Por María de la Luz
Casas
Número
55
Introducción
Una
de las áreas más interesantes en
la teoría política es la teoría
sobre el consenso. La teoría del consenso
surge ante todo de la reflexión filosófica,
pero se relaciona sobre todo con la posibilidad
de la praxis y los acuerdos políticos.
¿Qué
significa obtener consenso? ¿Cómo
obtener consensos? ¿Qué significado
tiene esta palabrita tan difícil de definir
y de obtener en los últimos tiempos? ¿Se
trata de ceder? ¿Convencer al otro? ¿Articular
posiciones diametralmente opuestas que en un
momento dado puedan ser defendidas y respondan
a las expectativas del otro? ¿Convencer
al otro que desde luego pensamos y deseamos lo
mismo, pero que los caminos a través de
los cuales se puede llegar al objetivo pueden
ser distintos?
Se nos olvida
que la vida en sociedad requiere mucho más
que la articulación de intereses diversos
y el respeto a las garantías individuales,
y que el liberalismo político, al que
responden de alguna manera las libertades de
expresión, asociación, prensa y
otras, es solamente uno de los aspectos de la
política emanados de una concepción
específica acerca del papel que debe jugar
el Estado en la vida social.
La democracia,
que tanto pregonamos como uno de los valores
fundamentales de la vida moderna, emanó
directamente de una concepción de hombre
que reposa sobre la organización efectiva
de la vida en sociedad y sobre la institucionalidad.
En ese sentido, la construcción de consensos
depende del reconocimiento de la alteridad, y
de la necesidad de encontrar un “lugar
común” sobre el cual basar la convivencia
humana.
Sobra decir entonces la importancia radical de
la comunicación para el encuentro con
el otro, para la construcción de consensos
y, por ende, para el desarrollo de una sociedad
democrática.
No obstante
todo lo anterior, es importante recordar que,
la construcción de consensos ha encontrado
numerosas interpretaciones desde la filosofía
política, y que cada una de ellas implica
una visión distinta de lo que es el hombre,
de su papel en la vida social y del papel del
Estado como mediador en la construcción
de una sociedad armónica en la que pueda
desarrollarse la actividad humana.
Cuando construimos
consensos buscando no encontrarlos, no solamente
ignoramos la libertad del otro a poseer una independencia
de pensamiento y de expresión, sino que
estamos negándole su derecho a optar por
un lugar común para la convivencia humana.
Por tanto, la búsqueda de consensos debe
iniciar por el reconocimiento de la diferencia
entre los ámbitos de lo público
y de lo privado, y de que buscar mecanismos para
la articulación social implica acerarse
al otro con una actitud tolerante, salir del
espacio privado para encontrarse en un ámbito
intermedio en donde pueda construirse una auténtica
noción de lo público; es decir,
aquella en donde sea factible la construcción
conjunta de mundos posibles.
En busca
de un espacio para la convivencia
La democracia requiere de la búsqueda
de consensos, pero además, la democracia
implica encontrar un espacio para la convivencia.
Ser democrático, por definición,
implica ser tolerante, aceptar que el conflicto
y que el disenso es parte de la actividad política,
pero también implica saber tender “puentes”
para la construcción de una vida en común.
El mundo moderno
se está enfrentando a problemáticas
cada vez más complejas en la búsqueda
de ese lugar en común. Es evidente que,
tanto desde el terreno de lo nacional como de
lo internacional, los seres humanos estamos teniendo
problemas en reconocer que el planeta que tenemos
es uno solo y que no podemos mudarnos a otro.
En ese sentido,
la democracia en un contexto nacional o un contexto
internacional implica la discusión, la
generación de alternativas comunes y el
reconocimiento de responsabilidades compartidas.
No obstante, la posición que cada uno
de nosotros, como sujetos esgrima en función
de dichos acuerdos, será completamente
distinta en la medida que nuestras soluciones
emanen de posiciones ideológicas diversas.
Así por
ejemplo, la construcción de espacios de
relación se deriva necesariamente de una
concepción distinta de los ámbitos
de lo público y de lo privado, en el sentido
de que privado es aquello que responde a lo individual
y frente a lo cual el poder de decisión
emana directamente de la constitución
propia del sujeto, mientras que lo público
implicaría una noción de conjunto,
una referencia a lo que es de todos, pero sobre
todo una construcción abstracta que no
existe por sí sola, sino que requiere
de la civilidad y de los acuerdos.
Para su existencia,
incluso lo privado requiere de la existencia
de lo público, es decir del reconocimiento
de aquellos que viven en sociedad de que los
bienes pueden es de naturaleza privada, pero
también de naturaleza pública.
Y es que los sujetos únicamente se constituyen
en individuos públicos en tanto que se
convierten en ciudadanos y en tanto que son capaces
de tomar decisiones como tales.
Por lo mismo,
tanto la idea de sociedad civil como las características
propias del comportamiento ciudadano, son claves
para entender la vida en sociedad, al menos dentro
de un sistema democrático.
Ahora bien,
esta noción de lo público por contraposición
a lo privado no existió siempre. Según
Weber, la separación entre el patrimonio
público y la hacienda personal fue un
proceso gradual cuyo propósito fundamental
fue la separación de los bienes domésticos
de los del presupuesto público, la formación
de la burocracia estatal y el ejército
(Weber, 1969). En ese sentido, como también
lo señala Bockelmann (1983), la estructura
social y especialmente las clases burguesas fueron
las que determinaron la noción de lo público
con referencia clara a la naturaleza de su propiedad
privada, pero además en relación
directa a su poder de clase. Como bien señala
Locke entonces, el concepto de propiedad privada
aparece asociado al de sociedad civil (Locke,
1997).
Posteriormente,
la idea de lo privado va a desarrollarse junto
con toda una construcción cívica
y ciudadana hasta evolucionar en una progresiva
diferenciación entre la sociedad civil
y el Estado. Así, el concepto de lo público
va ir adquiriendo una de sus connotaciones actuales,
vinculándolo más con la noción
de lo estatal. (Rabotnikoff, 2005).
Por otra parte
está la noción del mercado. Su
aparición tiene que ver por supuesto con
el liberalismo pero también con el origen
del capitalismo como derecho fundamental a la
acumulación de la riqueza.
En realidad,
como conceptos el origen del Estado y el desarrollo
del mercado son paralelos. Ambos se vinculan
en el momento en el poder aparece sustentado
en un valor de cambio acordado. Resulta por tanto
natural, que los límites entre la sociedad
civil y el Estado, o entre lo privado y lo público
se entiendan de manera diferente, ya que sus
límites están en función
de una definición o redefinición
de aquello que es de la competencia del ámbito
privado, y de aquello que es de naturaleza pública.
Desde luego cualquier definición en ese
sentido implica la construcción de consensos.
Existen, sin
embargo, diversas perspectivas respecto de cuáles
son las mejores formas de alcanzar consensos.
Por su parte, la búsqueda de consensos
requiere de una articulación particular
entre el Estado y la sociedad civil, y la participación
que cada uno de ellos tenga en la vida social
dependerá en mayor o menor medida de la
asignación que se le haga, ya sea al Estado
o a la sociedad civil, en la responsabilidad
de llegar a acuerdos y ponerlos en práctica.
Así por
ejemplo, desde la teoría política
el funcionalismo abogaría por la aplicación
de procesos de socialización que serían
en un momento dado los responsables de aminorar
el conflicto y asegurar los consensos; el historicismo
retomaría el problema de la legitimidad
en términos de garantizar la convivencia
entre los sujetos, así como la necesidad
de lograr la legitimidad en la toma de decisiones
a través de la elección libre;
mientras que el materialismo histórico
nos recordaría la eterna tensión
entre las clases dominantes y las subalternas
indicando que, de manera inevitable, los consensos
son impuestos a través de los aparatos
ideológicos del Estado con propósitos
claramente hegemónicos. En esta reflexión
desde luego estaría presente la discusión
filosófica acerca de la moralidad y del
papel del sujeto en la búsqueda por un
espacio de relación con otros.
Las formas de
alcanzar el consenso dependen, por tanto, de
visiones diferentes de la sociedad civil y del
Estado.
Para unos, desde
el liberalismo político y desde la teoría
democrática, el sujeto es capaz de tomar
decisiones libres y racionales; de manera que
la discusión racional y libre con otros,
le llevará necesariamente a los consensos.
El consenso por tanto, es alcanzable solo y en
la medida en que se privilegien la lógica,
el diálogo, la argumentación y
la discusión racional. La discusión
racional no puede sino emanar de una argumentación
libre. (Habermas, 1989).
Para otros,
en cambio, el diálogo no es posible porque
el sujeto no es libre, sino que su racionalidad
se encuentra limitada por la manipulación
y la extorsión de la que ha sido históricamente
ha sido víctima. En este sentido, el hombre
entonces es incapaz de tomar decisiones por sí
mismo. Su racionalidad está impedida por
tanto de una argumentación sólida,
ha sido víctima de la manipulación
y la propaganda y por tanto no es capaz de alcanzar
consensos con otros hombres. El Estado, por tanto,
debe tomar las riendas de la actividad social
y decidir en conjunto lo que conviene a todos
los hombres dentro del marco de la convivencia
social. (Schmitt, 1999).
Así por
ejemplo, para Schmitt el liberalismo es la expresión
teórica de los intereses del capitalismo,
que pretende controlar y dividir al Estado al
punto de convertirlo en un instrumento de su
dominación. Por eso, el Estado debe ser
fuerte y suprimir las garantías individuales,
de manera que no exista la posibilidad de crecimiento
de la actividad del capital. El Estado para Schmitt,
por tanto, debe ser capaz de ejercer el monopolio
de lo político a fin de implantar el orden
social. No obstante, una actividad estatal fuerte
en busca de una esfera pública sólida,
suprimiría todos los vestigios de una
esfera privada libre.
Según
Hanna Arendt, la esfera pública está
basada en la igualdad y en la universalidad de
la ley; la esfera privada está basada
en la particularidad. No todos nacemos iguales,
pero nos volvemos iguales la ley y ante los demás.
La vida política se basa sobre la idea
de que podemos “construir igualdad”,
pero que esa construcción requiere de
organización reconociendo nuestras diferencias
y nuestras limitaciones (Arendt, 2005).
No obstante estas posibilidades de relación,
el contractualismo originario en el pensamiento
de Hobbes, o de Rousseau ha cambiado.
Asistimos a
un resurgimiento de un individualismo, que requiere
la revisión del papel del Estado como
garante de las libertades y los derechos entre
aquellos sujetos que son parte del todo social.
El nuevo contractualismo
implica entonces definir con claridad los derechos
y las responsabilidades del sujeto y del Estado
para la resolución de aspectos específicos
de la relación social.
Está
claro que ante el repliegue de los Estados nacionales
y las nuevas tendencias de la política
es necesario una mayor participación de
la sociedad civil, pero dicha participación
requiere, de manera fundamental la capacidad
de organización y de articulación
de consensos.
El pensamiento
liberal y el ideal democrático que se
instalaron a últimas fechas de manera
hegemónica en buena parte de los Estados
modernos, se han consolidado en lo que Dahl llamó
“poliarquía” (Dahl, 1993).
Así esta relación estructural hizo
posible que se equipararan los postulados del
liberalismo económico junto con los del
liberalismo político, confundiendo de
esta manera los derechos democráticos
con los derechos a la generación de riqueza
y al establecimiento del capital.
No obstante,
es bien sabido que aún cuando en una sociedad
se estableciera un proceso eficiente de generación
de riqueza, esto no garantizaría una distribución
equitativa de los bienes y los recursos. De hecho,
dado que la generación de riqueza aparece
fundamentalmente como parte de los derechos individuales,
es muy difícil que los ciudadanos busquen
distribuir los beneficios adquiridos de manera
individual entre los miembros más desprotegidos
de la sociedad. Por ello, es común que
la ciudadanía conciba al Estado como el
único garante de su seguridad, felicidad
y bienestar económico.
En su actividad
económica el sujeto normalmente se remite
a la búsqueda individual de su bienestar
y felicidad, mientras que como ciudadano espera
que el Estado garantice un mínimo de condiciones
sociales para que dicha actividad se lleve a
cabo. No existe por tanto una concepción
integral del individuo en tanto que ente político
y ente económico.
El sujeto se
encuentra pues escindido entre su naturaleza
como ente político y como ente económico.
Como ente económico,
el sujeto se reconoce como generador de riqueza
y como consumidor de bienes. Sus derechos y libertades
individuales se encuentran articulados alrededor
de su satisfacción personal e inmediata
como consumidor. Los consumidores asumen que
esas libertades no necesariamente deben ser coincidentes
con las libertades de los demás, porque
los mercados generalmente son lo suficientemente
grandes como para garantizar una oferta amplia
para todos. Ahora bien, las libertades y los
derechos individuales son la piedra angular del
liberalismo, pero también es necesario
el reconocimiento de las libertades y derechos
individuales de los otros. Solo así es
que es posible trascender de nuestra dimensión
económica individual a nuestra dimensión
pública o política, esto es, solamente
pensando en términos del otro es que podemos
construir una verdadera noción de comunidad.
Así,
la convivencia social implica la construcción
de un espacio público, y la conducta cívica
no existe desde el punto de vista de la esfera
privada. El sujeto requiere pues hacer un esfuerzo,
un sacrificio para pensar en el bienestar público
antes que en el propio, a fin de arribar a la
construcción de consensos.
El problema
es que, con un Estado reducido, rehén
de los grupos económicos y de interés,
la conducción de los asuntos políticos
queda en manos de la sociedad civil. Y con una
ciudadanía poco entrenada en la construcción
del espacio público y acostumbrada al
ejercicio de las libertades en busca de la satisfacción
individual, la problemática es inevitable1.
Como consumidores
el mercado nos ha entrenado en los mecanismos
necesarios para obtener la satisfacción
inmediata, mientras que como ciudadanos, la política
requiere de diálogo y tolerancia, procesos
que no necesariamente se logran de manera rápida
sino que requieren de voluntad y de paciencia.
La esfera privada
ha sido por tanto irremediablemente trasladada
a la vida pública, pero sin un proceso
de transición de por medio. Los sujetos
exigen soluciones inmediatas a problemáticas
que involucran procesos complejos y de largo
alcance. La construcción de consensos
a través del diálogo se ha eclipsado
dejando asomar únicamente a una colección
de intereses individuales que poco o nada tienen
que ver con la voluntad general. Al no encontrar
solución rápida, la ciudadanía
se desespera; y es que cuando la pluralidad de
opiniones colapsa con la generación de
un espacio público, lo que sobreviene
es el conflicto.
Se nos olvida
que el ser humano puede transformar la realidad,
pero solamente de manera consensuada. El mundo
es pues, el resultado de nuestros esfuerzos coordinados
para llevar a cabo una vida en común,
pero también de la necesidad de luchar
contra las inequidades y la destrucción
que el hombre mismo ha creado en todo este proceso2.
La construcción
del nuevo espacio público en el contexto
de la globalidad
En un mundo globalizado las demandas de la sociedad
civil, anteriormente articuladas a mecanismos
de eficientización de la administración
pública estatal, aparecen como dependientes
de la imposibilidad de los Estados nacionales
para responder a las demandas y a las expectativas
globales. Y es que hoy en día los gobiernos
estatales tienen que responder a presiones internacionales
que poco o nulo margen les dejan para la satisfacción
de sus necesidades internas.
El sujeto postmoderno
de la sociedad global si bien no ha aprendido
todavía a ejercer sus competencias ciudadanas
en términos de la construcción
de los consensos a nivel nacional, mucho menos
lo ha hecho para constituirse como ciudadano
de la globalidad.
Las necesidades
y los derechos individuales se han extendido
al resto del mundo, ya que los consumidores locales
son ahora consumidores globales, pero los derechos
y las obligaciones ciudadanas poco o nada han
logrado trasladarse a las responsabilidades globales
para cuidar a un mundo que nos pertenece a todos.
Las nuevas instituciones
reguladoras de la totalidad son las grandes corporaciones
empresariales. Los Estados nacionales han cedido
espacio a la participación de sectores
de la población encaminados a la acumulación
del capital, y han dejado fuera de su órbita
a los sectores menos desprotegidos.
El gasto social
se ha convertido no en la inversión de
un espacio público mejor para todos, sino
en la dádiva que se otorga a los sectores
que no han accedido a la riqueza, o en el seguro
de cobertura que se paga para garantizar la inmovilidad
entre sectores potenciales de conflicto y que
representan un peligro para la estabilidad social.
Entre otras
cosas, el énfasis en la esfera de lo privado,
en la maximización de los satisfactores
sociales o la eficiencia de los recursos para
la satisfacción del individuo, así
como la imposibilidad del sujeto para construir
la noción del nosotros, o la noción
de lo público, son responsables de que
el gasto social sea interpretado precisamente
como un gasto y no como una inversión.
La reproducción
de la nueva individualidad difundida ampliamente
entre las nuevas estructuras sociales, y cortada
transversalmente a través de los medios
de comunicación contribuye de manera sustantiva
a enfatizar el espacio privado por encima de
la construcción del espacio público.
En ese sentido, los mensajes de los medios de
comunicación se muestran como inconexos,
totalmente desvinculados de un mundo interconectado
habitado por todos, y en el que debieran privilegiarse
la convivencia y los consensos.
No es de extrañarse
entonces la imposibilidad de construir discursos
del nosotros colectivo, basado en la solidaridad,
pero no por la caridad, sino como vía
de la construcción conjunta de un proyecto
de nación.
Y es que la
construcción de un proyecto de nación
se juzga como una responsabilidad del ámbito
del político y del Estado, de quien elige
por voluntad contribuir al ejercicio público,
como parte de un espacio público totalmente
desvinculado del espacio privado y no como una
precondición de ejercicio de éste.
Así, lo que regularmente sucede, como
precondición propia de una estructura
política estatizante en la cual el sujeto
tiene poca o ninguna participación en
la solución de los problemas sociales,
es que se deja en manos del Estado la responsabilidad
de definir el rumbo de la actividad social y
pública.
La pérdida
de libertad y racionalidad se convierte de esta
manera, en uno de los subproductos de los sistemas
políticos castrantes de la libertad y
de la racionalidad de los ciudadanos3.
¿Cuál
puede ser entonces la posible solución
a esta pérdida del sujeto? ¿En
qué medida puede el sujeto reencontrar
su autonomía?
Los sujetos
recuperan su individualidad solamente en tanto
que eligen libremente usar esa libertad y esa
racionalidad para conocer y trabajar hombro con
hombro con otros ciudadanos a fin de eliminar
las inequidades y las injusticias de las nuevas
condiciones de competencia global. Como bien
dice Arendt4,
el mundo solo puede ser el resultado de nuestros
esfuerzos coordinados para llevar a cabo una
vida en común, pero también de
la necesidad de luchar contra las inequidades
y la destrucción que el hombre mismo ha
creado en todo este proceso.
Así por
ejemplo Alain Touraine (2000), sugiere que la
única forma de volver a reencontrarnos
con el otro consiste precisamente en llegar al
reconocimiento de todo ser humano en tanto que
Sujeto (así, con S mayúscula),
es decir como un ser humano capaz de expresar
sus diferencias, pero también de reconocer
los derechos del otro. Sólo la idea de
Sujeto puede crear no sólo un campo de
acción personal sino, sobre todo, un espacio
de libertad pública5.
Y es que para Touraine, al unirse con el liberalismo
económico, el liberalismo político
ha trastocado sus principios fundamentales básicos.
La acción utilitaria e instrumental de
los mercados se ha constituido en la nueva piedra
angular que media las relaciones sociales, cuando
que los seres humanos no tenemos a las diferencias
individuales o culturales, la eficiencia de nuestros
sistemas o a la utilidad de los bienes o servicios
que producimos, intercambiamos o consumimos como
común denominador, sino que es precisamente
vivir en comunión con otros, lo que nos
hace trascender en nuestras debilidades y convertirlas
en virtudes.
Por tanto, únicamente
lograremos vivir juntos si reconocemos que nuestra
tarea común estriba en combinar acción
instrumental e identidad cultural, es decir,
si cada uno de nosotros se construye como Sujeto
y si nos damos leyes, instituciones y formas
de organización social cuyo objetivo principal
sea proteger nuestra exigencia de vivir como
Sujetos de nuestra propia existencia.
Debemos aprender
a vivir juntos. Y aprender significa des-recorrer
el camino y volver a emprender la marcha; por
tanto, debemos aprender a con-vivir sobre la
base de la tolerancia, en un espacio común.
La comunicación,
eje de la vida social
Una vez definido el espacio privado como el ámbito
de ejercicio individual y autónomo del
sujeto, y el espacio público como el ámbito
de la construcción de consensos, es menester
aclarar que el tránsito entre uno y otro
no es posible sin la comunicación.
Por definición
comunicar significa hacer común,
encontrarnos con el otro en un espacio de relación
en el que una alternativa viable de mundo sea
posible para ambos.
En ese sentido
la comunicación, como bien ha mencionado
Luhmann se convierte en el eje de la vida social,
y el poder político, característica
del sistema jerárquico que privilegia
la división de funciones, debería
ser sustituido por un poder comunicativo, característico
de la persuasión y la búsqueda
de consensos (Luhmann, 1998). Ya otros autores
como Habermas (1989) y Koselleck (1988), habían
hecho énfasis en la venida de este hombre
postmoderno y en la crisis de la racionalidad.
No obstante, la premisa sigue siendo la misma:
si no se recupera la posibilidad de la comunicación
y de la búsqueda de los consensos, tendremos
poca probabilidad de recuperar una debilitada
voluntad para la convivencia y una elemental
capacidad para la resolución de conflictos.
Dos problemáticas
resultan fundamentales para el ejercicio de la
pluralidad y la comunicación en el siglo
XXI: La primera de ellas: la tolerancia. La segunda:
el respeto a la diversidad cultural.
El final del
siglo XX y el principio del siglo XXI han registrado
movimientos geopolíticos fundamentales
y la reconstrucción del mapa internacional.
El número de naciones independientes se
ha multiplicado; los grandes núcleos ideológicos
concentradores de poder se han pulverizado y
ello ha dado por resultado una fragmentación
de los discursos unificadores que anteriormente
daban cohesión a los grupos humanos.
Como hemos dicho
anteriormente, los Estados nacionales han cedido
poder y se han plegado ante los grandes consorcios
industriales y comerciales dando origen a un
nuevo tipo de imperialismo (Hardt y Negri, 2002).
Los medios de
comunicación se han vuelto mundiales pero
aún cuando los mensajes circulan, poco
o nada tienen que ver con los millares de receptores
que acuden a ellos mayoritariamente en busca
de una satisfacción personal y poco o
nada contribuyen a zanjar las distancias entre
sus propias intersubjetividades (Wolton, 2006).
Parte de la
problemática es entonces la multiplicación
de los Estados Nación (sobre todo la presencia
de Estados nuevos que surgen de diferencias lingüísticas
y culturales), la pérdida de poder y de
capacidad para instrumentar soluciones para satisfacer
necesidades sociales, su empequeñecimiento
en términos institucionales, su pérdida
de legitimidad y por último, ante los
discursos que pregonan la libertad y el derecho
a la expresión cultural en la democracia,
su incapacidad para resolver las problemáticas
de la intolerancia gestada al interior de sus
sociedades.
Para Wolton,
la intolerancia es el peor de los peligros para
este siglo (Wolton, 2006).
Los vientos
de la democracia, impulsada como la visión
política de occidente, nos han obligado
a defender los derechos y libertades individuales,
pero poco hemos entendido que las libertades
individuales deben ser trasladadas al ámbito
de lo social. Por otro lado, la globalidad y
los nuevos medios de comunicación nos
han interconectado de manera tal que tenemos
acceso a una multiplicidad de mensajes y de formas
de expresión múltiple; sin embargo,
de manera irónica hoy en día somos
más individualistas y estamos más
aislados que nunca.
En la recuperación
de nuestra individualidad y de nuestras libertades
políticas los sujetos somos ahora más
incapaces que nunca de encontrarnos con nuestros
congéneres y descubrir en el otro
las mismas capacidades y cualidades humanas.
Por otro lado, en el afán de defender
nuestra individualidad y nuestras preferencias
hemos llegado al punto de los enfrentamientos,
mientras que frente al empequeñecimiento
y pérdida de poder de los Estados hemos
perdido también la capacidad de construir
los grandes discursos unificadores generadores
de consensos. Antes bien, queriendo recuperar
la legitimidad de sus gobiernos o de sus propuestas
políticas, algunos líderes y algunos
Estados nacionales están queriendo recuperar
liderazgo buscando los enfrentamientos o las
diferencias, y es que como bien decía
Schmidtt (1999), no hay mejor forma de unificar
al pueblo que articulando el consenso a través
del combate con un enemigo común, y no
hay mejor aglutinador que buscar la cohesión
atacando al otro por sus diferencias de religión,
raza o lengua.
Irónicamente, por tanto, el mundo está
buscando separarse en lugar de unirse.
No entendemos
que los problemas mundiales son ahora más
grandes que todos los individualismos y todas
las nacionalidades y que solamente unificando
las voluntades podremos resolverlos de una manera
efectiva.
¿Qué
posibles soluciones hay frente a todo esto?
Los Estados
nacionales tendrán que admitir sus identidades
culturales y políticas diversas y aprender
a trabajar con ellas, mientras que los sujetos
tendremos que trabajar muy duro para recuperar
la posibilidad de pensar no sólo en la
diferencia, sino también en la integración.
Medios
de comunicación y espacio público
En sus orígenes, los medios de comunicación
fueron concebidos como articuladores del espacio
público.
Por definición,
ya fuera que se distribuyeran a través
de ondas hertzianas, o bien a través de
vehículos físicos, las comunicaciones
masivas transitaban a través de canales
concebidos como parte del patrimonio de una sociedad.
Paralelamente, el nacimiento de la mayor parte
de las instituciones de medios fue albergado
por instituciones políticas en las cuales
el Estado cubría bajo su manto a la actividad
de la comunicación social. En la mayoría
de los países los medios de comunicación
masiva nacieron a principios del siglo XX y alcanzaron
su desarrollo y difusión masiva hacia
la mitad de ese mismo siglo. Eran los tiempos
del Estado benefactor. Por tanto, la comunicación
masiva era considerada como un campo de atribución
natural del Estado.
No obstante,
el fenómeno de expansionismo del capital
llevó a la comunicación y a las
instituciones de medios mucho más allá
del ámbito de operación de los
Estados nacionales. La multiplicación
de organizaciones internacionales de medios además
de la estructuración de un campo simbólico
de difusión internacional, permitió
la reproducción del capitalismo a través
de medios y canales de comunicación de
alcance global.
Paralelamente
la tecnología de medios comenzó
a transformarse de manera que la actividad pública
de los medios comenzó a invadir poco a
poco más al espacio privado.
Los mensajes
de los medios dejaron de ser auténticamente
masivos para convertirse en mensajes personalizados
que compartían poca o nula coincidencia
con los que se envían a la mayor parte
de los consumidores de medios en el planeta.
Los espacios
de reproducción masiva de contenidos simbólicos
sufrieron un proceso esquizofrénico: por
un lado coinciden con el resto de los mensajes
que circulan en el entorno global, debido a que
comparten el mismo discurso unificador global
de reproducción del sistema capitalista;
pero por otro lado se distinguen de los demás
en tanto que fragmentan los contenidos e impiden
la construcción de representaciones conjuntas
y la generación del consenso.
Los medios de
comunicación han dejando de ser considerados
instituciones con responsabilidad pública
para asumir, cada vez más, su carácter
de instituciones de interés privado. En
ese sentido, su responsabilidad social ha sido
subsumida en aras de la búsqueda de utilidad
privada.
Ambos procesos,
el de individualización de los contenidos
de los medios y el de la privatización
definitiva de las instituciones encargadas de
producir los mensajes, han sido grandemente responsables
de la imposibilidad de los medios de contribuir
a la creación de un auténtico espacio
público.
Por su parte,
en la mayoría de los países el
Estado se ha replegado en la definición
de políticas públicas para la comunicación;
en parte porque lo hace de manera coincidente
con el resto de la actividad económica,
y en parte porque ante la incapacidad de competir
ha dejado hacer y deshacer a la iniciativa privada.
Como dice Offe, como resultado de fuerzas económicas
del mercado mundial, y ante la absoluta hegemonía
de las políticas neoliberales, la globalización
ha logrado que la política se declare
incapaz de responsabilidades (Offe, 1995).
Por otra parte,
los Estados nacionales han justificado la concepción
pragmático-política que orienta
su actividad, sobre la base de un liberalismo
extendido y cobijados por un aura de democracia
que respalda la libertad de las instituciones
de medios para abastecer a los mercados con mensajes
diversos, y a los consumidores para garantizar
su libertad de elección en el consumo.
Es así
que el comportamiento divergente entre el comportamiento
del Estado, las instituciones de medios y los
consumidores de mensaje convierte en algo prácticamente
imposible la generación del consenso.
Si bien respetar
las libertades y los derechos individuales resulta
garantía de la existencia de una democracia,
no es su precondición única. Es
necesario también el diálogo, la
tolerancia, el reconocimiento de aspectos de
beneficio común sobre los cuales es imprescindible
poner en acción una constelación
de libertades y de voluntades. No es posible
por tanto, articular un espacio público
a partir del afianzamiento de los espacios privados,
como tampoco es posible transitar más
allá del individualismo y del relativismo
a menos de que se haga un esfuerzo real de comunicación
para ello.
Por otra parte,
tampoco es muy posible que, una vez conquistados
los espacios de lo privado y construidos como
una ilusión de lo público, las
instituciones de medios sean las que se replieguen
para dar nuevamente el control al Estado6.
Karl Otto Apel
sugiere que esta condición de separación
del Estado del bien público, dificulta
aún más la posibilidad de alcanzar
condiciones de justicia no solamente en el entorno
nacional, sino también en el entorno internacional;
de manera que una de las formas en que se está
intentando generar una concepción política
de lo que es la justicia global es precisamente
a través de la creación de un “consenso
sobrepuesto”.
Ese consenso
sobrepuesto, como hemos visto en muchos casos,
tiene el peligro de convertirse en un discurso
vacío, que no busca precisamente la articulación
de todos los intereses presentes en aras de un
objetivo social común, sino que simplemente
disfraza las verdaderas intenciones de quien
lo enuncia.
Por tanto, como
instituciones enunciadoras de discursos, tanto
los medios de comunicación como las propias
instituciones políticas tendrían
que cuidar de respetar la esencia de sus propios
discursos en tanto que enunciados éticos,
ya que, siguiendo a Rawls, un consenso que fuera
“político en un sentido falso”
no permitiría establecer un orden político
justo (Rawls, 1985, 1998). Y es que Apel se pregunta
si efectivamente en condiciones de globalidad
será posible que el liberalismo logre
una situación de justicia, sobre todo
cuando en la situación actual, y ante
un posible choque entre los diversos grupos o
entre las culturas, las consecuencias políticas
serían desastrosas.
Por tanto, ante
la obvia separación entre el ámbito
de lo privado y de lo público, no queda
sino buscar la forma de unificar nuevamente ambas
esferas, y la alternativa debe estar nuevamente
en la comunicación (Apel et al, 1991).
Siguiendo a
Rawls, Apel sugiere que la única manera
de vincular el discurso del consenso sobre puesto
dentro de los márgenes de una democracia
liberal de tradicional occidental, es buscar
la justicia y a los derechos humanos como la
base del consenso político (Apel, 2005).
Solamente encontrando un lugar común sobre
la base de esas libertades y derechos fundamentales
es que se podrá unificar la esfera de
lo privado con la esfera de lo público.
La reflexión, sin embargo, debe ser en
un principio filosófica antes que política;
solo de esa manera será posible privilegiar
a la razón antes que a la intención7.
Libertad y responsabilidad
son dos elementos fundamentales, ejes del liberalismo
político y de la democracia, pero la escisión
entre ambos no es inmanente sino arbitraria.
En esencia, no se puede tener libertad sin responsabilidad,
como no se puede clamar la libertad y el aseguramiento
de los derechos individuales (privados), sin
el reconocimiento a la existencia de tales derechos
por parte de los demás o de la autoridad
constituida en su representación (públicos).
Tanto el Estado
como el mercado representan construcciones artificiales
y sustentadas a su vez sobre la base de un acuerdo
de orden público ya que, ninguna de ellas
existiría de no ser por el designio consensuado
de los sujetos. Por tanto, resulta paradójico
que hoy en día los sujetos nos sintamos
dominados por dos instituciones esencialmente
creadas a través de una convención
eminentemente artificial.
¿Cuál
debe ser entonces el papel del mercado o del
Estado en la administración de la riqueza?
¿Cuál el de los sujetos en la definición
de aquellos aspectos que constituyen la esencia
de su relación con los otros? ¿En
qué medida el Estado y el mercado deben
operar bajo el principio de autonomía
y en qué medida son los ciudadanos quienes
deben poner límites a su operación?
Dado que ambas entidades constituyen un subproducto
de la interacción entre lo público
y lo privado, es menester no solo reflexionar
acerca de sus límites, sino también
sobre aquellas formas de articulación
que permitan una vinculación más
justa entre quienes se relacionan en ellas.
Conclusiones
Las esferas de lo público y lo privado
han sido poco estudiadas, particularmente en
el ámbito de su vinculación con
la participación política. Sobre
todo porque regularmente se piensa en la participación
política como una expresión exclusiva
de la esfera pública y no como una resultante
de la racionalidad del sujeto en el campo de
lo privado.
La filosofía
política nos marca que tanto lo público
como lo privado son concepciones relativamente
recientes en la historia, y que la escisión
entre ambos ámbitos tuvo un origen eminentemente
pragmático-político, que aparecen
para justificar la aparición del Estado
por contraposición a la actuación
de la sociedad civil, cuando que en realidad
ambas dimensiones representan simplemente aspectos
de un mismo fenómeno integral en los que
se enmarca el sujeto. Por tanto, a fin de comprender
con mayor claridad su importancia, es que nos
hemos acercado a otros órdenes y dimensiones
sociales de su relación y hemos decidido
utilizar a la comunicación como el eje
de la articulación de nuestro análisis.
En este trabajo,
por tanto, abordamos a lo público y a
lo privado desde la perspectiva de la comunicación;
porque estamos ciertos de que la comunicación
constituye la piedra angular que permite zanjar
estas diferencias artificiales desarrolladas
entre el ámbito de lo público y
el de lo privado.
Así pues
nuestra recomendación es que, a fin de
encontrar puentes que permitan construir consensos
para la convivencia política, la comunicación
debe ser el puente que vincule precisamente la
expresión en el terreno de lo individual
con su manifestación pública. Como
hemos dicho anteriormente, no podemos alcanzar
puntos de acuerdo si no entendemos que la satisfacción
individual debe ser postergada en aras de un
beneficio común de mucha mayor trascendencia
y largo plazo.
Por tanto, proponemos que la comunicación
debe ser reformada desde el sujeto, para convertirlo
realmente en Sujeto, es decir, en individuo libre,
racional y autónomo, capaz de tomar decisiones
y de llegar a consensos.
Por otro lado,
en este trabajo también hemos apuntado
que en gran medida la transformación de
los espacios de lo público y lo privado
se debe a la vinculación errónea
a la que se ha arribado en los últimos
tiempos entre los ideales del liberalismo político,
que convierte en equivalentes los derechos y
las libertades individuales básicas, con
los comportamientos del liberalismo económico,
cuya única atribución es conseguir
la satisfacción inherente a las necesidades
reales o ficticios de los consumidores.
En este sentido,
el discurso global de unificación social
construido sobre la base de una extensión
artificial de la esfera privada, ha eliminado
el consenso como necesidad para la articulación
del espacio público.
La generación
de consensos, por otra parte, es un requisito
fundamental para la construcción de condiciones
de vida en común: requiere de la comunicación
y de la articulación de discursos que
busque escuchar antes que enunciar, proponer
antes que deslegitimar, convencer antes que manipular.
Pero esa comunicación no es posible si
el Sujeto no reconoce al otro como Sujeto, es
decir, como individuo capaz de construir un espacio
público para la convivencia en común.
Lamentablemente,
son los medios de comunicación los que
inundan al espacio público con un discurso
que, más que buscar la articulación
de consensos y esgrimiendo a la objetividad como
excusa, presentan las distintas posturas individuales
como contrarias e irreconciliables.
¿Cómo
es posible entonces que los medios aspiren a
cumplir con su responsabilidad social, cuando
su discurso borda por encima de la pluralidad
de discursos inconexos aspirando a generar un
consenso superpuesto? ¿Cuando antes que
facultar una mejor interpretación del
mundo para buscar puntos de convivencia o de
reencuentro, oscurecen el panorama y separan
a los grupos? Y es que, en la lógica de
la dicotomía entre lo público y
lo privado y olvidando su responsabilidad pública,
la mayor parte de los medios ha recuperado su
identidad privada, convirtiéndose con
ello en árbitros de conflictos sociales
que ellos mismos han contribuido a generar.
Nuestra demanda
es pues devolver a la comunicación su
verdadero sentido, que es el de la unión
y el del diálogo; por ello proponemos
como fundamental revisar su papel, no únicamente
en el ámbito de la vida privada, sino
también en el campo de su actividad social
o pública.
Notas:
1
El concepto postmoderno de hombre sugiere un
nuevo sujeto individual que vive en apatía
y que rechaza generar un compromiso con respecto
de otros. Este fenómeno es característico
del fin de una era y es acompañado de
todo tipo de manifestaciones sociales, desde
lo microsocial cuando el individuo carente de
voluntad para el compromiso, rechaza a las instituciones
como la familia o el matrimonio, e incluso hasta
en lo político, cuando el ciudadano toma
las riendas de la conducción social rechazando
a las instituciones tradicionales.
2 Hanna Arendt
(2005). La condición humana.
Barcelona: Paidós.
3 En cierta
medida, la acción ideologizante de medios
de comunicación y de otras instituciones
puede inhibir la participación social
en lugar de incrementarla. Un medio de comunicación
puede inducir a la pasividad presentando situaciones
en las cuales se pone de manifiesto que la realidad
es inamovible y “no hay nada que hacer
al respecto”.
4 Opus. Cit.
5 Alain Touraine
(2000). ¿Podemos vivir juntos?: Iguales
y diferentes. México: Fondo de Cultura
Económica
6 Tendría
que ocurrir un movimiento de recomposición
de lo político a partir de la propia sociedad
civil, que dentro de los propios cauces de la
elección popular permita a la sociedad
alejarse de las tendencias neoliberales, como
ha sucedido en algunos países. No obstante,
esos movimientos hacia las izquierdas han tenido
que luchar no solamente en contra de las fuerzas
de derecha al interior de sus propias naciones,
sino también navegar a contracorriente
de las fuerzas del capitalismo internacional.
7 Y es que
al privilegiar la intención nuevamente
emerge el ámbito de lo privado por sobre
lo público.
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Dra.
María de a Luz Casas Pérez
Tecnológico de Monterrey
Campus Cuernavaca, Mor. México. |