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Por María Gómez Castelazo
Número 21
"Estas
memorias, que son mi vida -porque nada
poseemos salvo el pasado--, estaban siempre
conmigo
Evelyn Waugh
En febrero de 1960,
una mañana fría apenas iluminada por el opaco sol
de invierno, unos cuantos alumnos, iniciamos el primer día
de clases, del primer año, de la primera generación,
de la primera Licenciatura de Comunicación (o como quiera
que después se le llamara) que se impartió en México.
Al viejo plantel de la calle de Zaragoza se entraba por una puerta
pequeña que conducía, por una calzada bordeada de
setos, a la entrada principal. Esta se abría ante un jardín,
con fuente y bancas al centro y enmarcado por interminables pasillos
que llevaban a las vetustas oficinas y a una serie de cuartos destartalados
usados como salones de clase. Al fondo del cuadrángulo del
jardín, presidiéndolo, estaban un improvisado auditorio,
una sencilla capilla y en un rincón, una cafetería,
que a pesar de su modestia, proporcionaba subsistencias
complementarias a las de los otros dos recintos.
Aquél primer día de clases, los alumnos viejos,
de las otras dos o tres carreras matutinas, invadieron el jardín
y los espacios privilegiados alrededor de la fuente para tomar el
sol y festejar sus reencuentros. Los nuevos, éramos
alumnos, bien, de la cuarta generación de Administración
de Empresas, la joya de la corona o alumnos que iniciábamos
una carrerita extraña que se inventó el Padre
José Sánchez Villaseñor. Casi todos,
permanecimos en los helados pasillos esperando instrucciones de
alguien que nos dijera que hacer.
Al fondo de un corredor, apareció el Padre Sánchez
Villaseñor con su inconfundible traje gris, su bufanda y
su pausado caminar. Los que lo conocíamos por habernos entrevistado
con él, único requisito para inscribirse a la carrerita
en aquellos tiempos, lo rodeamos mientras se sentaba plácidamente
en una baranda soleada Seríamos unos quince o dieciséis
jóvenes; algunos tímidos, otros destanteados, pero
todos ansiosos, al menos por ese día, de saber que clases,
donde y con quién las tomaríamos. Suave y tranquilo,
repasó nuestros nombres: Graciela, Raúl, Conrado,
Yolanda, Joaquín, Tamara, José María, Olivia,
Adriana, Eduardo, Rodrigo, Sergio, María, Gonzalo y algunos
otros que no recuerdo porque al rato se fueron. Nos presentó
unos con otros y con la enorme dulzura y paciencia que siempre nos
profesó, nos explicó que por lo pronto, tres veces
a la semana, por las mañanas, tomaríamos clases de
Contabilidad, Economía y Estadística con los alumnos
de
Administración y que por las tardes, tomaríamos clases
de Historia de la Filosofía, Metafísica, Estética
y Filosofía de la Religión con los de la carrera de
Filosofía. Entre mañanas y tardes, los otros dos días,
cursaríamos Géneros Periodísticos, Psicología,
Teatro, Relaciones Públicas e Historia de la Cultura.
Años después, los catorce que terminamos ese primer
año y que finalizamos la carrera juntos, recordaríamos,
riéndonos, el agobio, el terror, y el desasosiego que nos
produjeron esas tres clases que tomamos con los de Administración.
Todos coincidimos, que si no hubiera sido por el consuelo que significó
la curricula vespertina, nunca hubiéramos asistido al segundo
día de clases.
Así transcurrió el primer año, entre el cargo
y el abono; la oferta y la demanda; la media y el percentil; la
entrevista y el reportaje matutinos y el más gozoso y seductor
desfile vespertino con los presocráticos, estoicos, idealistas
y realistas; el inolvidable hecho religioso; el proceso de abstracción;
la neurosis y el inconsciente; los públicos externos; Esquilo
y García Lorca. Pero no se piense que andábamos perdidos
o empachados con tanta sabiduría, pues la clase de Historia
de la Cultura, proporcionaba el marco de referencia justo y necesario
para ubicar nuestros incipientes saberes y prácticas profesionales
en un amplio contexto cultural, desde los Neanderthal hasta la Guerra
Fría.
Estoy convencida, a tantos años pasados y a tanta vida vivida
desde el inicio de la aventura, de que lo que nos hizo permanecer
ese primer año, además de los cantos y juegos y de
los odios y amores nacientes, tuvo que ver con aquellas fundantes
tardes, infinitamente soleadas y plenas, en que Sánchez Villaseñor
nos impartía la clase de Metafísica. Sí, él
era lo único real ente tanta entelequia. Aristóteles,
Santo Tomás,
Samuelson, Freud y otros fantasmas, cobraban existencia cuando la
sustancia y el accidente, la potencia y el acto, eran invocados
por el Padre para acercarnos a la comprensión de su visión
de lo que significaba nuestro quehacer como comunicadores, como
nuevos intelectuales dotados de un saber hondo, claro y viviente
en torno al hombre y a su tarea en nuestro tiempo, conocedores de
los medios de contacto, de los
instrumentos tecnológicos modernos para someter la técnica
al espíritu y llegar al hombre de hoy, al hombre anónimo,
al hombre angustiado, extrovertido y disperso en las mil solicitudes
del dramático y complejo vivir cotidiano. Estoy convencida
también, de que lo que nos permitió permanecer y batallar
por preservar la carrera en el curso de los siguientes años
y lo que nos alentó en el ejercicio de la misma, donde pudimos
y como pudimos, se sustenta en estas memorias.
El inicio de nuestro segundo año se iluminó por el
ingreso de la segunda generación. Ya no éramos los
únicos catorce locos y absurdos jóvenes empeñados
en seguir la carrerita. A nuestro lado, había
otros veinte y todos nos dimos por buenos. En el devastado
San Angel Inn, otro de los planteles de la UIA donde
nos confinaron por un rato mientras construían un segundo
piso en Zaragoza, y en medio de sus maravillosos jardines, nos amamos
y hermanamos para siempre. El idilio fue interrumpido por la prematura
y desoladora muerte de José Sánchez
Villaseñor a mediados de 1961. Pero, ¿cómo
el hecho sacudió a la UIA, a la naciente Carrera y a cada
uno de nosotros? eso, ya no me toca a mí narrarlo.
María Gómez Castelazo
Febrero de 2001 |