corregir la injusta acción de
los dominadores” (Maravall, 1974: 372).
La utopía lascasiana es la búsqueda
de la corrección de la realidad (es una
racionalidad correctiva) en la que vivió
(y en la que vivimos y viven muchos latinoamericanos
actualmente); en otras palabras, lo que se busca
con la construcción racional de un mundo
mejor es que esa construcción se inserte
(se encarne) en la realidad, en las relaciones
interhumanas, que las corrija, haciendo del mundo
un lugar más deseable para vivir. Bartolomé
criticó el orden existente en la colonia,
y siendo la crítica del orden existente
un rasgo esencial de la utopía4,
luego Bartolomé fue un utópico
(Ainsa, 1997: 132).
Es claro que
Las Casas se refiere en concreto a la realidad
de los indígenas americanos, quienes en
la situación opresiva que vivieron frente
a los europeos, seguramente desearon la igualdad,
el trato equitativo entre unos y otros, el trato
fraterno entre ellos y los conquistadores. Hoy
en día parece necesario reemprender con
más ahínco esa utopía, ese
ideal de convivencia fraterna entre los hombres,
como hace unos siglos ya lo hacía el padre
Bartolomé de las Casas. Es lo que en la
tradición latinoamericana han llamado
Horacio Cerutti y Arturo Andrés Roig “derecho
a nuestra utopía” y “utopía
para sí”, respectivamente (Roig,
2003: 113-114). Después de que nuestra
América fue utopía para otros (para
los europeos), es momento de que lo sea para
los americanos mismos (este tema espero explorarlo
en algún ensayo posterior).
Quisiera terminar
citando unas palabras de Sánchez Macgrégor
que, aunque no fueron escritas en un trabajo
dedicado especialmente al tema que hemos tratado
nosotros, me parece que se acomodan perfectamente:
Tal es el
aún lejano reino de la utopía
(en donde la educación eficazmente se
asienta en unos principios firmes que buscan
y luchan por la dignidad). Reino de los fines
(Kant), donde cada persona es tratada como un
fin en sí y por sí, no como una
cosa que se utiliza…. Reino de la dignidad
humana al cual se tendría un acceso permanente
en el curso/discurso de los hombres dignos,
que ya para entonces abundarían, gracias
a una paideia ejemplarizante (Sánchez,
1997: 152).
No podemos perder
la esperanza de que así sea, de que vivamos
en un mundo (reino) donde todos los hombres se
miren como iguales, tal como ya lo quería
desde hace tiempo Bartolomé de las Casas.
Esta es, definitivamente, una utopía vigente.
Recolección
En
este ensayo hemos logrado encontrar la equivalencia
significativa que hay en los términos
“alteridad” y “otredad”,
pues ambas palabras significan a aquellos hombres
que no son yo, o a aquellas manifestaciones humanas,
como la cultura, que no pertenecen a la mía.
Sin embargo, esa otredad o alteridad no es total
o completa, sino que hay algo que nos une esencialmente:
Todos pertenecemos al universo de la humanidad.
Esto es lo que hemos visto desde la perspectiva
de Bartolomé de las Casas, quien considera
a los indios como iguales, legitimando, de alguna
manera, su humanidad.
El caso contrario
que examinamos, aunque de manera apresurada,
fue el de Ginés de Sepúlveda. Este
filósofo y jurista consideraba a los indios
o americanos como inferiores, como esclavos por
naturaleza. Finalmente prevaleció esta
visión en la conquista y en la colonia,
e incluso llega hasta nuestros días. Por
ello seguimos pensando y trabajando en la utopía,
para que ese trato que es indeseable e injusto
cambie, para que podamos conseguir la concepción
de que los hombres somos iguales, con los mismos
derechos, con la misma dignidad.
Notas:
1
“Para que más voluntaria y audazmente
asuman ese encargo, el Papa, con la autoridad
de Dios, a él otorgada en San Pedro, y
el vicario de Jesucristo, concede y asigna a
los dichos Fernando e Isabel y a sus herederos
y sucesores reyes de Castilla y de León,
a perpetuidad, “con todos sus dominios,
ciudades, fortalezas, lugares y villas, derechos
y jurisdicciones y todo lo atañedero”
las tierras firmes e islas encontradas y por
descubrir que se hallen al Sur y al Poniente
de una línea establecida del polo Ártico
al polo Antártico, distante cien leguas
al Occidente de cualquiera de las islas de los
Azores y Cabo Verde, y reconoce a los Reyes y
sus dichos herederos por señores de aquéllas,
a condición, pues no intenta quitar derechos
adquiridos, de que no fueran de hecho poseídas
por otro príncipe cristiano antes del
24 de diciembre de 1492”, (López
de Lara, 1977: 29).
2 “Antes
de que los hispanos vinieran a ellos, ellos eran
verdaderos señores, tanto en lo público
como en lo privado” (la traducción
es mía).
3 Desde los
tiempos de Bartolomé, se consideraba que
su concepción igualitaria surgía
de las enseñanzas de Cristo, (Cf. Todorov,
2003: 173)
4 Fernando
Ainsa resume en cinco puntos las constantes del
género utópico que pueden encontrarse
en los planteamientos del cristianismo social
que se dieron en la colonia (influenciados por
la Utopía de Tomás Moro): 1) Crítica
al sistema vigente, 2) nostalgia por los “orígenes”
(por ejemplo, la Iglesia primitiva), 3) un modelo
regido por los valores de la austeridad y la
pobreza, buscando la “pureza primitiva”,
4) un sistema autárquico y aislado y 5)
la reglamentación de un sistema homogéneo
e igualitario (Cf. Ainsa, 1997: 128).
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Mtro.
Jacob Buganza Torio
Tec de Monterrey Campus
Central de Veracruz, Ver, México. |