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Por José
Miguel Esteban
Número 21
Introducción
El
pensador norteamericano Charles Sanders Peirce es generalmente reconocido
por su papel en la fundación del campo disciplinar de la
Semiótica. De hecho, su teoría falibilista de la ciencia
puede ser interpretada como un capítulo de su teoría
general de los signos. Bajo esta interpretación, dicha teoría
cobra singular relevancia en un ámbito como la teoría
de la racionalidad, constituyendo una decisiva aportación
a las teorías pragmatistas contemporáneas de la racionalidad
un concepto que, por lo demás, nos resulta tan característicamente
filosófico como filosóficamente insoslayable. Simplificando
un poco, podríamos afirmar que el rasgo distintivo de las
teorías pragmatistas de la racionalidad reside en la centralidad
que éstas conceden a las prácticas en la génesis
y la estructura de la normatividad cognitiva. Ese desplazamiento
hacia las prácticas significa una definitiva ruptura con
la epistemología clásica, entendiendo por tal aquella
que hundía sus raíces en ideal de ausencia de
presuposisiciones del cartesianismo.
En
este escrito abordaré en primer lugar algunas de las virtudes
y las deficiencias de la teoría peirciana en torno a las
relaciones ente las disciplinas normativas. Posteriormente apuntaré
algunas posibles soluciones que otras variedades del pragmatismo
pueden ofrecer para paliar las deficiencias de la teoría
de Peirce. Por último, reivindicaré aquellas intuiciones
generales de la semiótica de Peirce que, según creo,
operan significativamente en algunas versiones contemporáneas
de la filosofía pragmatista. Pero antes de entrar de lleno
en nuestro tema, puede resultar útil señalar los puntos
de ruptura entre el pragmatismo y la epistemología clásica
en cuanto a la naturaleza y a la normatividad del conocimiento respecta.
En
primer lugar, (1) para la epistemología clásica, el
rasgo distintivo del conocimiento era su absoluta certeza, entendida
a la manera cartesiana, como la absoluta imposibilidad de poner
algo en duda. Para el pragmatismo, por el contrario, si hay algo
que caracteriza el conocimiento genuino es su carácter experimental,
hipotético y falible. En segundo lugar, (2) para la epistemología
clásica hay una clara diferencia entre actuar y conocer.
Para el pragmatismo, conocer es experimentar y, por lo tanto, es
una actividad deliberada. En tercer lugar, (3) para la epistemología
clásica las normas de corrección racional del conocimiento
son verdades eternas y a priori, válidas para todo tiempo
y lugar. El pragmatismo, por el contrario, mantiene un falibilismo
tout court: las normas y valores evolucionan y no son independientes
de un entramado cambiante de creencias fácticas de fondo.
El
pragmatismo del siglo XX ha ofrecido poderosos argumentos en contra
de la dicotomía entre hechos y valores. Hilary Putnam, por
poner un ejemplo cercano en el tiempo, defiende que la distinción
entre hechos y valores es irremediablemente difusa, ya que los propios
enunciados fácticos y los procedimientos experimentales con
que contamos para decidir si algo es un hecho o no lo es presuponen
valores[1]. ¿Qué
tipo de valores son éstos? Putnam apunta algo correcto, dado
que el discurso sobre una pura y exclusiva descripción de
los hechos no parece tener mucho sentido: para ser correcta, la
descripción fáctica ha de estar sujeta a ciertos criterios
y normas de selección, y sin éstas, carece de sentido
referirse a algo como un hecho. Los hechos son invariablemente los
hechos de un caso. Con todo, la pregunta del escéptico está
aquí justificada: bien, concedamos en llamar valores a esas
otras cosas que no son hechos. Así y todo, ¿en qué
sentido estos valores son valores éticos o estéticos,
y no puramente epistémicos? Hace casi más de un siglo,
Charles Sanders Peirce ideó una respuesta al escéptico
que aún hoy da qué pensar.
I.La
Lógica como determinación de la Ética en Peirce
Charles
Sanders Peirce ofreció una redefinición de las disciplinas
normativas (Lógica, Ética y Estética) que resulta
pertinente recordar aquí. Frente al tradicional concepto
de la neutralidad axiológica del razonamiento inductivo,
Peirce insiste en que la probidad ética es requisito de la
coherencia lógica: Para tener éxito en la inducción,
se necesita tener un hábito de probidad: un estafador seguro
que se tima a sí mismo. Y amén de la probidad, es
esencial la habilidad. Para la elección de la hipótesis
se necesitan virtudes más elevadas una auténtica
elevación del alma. Un hombre, como mínimo, tiene
que preferir la verdad a su propio interés y bienestar, y
no meramente a su pan de cada día, si quiere hacer algo por
la ciencia [2]. Según
Peirce, el buen razonamiento y las buenas costumbres son estrechos
aliados; con un mayor desarrollo de la Ética esta relación
aparecería como incluso más íntima de lo que
por el momento podemos probar que es[3].
Pasemos por alto el sentencioso tono victoriano de estas afirmaciones.
Peirce apunta en estos textos una redefinición de la Ética
como la disciplina que intenta descubrir aquel tipo de rectitud
que orienta la deliberación y el control de toda conducta,
incluyendo la investigación científica en cuanto actividad
deliberada. En consecuencia, según Peirce, si entendemos
la Ética así, como una ciencia general del control
de la conducta mediante la deliberación y la evaluación,
la lógica misma aparece como una disciplina sujeta a la Ética.
Afirmar que un pensar es deliberado es colegir que está
controlado, con la perspectiva de conformarlo a un propósito
o a un ideal. Se reconoce universalmente que pensar es una operación
activa. Consecuentemente, el control del pensar con vistas a conformarlo
a una medida o a un ideal, entendiendo por tal una ciencia intermedia,
y la teoría de lo primero tiene que ser un caso especial
de la teoría de lo segundo [...] la verdad cuyas condiciones
trata de analizar el lógico, y que constituye las aspiraciones
del que razona, no es más que una fase del summum bonum ,
que constituye el tema de la Ética pura[4]
Peirce repite así la vieja fórmula escolástica
de que lo verdadero es una especie de lo bueno. Al definir la Lógica
como la Ética del intelecto, Peirce quiso poner de manifiesto
que el razonamiento lógico es una operación activa
y deliberada, y como tal, está sujeta a las normas y criterios
de la Ética o la teoría general de la acción
controlada. Teniendo en cuenta ésta subordinación
de la Lógica a la Ética, ¿qué lugar
concede Peirce a la Estética, la tercera de las ciencias
normativas?
Christopher
Hookway ha expuesto con bastante agudeza las razones internas que
llevaron a Peirce a introducir la Estética en este preciso
punto. Según Hookway, un procedimiento de evaluación
es criterial cuando la acción a evaluar, incluyendo los procesos
cognitivos de razonamiento, puede ser efectivamente evaluada estableciendo
si satisface o no un principio general. Ahora bien, la amenaza de
regreso infinito nos lleva a pensar que, aunque los procedimientos
de evaluación sean criteriales, no toda evaluación
lo es. Cuando evalúo la satisfactoriedad de una acción
con respecto a una intención presupongo que la intención
es buena, y si evalúo la intención con respecto a
un ideal, presupongo que mis ideales son los correctos. Como no
puede haber una jerarquía infinita de criterios, surge el
problema del estatus de los estándares últimos[5]
Hookway adscribe a Peirce la idea de que es posible determinar cuáles
son los fines o valores últimos que deben emplearse para
evaluar la acción racional sin emplear procedimientos que
estén a la vez sujetos a evaluación. Según
Peirce, la Ética supone que hay algún estado
ideal de cosas que, independientemente de cómo se pueda llegarse
a él e independientemente de cualquier ulterior razón,
es bueno. En resumen, la Ética debe descansar en una doctrina
que, sin considerar cómo vaya a ser de hecho nuestra conducta,
divide los estados de cosas idealmente posibles en dos clases, aquellos
que son dignos de admiración y aquellos que no lo son, una
doctrina que se proponga mostrar qué es lo que constituya
la admirabilidad de un ideal [6]
Peirce llama Estética, a la disciplina que versa sobre lo
que es posible admirar per se.
La
Estética, como disciplina que aprehende lo admirable, subordina
a su vez a la Ética. En una carta a Lady Welby, Peirce confiesa
que si tuviera un hijo lo educaría según el siguiente
principio: autodominio o autocontrol de las acciones para ser libre,
ser libre para poder llevar una vida bella y admirable[7].
Lo estético es lo admirable, entendido como lo que uno debe
querer. La aprehensión inmediata de lo estético parece
ser la salida que Peirce encuentra al problema de un regreso infinito
en nuestros criterios de evaluación racional. Este expediente
filosófico no constituye ninguna novedad: para Aristóteles
el entendimiento o nous captaba inmediatamente o intuía los
primeros principios de los que se derivaban las inferencias silogísticas
del conocimiento verdadero. Peirce aplica algo parecido a un nivel
meta-metodológico: si un procedimiento criterial es necesariamente
mediato, ya que establece la adecuación entre un objeto o
una acción y un principio, lo estético ha de ser aprehendido
en su inmediata presencia. Comenta Peirce que lo que he encontrado
que es verdad para la Ética, estoy empezando a ver que es
verdad para la Estética[...] ¿cuál es la cualidad
que en su inmediata presencia es kalos? La Ética tiene que
depender de esta cuestión, al igual que la lógica
tiene que depender de la Ética. La Estética, por lo
tanto, aparece como posiblemente la primera propedéutica
indispensable hacia la Lógica [8]
Empleando
la terminología de Putnam, podríamos decir que, para
Peirce, aunque la investigación científica pueda ser
caracterizada como una actividad que consiste ante todo en describir
hechos, dicha actividad está regida por unas normas de corrección
cuya validación última no puede ser criterial. A mi
modo de ver, el problema de la estrategia de Peirce es que, aunque
señala claramente la necesidad de contar con normas de corrección
para nuestros procedimientos descriptivos, reintroduce una tajante
distinción entre hechos y valores en otro nivel, a saber:
la distinción entre acciones que pueden ser criterialmente
evaluadas con respecto a normas (llamémosles hechos), y estándares
últimos que son correctos per se (llamémosles valores),
puesto que constituyen los fines últimos de la acción
humana, las cosas dignas de admiración.
Pero
démonos cuenta que lo normativo acaba dependiendo en Peirce,
no de la articulación temporal de un proceso, sino de un
estado final, un estado ideal de cosas digno de admiración.
Poco importa que lo llamemos estado o que, como Kant en la Grundelung,
le llamemos reino de los fines.. Ello equivale a decir que hay un
conjunto preestablecido, finito y cerrado, de fines últimos
para la acción humana, independientemente de cuál
haya sido y cuál vaya a ser efectivamente la conducta humana.
En
general, otros pragmatistas posteriores a Peirce, desde clásicos
como John Dewey y G.H. Mead, filopragmatistas como W.Sellars, N.
Rescher y R. Bernstein, o neopragmatistas como H.Putnam y Richard
Rorty, coinciden en considerar filosóficamente perniciosa
esta hipóstasis ontológica. Por lo que hace a una
teoría de la racionalidad, el impacto de la crítica
de Nietzsche a la metafísica occidental[9]
, por ejemplo, nos hace sospechar que la hipóstasis ontológica
nos quita más que nos da.
Con
todo, y al menos en la exposición de Hookway, el planteamiento
de Peirce resulta de sumo interés, si tenemos en cuenta las
razones por las vuelve a traer a escena la dicotomía hecho/valor:
esto es, por la atención que Peirce presta a los procedimientos
que rigen la actividades evaluativas del organismo humano. Ello
puede ayudarnos a comprender que la dicotomía hecho-valor,
más que inexistente, es generada y funcionalmente relativa.
Tal es la posición de otras versiones del pragmatismo que,
como en el caso de Bernstein y Putnam, se hallan más próximas
a las posiciones naturalistas de John Dewey quien, como es
bien sabido, es junto con Wiliam James y G.H. Mead otro de los clásicos
del pragmatismo. En lo que sigue esbozaremos los rasgos principales
de esta otra versión pragmatista de la normatividad.
II.Normas
y Procesos
Lo
que según John Dewey resulta decisivo para la relativización
funcional de la distinción hecho/valor es la indudable interacción
o acción recíproca entre normas y hechos. Dicho sea
de otra manera: la distinción hechos/valores es menos estructural
que procesual. Tomando en consideración estos dos rasgos,
acción recíproca y carácter procesual de la
distinción, podemos evitar el regreso infinito de la criterialidad
sin recurrir a una aprehensión del valor inmediato. Más
que una teoría regida por la captación del valor,
lo que para los pragmatistas parece necesario es una teoría
de la producción y el uso de valores.
Veamos
en primer lugar cómo Dewey caracteriza la naturaleza y la
función heurística de las formas o criterios de rectitud
del razonamiento de los que hablaba Peirce. En primer lugar, Dewey
señala el carácter necesariamente mediato de todo
elemento del proceso cognitivo cuando se trata de un conocimiento
con pretensiones normativas de validez, e [intenta] persuadirnos
de la necesaria mediación en el conocimiento que se presenta
como aserción garantizada. (LW12: 169)[10]
Dewey plantea una analogía con las formas jurídicas
que resulta iluminadora para entender la interacción entre
hechos y normas. Los materiales de las regulaciones jurídicas
son transacciones que ocurren en los seres humanos y grupos de seres
humanos; transacciones de un cierto tipo que se entablan aparte
de la ley. Cuando ciertos aspectos y fases de estas transacciones
se hallan legalmente formalizados, surgen conceptos tales como contravenciones,
delito, daños, contrato,etc. Estas concepciones formales
surgen de transacciones corrientes, no son impresas en la investigación
desde arriba o desde una fuente externa o a priori. Pero una vez
formados son también formativos; regulan el comportamiento
adecuado de las actividades de las cuales surgieron [...] las normas
en cuestión no son ni fijas ni eternas. Cambian, aunque por
lo general muy lentamente, con el cambio de las transacciones habituales
en que se traban individuos y grupos y con el cambio que tiene lugar
en las consecuencias de estas transacciones (LW12: 105-106)
Así pues, en una maniobra típicamente naturalista,
Dewey prefiere la alternativa de la circularidad a la presunta disyuntiva
entre la aprehensión inmediata de principios últimos
o regreso infinito. Las formas o criterios rectores son formados
pero también formativos: esta circularidad, lejos de ser
un vicio, caracterizaría una de las virtudes de la teoría
deweyana. La explicación de lo normativo no precisa de una
reducción eidética que la independice del conjunto
de creencias descriptivas que en ese momento mantenemos. Tampoco
precisa de la aprehensión estética o contemplación
admirativa de un estado ideal de cosas o de un reino de los fines
últimos en sí mismos.
Pero
volvamos por un momento a la metodología de la ciencia para
entender sobre el terreno este naturalismo normativo. Según
la concepción pragmatista, la investigación, que ha
de ser evaluada por referencia a un criterio, pueda ser a su vez
fuente de ese criterio. Desarrollamos nuestra investigación
con arreglo a normas que han sido formuladas a partir de los procedimientos
que nos han permitido obtener conocimiento fidedigno. Como afirma
Richard Bernstein, no hay aquí ningún misterio: se
trata de la manera en que avanza el conocimiento científico[11].
Con Hilary Putnam, podríamos hablar de reglas y procedimientos
que son contextual y funcionalmente a priori, aunque pueden ser
revisadas a la luz de los conocimientos obtenidos gracias a esas
mismas reglas. Las disciplinas normativas han de ser, según
Dewey, progresivas: han de cambiar con los cambiantes resultados
de la investigación y con los consecuentes cambios metodológicos.
La
teoría deweyana de la producción del valor en el conocimiento
se atiene perfectamente, en mi opinión, a la caracterización
pragmatista de la investigación. La investigación
es en este sentido una práctica, en el sentido que el pragmatismo
da a esa noción. Ramón del Castillo ha expuesto esa
noción pragmatista con sumo tino: práctica es
cualquier actividad que va creando sus reglas sobre la marcha, a
través de las consecuencias que producen en ellas las propias
acciones que, se supone, deberían estar guiadas por esas
reglas. Dicho de otro modo, lo práctico aparece allí
donde el hecho de que se use un juicio, o el hecho de que se realicen
ciertas acciones, representa un factor determinante en la consumación
o determinación de un principio, de una regla o de un concepto
que debe ayudar a explicar la situación y las circunstancias
que han generado un juicio[12].
Hilary Putnam expuso de otra manera esta misma idea cuando afirmaba
que empleamos nuestros criterios de aceptabilidad racional para
elaborar juicios sobre el mundo y conforme estos juicios van creciendo
revisamos bajo su luz nuestros propios criterios de aceptabilidad
racional: no hay normatividad sin prácticas, pero éstas
no son un conjunto de reglas que haya que seguir ciega y eternamente.
El
contextualismo de Dewey nos ofrece aquí el transfondo sobre
el cual trazar otra vía para explicar la intervención
del valor en la experimentación científica. Las normas
que conducen la investigación no son algoritmos, sino principios
orientadores fundados en la experiencia compartida de una comunidad
de investigadores[13]. El transfondo
normativo viene proporcionado por esa experiencia compartida, no
por un mecanismo de aplicación unívoco. No podemos
emprender una investigación exitosa leyendo un manual de
reglas, al igual que no podemos ser buenos nadadores leyendo un
manual de natación o aprender un idioma leyendo una gramática
y un diccionario. Ese aprendizaje requiere la coordinación
de prácticas con el medio, sea éste natural o social
En este sentido pragmatista, la investigación científica
es muy parecida a un arte. Richard Bernstein ha captado perfectamente
este rasgo de la teoría deweyana de la investigación:
Debemos saber cómo usar las reglas, cómo emplearlas
en situaciones concretas. La investigación es un arte que
requiere un adiestramiento deliberado y diligente. Se parece a las
artes en la medida en que, como en éstas, resulta esencial
ser receptivo a sitiuaciones diferentes e imaginar nuevas posibilidades.
Como en las artes, las reglas de la investigación han de
convertirse en disposiciones del individuo. Y ello sólo es
posible cuando estas reglas son transmitidas y refinadas en y por
la comunidad informada [14]
De
hecho, la recontrucción deweyana de la historia de las ciencias
sitúa los mayores logros de éstas en la substitución
de procedimientos normativos basados en la hipóstasis ontológica
de estados, por procedimientos normativos basados en procesos: en
la selección y control de variables en la experiencia. La
experiencia cobra valor y significación cuando se convierte
en un arte, en el arte de la experimentación.
Algunos
de los pragmatistas contemporáneos nos proponemos mostrar
que este arte es aplicable a todas las facetas de la vida social.
En este ideal reside, en mi opinión, el atractivo contemporáneo
del pragmatismo. Y, a mi modo de ver, las fuentes de ese ideal pueden
hallarse en la concepción semiótica y experimental,
falibilista y, en definitiva, meliorista del conocimiento debida
a Charles Sanders Peirce. Y sobre él volvemos, ya para acabar.
III .La Semiótica y el Pragmatismo como Socialismo Lógico:
de vuelta a Peirce
La recuperación del la filosofía de Peirce para una
teoría dialógica de la normatividad basada en la semiótica
suele atribuirse a la filosofía alemana de la posguerra.
Y en efecto, es K.O. Apel quien llama socialismo lógico a
la teoría de la ciencia de Peirce. Con todo, casi cuarenta
años antes, John Dewey ya había reivindicado el énfasis
peirciano en la comunidad de investigación y por ende en
el factor social y comunicacional operante en la determinación
de toda evidencia. Pero es que, además, ya desde principios
del siglo XX, Dewey había seguido a Peirce a la hora de caracterizar
semióticamente el conocimiento. Sin llegar a hablar de las
tres cacofónicas categorías peircianas (primeridad,
secundidad y terceridad), Dewey negaba que en la práctica
pudiésemos conocer un objeto o una propiedad aisladamente,
independientemente de sus correlaciones con otros objetos o propiedades,
lo cual viene a ser decir que todo nuestro conocimiento es inferencial:
entiéndase al modo conexionista de las ciencias cognitivas,
o como hacía Peirce cuando aludía al carácter
triádico del pensamiento humano, o como hacía Dewey
al apelar a la triangulación. Como nervio de la ciencia,
la relación versa sobre la asociación entre cosas.
En vista de este hecho, reparamos en que las cualidades de las cosas
asociadas sólo se presentan en su asociación, pues
sólo en la interacción se desencadena y actualizan
las potencialidades(LW.3.42).
En mi opinión, lo que subyace a esta estructuración
disposicional del objeto del conocimiento no es otra cosa que la
máxima pragmática de Ch. S. Peirce. Según Peirce,
conocemos las cosas por el haz de consecuencias que su actuación
provoca en la experiencia posible. A partir de las interacciones
entre las cosas en nuestra experiencia, va formándose un
tejido de relaciones evidenciales o semióticas. Unas cosas
se convierten en evidencia o signo de otras, tejiéndose así
una especie de red neuronal o sináptica. G. Deledalle ha
señalado con bastante perspicacia una manera de vincular
la semiótica y la ontología de Peirce con la teoría
química. La clave del pensamiento de Peirce es la química.
Los elementos constitutivos del contínuum, por discretos
que sean, no son atómicos, como lo son para Wittgenstein,
sino que tienen valencias que les permiten asociarse
a los demás elementos y constituir y reconstituir el contínuum
espacial, temporalmente y mentalmente[15].
Dewey
ofrece una caracterización del pensamiento en términos
bastante afines a esa re-constitución espacial y, sobre todo,
temporal y mental, del continuo de la experiencia. Para Dewey, pensar
es un proceso continuo de re-organización temporal
[LW.1.61] Pensar es pautar, producir el significado en la experiencia:
reorganizar la experiencia de manera que unas cosas evidencien o
sean signos de otras. Contamos para eso con el lenguaje, una metaherramienta
que aumenta exponencialmente nuestra capacidad de generar nuevos
significados o inferencias evidenciales/semióticas : Como
ser una herramienta, o ser usado como un medio para unas consecuencias,
es tener y dar significado, el lenguaje, siendo la herramienta de
las herramientas, es la madre al cuidado de toda significación
[LW1.147] No es difícil hallar de nuevo aquí la máxima
pragmática de Peirce. Como para Peirce, el significado es
para Dewey un método de acción : los significados
son reglas para usar e interpretar las cosas, siendo la interpretación
siempre una imputación de potencialidad para algunas consecuencias
[LW1.147] .
Peirce y Dewey coinciden en que, con el manejo simbólico,
el pensamiento deviene transformación de unas fases temporales
de la experiencia en signos de otras: en predicciones y retrodicciones.
Cuando realizamos una inferencia de una de estas fases a otras,
cosas y eventos aparecen en la experiencia como inevitablemente
instrumentales y potenciales, como una serie de cualidades tratadas
como potencialidades que tienen específicas consecuencias
existenciales. Cuando un evento tiene significado, sus potenciales
consecuencias se convierten en su rasgo principal. Cuando estas
resultan importantes y se repiten, forman la verdadera naturaleza
y esencia de la cosa, su forma definitoria, su carácter idéntico
y distintivo y [...] como significado, las consecuencias futuras
ya pertenecen a la cosa. [LW1.143]. Ni para Dewey, ni posteriormente,
para Wiitgenstein y Quine, tampoco para Peirce evidencia y lenguaje
son fenómenos privados: son artes sociales y cooperativas.
En mi opinión, el socialismo lógico de Peirce descansa
sobre las artes cotidianas del common-sense (basadas en la cooperación
intersubjetiva necesaria para la realización de tareas comunes,
o conjoint activities, por usar el término de Dewey) y no
en argumentaciones trascendentales sobre los presupuestos a priori
de la comunicación.
En su Lógica, Dewey cita las siguientes frases de Peirce
en apoyo de su teoría social de la ciencia: "Por otra
parte, el método de la ciencia moderna es social con respecto
a la solidaridad de sus esfuerzos. El mundo científico es
como una colonia de insectos, en el sentido de que el individuo
lucha por conseguir algo que sabe que no podrá disfrutar"
(LW 484). De nuevo, mucho antes que el pensamiento ecologista germánico
de las últimas décadas, todos los pragmatistas enfatizaron
la idea de pertenencia a una comunidad diacrónicamente entendida,
esto es, normativamente estructurada sobre la base de nociones como
tradición histórica y generaciones futuras.
Para terminar, deseo defender a Peirce como el pensador que introdujo
una distinción que resulta de gran interés como precedente
del concepto de pensamiento dialógico en el que tanto insiste
K.O. Apel. Según Peirce, el concepto de persona no se agota
en el concepto de individuo: Sus pensamientos son lo que él
se está diciendo a sí mismo, esto es, lo que está
diciendo a ese otro mí que acaba de cobrar vida en el flujo
del tiempo. Cuando uno razona, es a ese yo crítico al que
uno trata de convencer [...] el círculo social del hombre
es una persona de estructura poco densa, pero en algunos aspectos
de rango superior al organismo individual[16].
El pragmatismo contemporáneo reconoce el legado de Peirce
cuando aún sigue las huellas que él dejara en ese
camino de signos sociales en el que confluyen con toda naturalidad
las sendas del conocer y el practicar, del significar y el inferir,
y, como esta última cita pone de manifiesto, del pensar y
el dialogar.
(R)
Este artículo se inscribe en el proyecto de investigación
Sentido y Vigencia del Pragmatismo en la Filosofía
Contemporánea (33105-H), concedido por CONACYT al autor
y en el que también participan como investigadores Godfrey
Guillaumin, Alejandro Herrera, Larry Hickman, Christopher Hookway,
Jaime Nubiola, Goyo Pappas, Silvio Pinto y Edna Suárez
quienes, sobra decirlo, no son responsables de ninguno de los posibles
errores del presente trabajo, aunque bien pueden serlo, directa
o indirectamente, de algunos de los aciertos que éste logre
contener. Lo mismo cabe decir de Juan Llinares, Vicente Sanfélix
y Sergio Sevilla, a quienes deseo agradecer sus críticas
y comentarios al borrador del primer epígrafe del escrito,
discutido durante un curso de doctorado sobre Dewey y el pragmatismo
impartido en la Universidad de Valencia del 11 al 15 de diciembre
de 2000.
[1]
Véase Hilary Putnam: Razón, verdad e Historia, (Madrid:
Tecnos, 1988), cap. 6.
[2]
Ch.S. Peirce: El Hombre, un Signo (Edición de J. Vericat,
Barcelona: Crítica 1988), p. 284.
[3]
Ibid.
[4]
Ibid.
[5]
Christopher Hookway: Peirce (London: Routledge, 1985) , p. 57.
[6]
Citado por Hookway, o.c., p. 59.
[7]
Véase Ph Wiener (ed.) Charles S. Peirce: Selected Writings,
(Dover: New York, 1958), p. 415.
[8]
Ch.S. Peirce, o.c., pp. 383-84.
[9]
Me refiero a la inquietante sugerencia de Nietzsche, según
la cual la eliminación de lo normativo es consecuencia de
la muerte de Dios - esto es, del mundo verdadero: un reino ontológico
de ideas o formas del que el mundo de la vida es mera apariencia,
un miserable reflejo.
[10]
Los textos de John Dewey citados en este ensayo corresponden a la
edición crítica de su obra completa publicada por
la Southern Illinois University Press, bajo la dirección
editorial de Jo Ann Boydston : The Early Works, 1882-1898, 5 volúmenes;
The Middle Works, 1899-1924, 15 volúmenes: The Later Works,
1925-1953, 15 volúmenes. Citamos con la abreviatura (EW,
MW, LW) seguida por el volumen y la paginación en la edición
crítica. MW6:78, por ejemplo, indica John Dewey, The Middle
Works, volumen 6, pág. 78.
[11]
Véase R, Bernstein: Knowledge, Value and Freedom,
Charles Hendel (ed.): John Dewey and the Experimental Spirit in
Philosophyen (New York: The Liberal Arts Press, 1959) .
[12]
Ramón del Castillo Conocimiento y Acción (Tesis Doctoral
Madrid: UNED, 1995), p. 191.
[13]
Véase Bernstein, o.c,, pp. 80-81.
[14]
Ibid.
[15]
G.Deladalle: Leer a Peirce Hoy (Barcelona: Gedisa, 1996) , pp. 92
y 93.
[16]
Ch.S. Peirce: What Pragmatism Is Ph.Wiener Ch.S. Peirce,
Selected Writings (New York: Dover, 1958), p. 191.
José
Miguel Esteban
Departamento de Filosofía
UAEM, Morelos |