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Por Félix Ortega
Número
55
El
aparente ropaje del poder y la influencia con
el que suele recubrirse una parte importante
del periodismo español actual, esconde
una realidad que puede acabar por subvertirlo
desde dentro, convirtiéndolo en una institución
con escaso prestigio, poco crédito y un
recorte apreciable de recompensas, ya sean éstas
materiales o simbólicas. Y, sin embargo,
hace menos de un lustro los presagios eran los
contrarios. El creciente e imparable status que
había venido ganando la profesión
a partir de la transición, y el no menor
auge de su protagonismo en los escenarios públicos
parecían no tener límites. Ante
la ausencia de competidores eficaces en el sistema
de producción y distribución de
conocimiento social, el periodismo se había
erigido en la principal fuente de referencia
social y cultural. Y todo ello había redundado
en la adquisición de sustanciosos recursos
y medios de intervención e influencia
en múltiples ámbitos, pero particularmente
en la política. Esta es la tesis principal
que en mi caso elaboré a lo largo de la
década de los 90, y cuyo resultado más
sistemático recoge el libro que, juntamente
con la profesora Mª Luisa Humanes, publiqué
el año 2000 con el significativo título
de “Algo más que periodistas”.
¿Qué
ha sucedido para que tal tendencia haya iniciado
su declive y hoy se vislumbre otra de signo opuesto?
En realidad, son los factores que posibilitaron
el fuerte ascenso del periodismo los que a la
postre pueden lastrarlo de manera irremediable.
O para ser más preciso: es un cierto tipo
de periodismo el que, al apostar por instrumentalizarlo
al servicio de causas ajenas a la profesión
misma, junto con su desprofesionalización
corre el riesgo de acabar por tener una suerte
nada envidiable. Pero en el viaje puede arrastrar,
de hecho ya lo está haciendo, a la otra
parte del periodismo, la profesionalizada, si
ésta no es capaz de establecer claramente
sus diferencias a través de eficaces medidas
de autorregulación.
Voy a centrarme,
aunque con cierta brevedad, en el análisis
de algunas de las, a mi entender, causas del
desarrollo de un tipo de periodismo desprofesionalizado,
poniendo de relieve tanto los factores estructurales
cuanto el modelo de periodismo a que ha dado
lugar. Bien entendido que se trata de un problema
que afecta a una parte de la profesión,
como ya he señalado, pero que esta profesión
no hace nada para aislarlo y abiertamente diferenciarse
de sus prácticas perversas. Es más,
si nos atenemos a las recompensas y premios otorgados
por las Asociaciones de la Prensa, descubriremos
que parecen complacerse en ensalzar a los periodistas
que más están contribuyendo a desvirtuar
el oficio.
Un
primer problema: la confusa identidad profesional
La
larga duración de los regímenes
políticos autoritarios, tales como el
franquismo, tiene efectos no sólo mientras
existen tales regímenes sino también
una vez desaparecen, con el agravante de que
ahora no se suele ser consciente de que siguen
operando de manera latente. La profesión
periodística lleva ya bastante tiempo
dando muestras de estas consecuencias a largo
plazo. En primer lugar, la dificultad más
complicada de superar procede del bajo nivel
profesional que tuvo mientras el franquismo duró.
A diferencia de otros, el sensible mundo de la
información y de la opinión quedaba
prácticamente prohibido. De manera que
el periodista sólo de una manera figurada
podía serlo. Ello ha llevado después
a confundir el contenido de la profesión
con las precondiciones que la hacen posible.
Porque si bien es cierto que sin eliminación
de la censura y sin libertad de expresión
el periodismo-profesión se reduce a su
mínima expresión, tales requisitos
no sirven para definirlo. Es, por usar un ejemplo
similar, lo que acontece con la “libertad
de cátedra” en el mundo académico:
es un requisito previo para la acción
educadora, pero nada dice acerca de los saberes
del profesor. Éste sólo lo es a
condición de reunir las cualificaciones
y destrezas de un determinado campo de conocimiento
científico. Pues bien, es lo que podemos
afirmar de los periodistas. Su identidad profesional
ha de tener a su disposición conocimientos
y métodos de trabajo que le aseguran una
elaboración rigurosa de la información.
Si todo esto falta, la mera invocación
de la libertad de expresión es un simple
recurso para esconder la incompetencia profesional
u otro tipo de objetivos de más difícil
aceptación en público. Que a estas
alturas de la andadura democrática algunos
periodistas criticados por su trabajo (o sus
asuntos privados) invoquen que con ello se coarta
su libertad o que se pretende volver a la censura,
hoy ya sólo producen una reacción
irónica entre gran parte de los usuarios
de los medios de comunicación. Pero debiera
estimular un comportamiento más enérgico
entre los profesionales del periodismo: por ejemplo,
decidiéndoles de una vez por todas a ejercitar
los controles intraprofesionales, al modo en
que se dan en modelos de periodismo con una más
larga trayectoria de fiabilidad y solvencia.
Mas cuando nuestros
profesionales se ponen a concretar qué
pueda ser el periodismo, no deja de sorprender
las recurrentes y extendidas imágenes
ajenas igualmente a cualquier requisito o cualidad
profesional. Dos son las imágenes dominantes,
a las que voy a referirme como “biologista”
y “teológico-moral”. La primera
la podemos encontrar en periodistas que han sido
y siguen siendo muy influyentes, dentro y fuera
de la profesión. En ella el periodista
es descrito como “periodista de raza”,
“con olfato”… Es decir, un
sujeto que nace, y no se hace, periodista. Sus
atributos, nunca explicitadas, parecen ser fruto
de una maduración espontánea, con
lo que el periodismo deja de tener posibilidades
de formación, organización profesional
y regulación. Tan sólo unos pocos
sujetos dotados por la naturaleza de peculiaridades
nada clara ni delimitadas, estarían en
condiciones de integrarse en lo que, ahora sí,
resulta ser una construcción social, el
mundo empresarial. Poco más puedo añadir
para desmontar la falacia de esta imagen, ya
que nada aporta a la comprensión de la
profesión, y deja en la más absoluta
indefinición qué es ser periodista
y, sobre todo, quién es un buen profesional.
No menos difusa
es la otra imagen, de impronta religiosa, pero
manejada a izquierda y derecha del espectro profesional
con aires de modernidad. Esta representación
que he denominado “teológico-religiosa”
viene a sostener que periodista es “quien
dice la verdad y actúa honestamente”.
La verdad en este caso no es la del conocimiento
derivado del eje prueba-error, sino la verdad
verdadera, la verdad del creyente, hacia la que
sólo cabe creérsela o no. Es la
verdad que expresa convicciones personales y
de grupo, pero la que se obtiene validando los
procedimientos y verificando escrupulosamente
los resultados. Es el periodismo que por seguir
a M. Weber puede caracterizarse como orientado
a valores, en cuya defensa todo para estar permitido.
Y como no podía ser de otra manera, el
oficiante de este tipo de verdad es igualmente
caracterizado en términos morales, esto
es, honesto por definición. Poco valen
aquí reglas y criterios para evaluar la
calidad de la información; en su lugar
vemos emerger la invocación de grandes
principios que en el periodismo sólo subrayan
el carácter “comprometido”
con…algún grupo o facción
cada vez que surge un conflicto. Queda sobreentendido
que a partir del momento en el que compromisos
y convicciones de tal índole se erigen
en el centro de la profesión, la honradez
como cualidad moral (que no profesional) se reduce
a actuar conforme a la orientación e intereses
del grupo elegido. Quizá por eso los periodistas
españoles que se organizan (especialmente
las asociaciones, pero no sólo ellas)
sean tan proclives a cifrar todas la reglas del
oficio en códigos deontológicos,
que más que orientar al profesional (proporcionándole
criterios específicos sobre su trabajo)
lo que a la postre hacen es acallar la mala conciencia.
De tanto “sacerdote” de ministerios
imposibles (el periodismo de investigación
es uno de ellos), o de tanto David convertido
el mismo en Goliat. Porque a este tipo de periodistas
lo que les falta de rigor informativo les sobra
de grandilocuentes metáforas bíblicas.
En íntima
relación con la última imagen hay
que analizar una tercera, esta ya más
secularizada, y que sin duda alguna responde
también a las particularidades de nuestra
sociedad. Me refiero al periodista como intelectual.
Ciertamente pocos periodistas reconocen explícitamente
tal rol, pero en la práctica no son pocos
los que se han apropiado del mismo. La ausencia
o escasa relevancia de intelectuales en la España
posterior a la Guerra civil, ha brindado a los
periodistas un campo lleno de posibilidades.
Que se han visto acrecentadas por la progresiva
transformación de las empresas de comunicación
en las corporaciones culturales hegemónicas
en nuestra sociedad. Todo ello ha permitido que
la función del intelectual (“pensar
en público”) se convierta en parte
de la profesión periodística. Al
igual que ciertas tradiciones de intelectuales
(especialmente la vinculada a ideologías
y partidos políticos), la ahora inserta
en esta profesión tiene como objetivo
prioritario dirigir y encauzar la “opinión
pública”, un sucedáneo mediático
de las masas políticas. Estos periodistas-intelectuales
se convierten, o al menos eso creen, en expertos
en imágenes con las que persuadir, convencer,
movilizar y orientar a unos públicos de
cuya naturaleza, si nos ceñimos a los
contenidos que les proporcionan, no parecen tener
una representación demasiado halagüeña.
Y como lógicos continuadores de los intelectuales,
entienden que su actitud debe ser “crítica”;
mas una crítica que suele basarse no en
argumentos sino en descalificaciones. Un ejemplo
muy claro puede serlo el análisis llevado
a cabo en no pocos medios españoles sobre
la Monarquía: una mezcla del más
puro amarillismo con recursos propios de la prensa
rosa. Con defensores tan espurios del republicanismo
(o a saber de qué otras fórmulas),
nada de extraño tiene que la institución
monárquica goce de un status saludable.
Por cierto, mucho mayor del que viene teniendo
la profesión periodística en los
últimos tiempos.
Periodistas
de raza, moralistas, diletantes y comprometidos
con sus afanes de grupo o bandería: he
aquí un elenco de definiciones (en ocasiones
autodefiniciones) del mundillo periodístico
de nuestros días. Para algunos, como si
el tiempo social no pasase, siguen rebullendo
las viejas imágenes de aquel rancio periodismo
del que Lerroux fue un conspicuo representante.
¿Es que acaso no hay otras perspectivas
para la profesión? Por supuesto que las
hay, y no son pocos los periodistas y medios
que tratan de hacerlas posibles día a
día. Todas ellas tienen que ver con la
información.
La
no información como fundamento del (mal)
periodismo
En
una actividad tan escasamente autocrítica
y reflexiva como es nuestro actual periodismo,
abundan los lugares comunes. Uno de ellos, el
más extendido y peligroso de todos es
el que confunde periodismo con información.
Del periodista se suele decir que es un “informador”,
y bajo la rúbrica de información
se engloba todo producto que sale de las manos
del periodista y se difunde a través del
sistema de medios. Pero las cosas no son de este
modo. La información no es cualquier contenido
publicitado en los medios; tan sólo lo
es si se ajusta a ciertas reglas, normas y criterios.
Claro que en una profesión tan desregulada
como la nuestra, la información no podía
librarse de ella.
Conviene que
antes de adentrarnos en el significado de la
información aclaremos los elementos fundamentales
que constituyen la estructura de la comunicación
mediática. En primer lugar encontramos
el contenido, que suele ser bastante heterogéneo
y no simplemente información, y que adopta
la forma de relatos basados en recursos simbólicos
muy variados. Este contenido se difunde a través
de un sistema de medios organizado por lo general
en empresas o corporaciones, aunque no todas
ellas puedan caracterizarse de “capitalistas”
en sentido estricto; un sistema en el que se
llevan a cabo actividades y rutinas varias. El
ámbito de difusión es siempre público,
esto es, un espacio de visibilidad en virtud
del cual los contenidos entran en el marco de
percepción de un grupo de usuarios (público,
audiencia); de ahí que no siempre resulte
fácil distinguir entre información
y publicidad, ya que ambas utilizan los mismos
canales y sólo la mención explícita
de que se trata de publicidad permite saber que
no es información. Diferenciación
que, por cierto, no es tan frecuente de encontrar
en muchos medios de comunicación. En fin,
hay que señalar como cuarto elemento el
de los efectos, que vienen a medir el impacto,
intensidad y repercusión del contenido
sobre el público.
De todos estos
ingredientes, los contenidos es el que más
tiempo ocupa de la actividad de los periodistas
y, sin embargo, parece preocuparles demasiado
poco. Dan por descontado que cualquier contenido
es válido y legítimo. En contrapartida,
sus preocupaciones se dirigen al resto de elementos
constitutivos del proceso de la comunicación.
Particularmente al ámbito de difusión,
por partida doble: primero, tratando de aumentar
su público (la guerra de audiencias);
segundo, filtrando y separando interesadamente
aquello que se hará público de
lo que no saldrá de la zona de sombras
(los secretos). Con ello adoptan el rol dual
de críticos-protectores según las
cambiantes circunstancias del juego de poder
e intereses.
Y el otro elemento
sobre el que suelen tener puestas sus predilecciones
es el la incesante influencia, es decir, ese
componente de la ideología profesional
que les autoconvence de que sus relatos impactan
súbita y directamente sobre sus públicos,
a los que encauzan siempre hacia los objetivos
y los valores que ellos proponen. Hay periodistas
que se han especializado en el periodismo que
podríamos llamar de “arenga”,
“sermón” u “homilía”,
y que creen estar siempre en campaña de
moralización sobre los recipiendarios
de sus diatribas.
¿Pero
qué acontece con el contenido? ¿Qué
es la información? De entrada es la dimensión
más genuina del periodismo, la que le
otorga especificidad profesional y crédito
público. Pero hay que repetirlo: no todo
lo que hacen los periodistas ni todo lo que difunden
los medios de comunicación es información.
Sólo es información un determinado
tipo de contenido mediático que se atiene
a reglas y normas bien precisas. Un concepto
de información que me parece muy ajustado
y claro es el que proporciona P. Charaudeau:
un conocimiento que alguien tiene (en este caso
el periodista) y que transmite a otros que no
lo tiene (el público), acerca de un acontecimiento
externo y a través de relatos que describen
y explican aquel acontecimiento. A partir de
la previa existencia de éste es como adquieren
sentido profesional todos los denominados “géneros
periodísticos”.
El periodismo
que tiene por objeto central la información
ha de orientarse a desarrollarr saberes, instrumentos
y habilidades que coloquen al profesional en
las condiciones más idóneas para
dar cuenta del acontecer social. Por el contrario,
existe otro periodismo que se desentiende de
este desarrollo, que soslaya la información
o la utiliza como mero pretexto para fines no
confesados. Es el periodismo sin información,
que se caracteriza básicamente por los
tres rasgos siguientes: (1) inventa los acontecimientos,
(2) en el caso de existir el acontecimiento,
el periodista no tiene a su disposición
ni saberes para comprenderlo ni materiales para
describirlo o explicarlo; (3) a pesar de haber
acontecimiento y materiales (los “datos”)
fiables, el periodista prescinde de ellos y,
en este caso, lo que se inventa son las “pruebas”.
A estas características del periodismo
sin información conviene que las etiquetemos
como:
- Invención
de los acontecimientos: necesidades diversas,
tales como dar primicias, ganar cuotas de mercado,
intervenir en las contiendas políticas
o interferir en el mundo de las grandes corporaciones
económicas y culturales lleva a ciertos
medios de comunicación y a ciertos periodistas
a crear (falsos) acontecimientos, a dar como
“hechos” lo que son sólo
elucubraciones interesadas.
- Falseamiento de la información: con
el escudo protector de las (supuestas) fuentes
anónimas (una perversión del secreto
profesional), los periodistas practicantes de
esta modalidad esconden su ignorancia, su pereza
o su inconfesables objetivos construyendo todo
un cúmulo de pretendidos “datos”,
“pruebas” o “confirmaciones”
que no son sino simples falsedades.
- Tergiversación de la información:
es quizá la más perniciosa de
las tres, ya que existiendo documentación
adecuada para explicar el acontecimiento, el
periodista la ignora y opta por fabricarse “otra”
que se adapte mejor a su objetivos (naturalmente
no informativos). Estamos ante un estilo de
actuación que en el fondo pretende subvertir
y minar la confianza hacia todo el sistema de
criterios legítimos para producir conocimiento
válido y fiable. Atacando a las pruebas
no fabricadas, colocando en su lugar otras (que
más bien suele ser una sucesión
de sedicentes “pruebas”, una tras
otra a medida que cada una de ellas se agota
en su propia vacuidad), se persigue erosionar
cualquier posibilidad de que exista una interpretación
válida. Todo se pretende confundir, creando
un clima propicio a la única regla: todo
vale, con tal de que sirva al fin (no desvelado)
propuesto.
Una mezcla extraordinariamente
representativa de estas tres características
de periodismo sin información la encontramos
en la lógica y el ritmo que preside la
sucesiva publicación de “noticias”,
por parte de algún medio escrito y varios
audiovisuales, en torno a la matanza del 11-M.
Que se presenta además con los ropajes
del periodismo de investigación, la necesidad
de conocer la verdad y así contribuir
a mantener bien “informados” a los
ciudadanos. Pero esta mistificación de
supuesto servicio al bien común y al civismo
es justamente la coartada de este tipo de periodismo.
El
lugar de la no información en los diversos
modelos de periodismo
Un periodismo
con un bajo perfil profesional, productor de
no información y más atento al
juego de controles espurios e influencias, no
son características exclusivas del periodismo
español. En todas partes hay mal periodismo.
Lo que es específico en nuestra sociedad
es la extensión del fenómeno y
su no aislamiento dentro de algunos circuitos,
que debieran claramente diferenciados del periodismo
que busca el rigor (aunque a veces se equivoque),
permite el pluralismo interno dentro de los medios,
así como la existencia de controles de
regulación profesional, ya procedan de
organizaciones, ya de cada medio en concreto.
Justamente lo que aquí falta. Y está
ausente porque una parte de nuestro periodismo
ha acentuado uno de los rasgos que definen al
modelo al cual pertenece. Pero vayamos por partes.
Es posible construir,
como han hecho D. Hallin y P. Manzini, una tipología
de diversos modelos de periodismo. Según
ellos, existen sustancialmente tres: el liberal,
el democrático-corporativo y el pluralista-polarizado.
El primero de ellos, generado en el mundo anglosajón,
tiene orígenes económicos (boletines
de información comercial), es bastante
independiente del Estado, se ha dirigido a públicos
masivos, persigue más la información
que el comentario y en él los profesionales
se autorregulan al margen de cualquier organización
profesional. Es el periodismo del famoso Watergate,
o de los despidos y dimisiones en caso de invenciones
o falsificaciones informativas. También
dentro de él surgieron personajes turbios
como W.R. Hearst, pero como tal fue tenido y
creído, y desde luego nadie (ni él
mismo) sermoneaba hablando de grandes causas;
su periodismo era “amarillismo”,
al servicio de su intereses y nadie podía
llamarse a engaño sobre el uso fraudulento
de la información, o más bien de
la no información.
El modelo democrático-corporativo,
surgido en el centro y norte de Europa, tiene
unos orígenes que en gran medida son también
económicos, si bien con la peculiaridad
de ligarse estrechamente al conjunto de los grupos
organizados de estas sociedades. Tal vinculación
pudo hacer de él en alguna etapa de su
historia una prensa “de partido”
(que es de la que hablaba M. Weber), pero a pesar
de estos vínculos, se caracteriza por
su rigor informativo, por permitir un alto pluralismo
interno (el periodista no tiene que participar
de la misma ideología del grupo a que
pertenece a la hora de elaborar la información)
y por disponer de sólidas organizaciones
profesionales. Es también un periodismo
de masas.
Bien diferente
es el modelo pluralista-polarizado. Típico
de las sociedades del sur de Europa, su fuerte
impronta religiosa original ha contribuido eficazmente
a que en él importe más el adoctrinamiento
y la propaganda que la precisión de las
noticias. Y de ahí que en la actualidad
estos medios, que se desenvuelven en sociedades
con claras divisiones ideológicas, se
polaricen, aunque no sean medios de partido,
a un lado u otro del espectro ideológico.
Lo que se traduce, además, en la total
ausencia de pluralismo interno: el periodista
ha de tener en su trabajo la misma orientación
del grupo al que pertenece. Desarrollado en ámbitos
escasamente alfabetizados, fue entonces y sigue
siendo hoy (al menos en sus objetivos) un periodismo
elitista, ya que busca sobre todo influir en
las élites, a las que no pocos periodistas
creen pertenecer (o al menos tal es su aspiración).
En el caso español, hay que reconocer
que si nos atenemos a la elevadas rentabilidades
económicas conseguidas por ciertos periodistas,
y a esas listas de más influyentes (elaboradas
al margen e cualquier criterio de fiabilidad)
a las que tan dados son a fabricar ciertos periódicos,
forman una indudable parte de la élite.
Además, este periodismo depende estrechamente
del Estado, ya sea porque en sus manos están
las concesiones y licencias de medios, ya porque
el Estado es el principal inversor de publicidad.
De nuevo en el caso español existe otra
particularidad: ya no hay prensa del régimen,
como sucedía en el franquismo; pero lo
que ahora existe es una tupida red de medios
audiovisuales públicos que constituye
un poderoso acicate tanto para la convivencia
entre políticos y periodistas, cuanto
para favorecer un poco más la no información.
Por último, en todos estos países,
las asociaciones profesionales carecen de cualquier
capacidad de regulación, y tampoco existe
la autorregulación al modo liberal. La
desregulación es la norma.
Es cierto que
una parte de los medios del modelo pluralista-polarizado
han ido incorporando pautas del modelo liberal,
convertido en un referente del periodismo globalizado.
El ejemplo a imitar sigue siendo el del caso
Watergate: desde luego en España, que
como modelo ha llegado tarde (cuando en EE.UU.
se han desacreditado todos los replicantes posteriores),
ha irrumpido con fuerza y ha generado el famoso
y desconcertante periodismo de investigación
“a la española”. El mismo
no guarda ninguna semejanza con el modelo original,
y si a algo es similar es desde luego al de los
desacreditados epígonos.
Pero como marco
general, entre nosotros continua muy activo el
“pluralista-polarizado”, habiéndose
acentuado además algunos de sus rasgos
menos favorables, generando este particular modelo
de la “no información”. Los
rasgos del mismo son: carencia de criterios a
la hora de establecer competencias y responsabilidades
de los periodistas; confusión creciente
entre información y sensacionalismo; el
hacer pasar por periodismo independiente, de
calidad, objetivo y comprometido lo que es pura
y llanamente “periodismo amarillo”;
el transformar el barullo y la arbitrariedad
estructural del oficio en pluralismo; el mostrar
la total desregulación como fundamento
de libertad profesional.
No todos los
periodistas ni todos los medios comulgan con
estas ruedas de molino. Hay un periodismo solvente,
que tiene medios privilegiados para poder ejercerse.
Pero en la medida en la que no se da dentro de
la profesión ninguna reacción pública
y efectiva tendente a ejercer los controles que
funcionan en otros modelos, el riesgo de contaminación
es cada día más probable. De hecho,
en todos nuestros medios de comunicación
la información ha disminuido y el rigor
no parece preocupar en exceso. ¿Quién
se acuerda, por poner un ejemplo elocuente, de
la fe de erratas? Quizá porque se piensa
que ya no las hay y que tanto da el dato cierto
cuanto el falso. Todo lo publicado vale.
Algunas
razones estructurales del caso español
He afirmado con anterioridad que periodismo sin
información se da en otras latitudes,
pero que en ellas (incluso en las sociedades
del periodismo pluralista-polarizado) aparece
nítidamente diferenciado el periodismo
que pretende riguroso del que no es más
que simple sensacionalismo. O en otras palabras,
no es un modelo de periodismo, sino más
bien infraperiodismo o una actividad propia de
personas y grupos indeseables. Que en nuestro
país no se dé tal separación,
y que además el sensacionalismo se venda
como periodismo solvente nos ha de llevar a preguntarnos
por las razones de tal transmutación.
Y las encontramos en las peculiaridades de una
sociedad que a pesar de su crecimiento económico
adolece, como sostiene V. Navarro, de subdesarrollo
social y cultural. En tal contexto, los medios
se han atribuido funciones que no les corresponden,
precisamente porque no existen criterios de evaluación
que permitan colocar a cada uno en su lugar.
Un bajo nivel de nivel de cultura cívica
y política como es el nuestro, deja inerme
al público a la hora de distinguir entre
información y propaganda; o para tener
ideas precisas sobre lo que representan ciertos
principios ideológicos. No es infrecuente,
por ejemplo, que aquí suela presentarse
como liberalismo el más rancio conservadurismo;
o que se crea que el radicalismo es equivalente
a crítica con fundamento.
En este medio
social y moral, determinados periodistas y medios
de comunicación han ido construyéndose
un estilo de periodismo y de intervención
social en el cual la información (o algún
sucedáneo) sólo sirve en la medida
en que subordina a causas extraprofesionales.
De donde se ha derivado una matriz profesional
caracterizada por al menos los tres grandes rasgos
siguientes:
- La connivencia
con la política, que suele hacer difícil
distinguir a políticos y periodistas.
Es más: en no pocas situaciones, la línea
a seguir por la acción política
viene establecida por la agenda periodística.
La indudable debilidad de los partidos al inicio
de la transición, su falta de apoyos
sociales e institucionales sólidos y
la imperiosa necesidad de recabar el apoyo de
los medios en una democracia que en España
empieza por ser de audiencias (por emplear el
concepto acuñado por B. Manin), trastoca
las fronteras entre política y periodismo.
Lo que ha llevado a no pocos periodistas a desprofesionalizarse
en aras de contribuir al éxito electoral
de algunos de los grupos políticos presentes
en el escenario público. En vez de informar,
adoctrinar. Es, en definitiva, un periodismo
de combate (que no cívico), y de moralización
(que no de investigación).
- La atribución del papel de agencia
representativa de la sociedad. En parte consecuencia
del rasgo anterior, en parte debido a la práctica
ausencia de redes e instituciones sociales autónomas
y consistentes (lo que hoy suele llamarse “sociedad
civil”) los medios se han dedicado a la
tarea de vertebrar a la sociedad. No sólo
compiten con la representación política
producida por los procesos electorales, sino
también con cualquier otra instancia
que trate de ejercer este papel. Y para ello
los medios han procedido a elaborar un doble
mecanismo de simplificación: el uno reduce
la sociedad a la denominada “opinión
pública”, y ésta a la opinión
que los medios propician y hacer circular (ya
sea en el formato más convencional de
diversos géneros periodísticos,
ya mediante la continua publicación de
encuestas). El otro se dirige a deslegitimar
el procedimiento universal de representación
que posibilita la configuración de la
clase política y que no es otro que el
electoral. No es infrecuente que entre este
último y la pretendida representación
mediática se establezca alguna forma
de comparación desventajosa para la primera.
En esta función, el periodista deja de
percibirse como un profesional de competencias
limitadas para erigirse en líder social
que busca sobre todo la movilización
social en pos de determinadas causas.
- La falta de competidores consistentes y eficaces
en el campo de las representaciones colectivas
es tal vez una de las razones más decisivas
del desarrollo de un periodismo catch all (y
que como sus homólogos en la política,
se apropia de todo lo que puede o le dejan).
En el caso español los competidores ausentes
han sido y son los intelectuales. La casi desaparición
de esta categoría durante el franquismo,
y la imposibilidad estructural de su posterior
desarrollo (debido a la debilidad de diversas
instituciones, de manera especial la Universidad),
han dejado el terreno libre al periodismo. El
rol del periodista convertido en intelectual
se caracteriza no por el refinamiento en saberes
y habilidades profesionales, sino por la mezcla
de diletantismo (el periodista que sabe de todo)
y carencia de cualquier responsabilidad (profesional
y social).
De manera que
en una sociedad en la que la prensa de partido
es prácticamente inexistente (todos los
intentos de crearla en la transición se
vieron abocados al fracaso, económico
y de audiencia), asistimos paradójicamente
al resurgir y fortalecimiento de un periodismo
“reideologizado”. Un fenómeno
que al menos significa lo siguiente: la convicción
de que la prensa es un poder que goza de cierta
autonomía (y es bastante más que
contrapoder); que ha dejado de ser “guardiana”
de la democracia para tratar de convertirse en
su “guía”; que en la clase
política percibe un aliado subalterno,
y que del público ha hecho un conjunto
de espectadores concebidos como meros destinatarios
de la movilización cognitiva emprendida
por los medios. Y que desde el punto de vista
profesional se desentiende de perfeccionar sus
instrumentos de trabajo informativo para volcarse
tout court en la propaganda.
En este contexto
poco puede sorprender el desarticulado panorama
profesional. Sometidos al fragor de los múltiples
combates, tareas y misiones que parte de la élite
periodística ha convertido en su único
ideal, al resto de periodistas sólo les
queda espacio para ser comparsas (o “clase
de tropa”) de sus jefes y empleadores (cada
vez más fundidos en una única e
indistinguible figura). Con poca o escasa socialización
propiciada por los propios medios, cuyos masters,
casos de tenerlos, se destinan preferentemente
a la identificación con alguno de los
idearios mediáticos, pero con escaso contenido
sustantivo. Con escasas y en ocasiones arbitrarias
recompensas económicas (toda esa multitud
de becarios sin beca, de colaboradores que hacen
todo el trabajo, de aprendices que han de valerse
por sí mismos). Con unas organizaciones
profesionales que pueden pero no quieren afrontar
esta situación, quizá porque en
ella les va bien (las asociaciones), o que queriendo
no pueden (sobre todos los diversos sindicatos
de periodistas, con escasa relevancia y poder
en la profesión.
Pero ya sabemos
que el devenir de la historia no es unilineal.
Nada hacía prever, en los primeros tiempos
de la transición, que el periodismo de
radiante porvenir acabaría produciendo
fenómenos como el aquí descrito.
Nada permite vaticinar que el periodismo sin
información seguirá fortaleciéndose:
Pero para que esto no ocurra, tiene que darse
una reacción dentro de la profesión
que hoy por hoy no parece tener la suficiente
envergadura para cambiar el actual estado de
cosas. Y si no se da con la contundencia necesaria,
los problemas con los que se toparían
las nuevas generaciones de periodistas serían
más graves si cabe que los de la censura
o los recortes de la libertad de expresión:
la propia profesión habría sido
dinamitada desde dentro, perdiendo algo esencial
para ella cual es el crédito y la confianza
de los ciudadanos.
Referencias:
Charaudeau,
P.: El discurso de la información.
Gedisa, Barcelona, 2003.
García de Cortázar, M., García
de León, M.A. et alii: Profesionales
del periodismo. Cis, Madrid, 2000.
Hallin, D., Manzini, P.: Modelli di giornalismo.
Laterza, Roma-Bari, 2004.
Manin, B.: Los principios del gobierno representativo.
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Más de Xaxás, X.: Mentiras. Viaje
de un periodista al mundo de la desinformación.
Destino, Barcelona, 2005.
Navarro, V.: El subdesarrollo social de España.
Anagrama, Barcelona, 2006.
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nº 3, septiembre 2005
Ortega, F., Humanes, MªL.: Algo más
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Ortega, F. (coordinador): Periodismo sin
información. Tecnos, Madrid, 2006.
Travaglio, M.: La scomparsa dei fatti.
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Weber, M.: El político y el científico.
Alianza, Madrid, 1979.
Dr.
Félix Ortega
Profesor de Sociología, Universidad
Complutense de Madrid, España. |