Por Hildegard Albrecht
Número
56
A sus ochenta
y tantos años de existir por fin llegó
la abundancia a su vida:
Abundancia de achaques,
Abundancia de frustraciones,
Abundancia de recuerdos,
Abundancia de fantasías.
También
a sus ochenta y tantos años de existencia
y con varios lustros de vivir prácticamente
solo, la verdad es que ya era un viejito un tanto
mañoso.
Los achaques
lo limitaban. Lo obligaban a actuar solamente
desde su silla de ruedas. Pero desde allí,
y por los pasillos del super, se las
arreglaba para ejercer sus fantasías...
y así cumplir diariamente con su perpetua,
imprescindible y cada vez más difícil
tarea de sentirse aún vivo.
En los pasillos
del super acostumbraba abordar con entusiasmo
pero siempre caballerosamente y con extrema cortesía
a cualquier mujer que, sola y distraída,
viniera hacia él.
Con gran sonrisa
y familiaridad pero siempre gentil y respetuoso
le profería un piropo fino y halagador,
y la saludaba efusivamente. Recordaba y en seguida
mandaba saludos al esposo—su “gran
amigo” fulano de… Y aquí fingía
amnesia súbita.
Con aparente
mortificación decía que dada su
edad ya no recordaba fácilmente ni siquiera
el nombre de su mejor amigo.
La sorprendida señora, ante su aparente
aunque fingida confusión, y sobre todo
ante su gran amabilidad, acababa dando nombre
y señas de su marido al desconocido pero
“íntimo” amigo de aquel.
Si la mujer
elegida resultaba soltera, ella con tierna suavidad
le indicaba al caballero que estaba en un error…
que seguro la confundía con otra.
En los dos casos
(mujer casada o mujer soltera) el afable caballero
le toma una mano entre las suyas y… ¡para
nada la suelta! Con alegría o con mil
disculpas -según el caso- la cubre con
inesperado, ligeramente ensalivado, pero siempre
caballeroso ¡beso!
Así es
como este buen hombre a diario, en el super
se provee de todo lo necesario para alimentar
su algo triste figura. De paso, montado en su
noble corcel, pero imposibilitado para bajar
de su Rocinante Rodante, alimenta además
a su hambre espiritual con una buena dosis del
vital y siempre reparador “contacto humano”.
Concluido el
suave beso suelta con obvio pesar la mano. Hábilmente
se echa en reversa para no estorbar y, con elegante
gesto, brinda libre paso a la hermosa dama, ahora
tan complacida como turbada.
En un santiamén
se retira… Cambia de rumbo y se aleja.
Rápidamente deja atrás los lácteos,
pasa por los detergentes y, cuando va llegando
a las legumbres, JURO que a distancia pero con
toda claridad escucho el rítmico resonar
de los cuatro cascos y el sorpresivo estallido
de dos estridentes relinches de un fantástico
corcel que avanza brioso por los pasillos de
este antes ordinario supermercado.
Hildegard
Albrecht de Sotomayor
Maestra y escritora, México. |