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Por Raymundo Mier
Número 21
El
23 de diciembre de 1908, Peirce escribe una carta a Lady Welby donde
le comunica su nueva-propuesta para la clasificación de los
signos[1]. Las diez clases originalmente
elaboradas por Peirce ceden entonces su lugar a otras 729 clases
de signos, a medida que Peirce añade sus recientes distinciones
a cada una de las tres instancias que definen el signo. La categoría
original de objeto, se bifurca: Peirce construye un objeto dinámico
y otro inmediato; la instancia del interpretante suscita a su vez
una posterior ramificación que da lugar a tres categorías
distintas: interpretante inmediato (o destinado o afectivo), interpretante
dinámico (o efectivo o energético) e interpretante
final (o explícito o lógico). Las combinaciones de
estos nuevos órdenes de signos según la arraigada
visión de Peirce, aquellos concebidos en su calidad de primeros
(en su primeridad), en su calidad de segundos (secundariedad) o
en su calidad de terceros (terceridad) nos da una combinación
de 729. Peirce se entrega a una imaginación, a una meticulosidad
exacerbada. A estas divisiones añade otras más. Si,
como opino con firmeza, (para no decir que casi demuestro) existen
otras cuatro tricotomías adicionales de signos del mismo
orden de importancia, en lugar de generar 59, 049 clases, éstas
quedarán reducidas a sesenta y seis.
No
obstante, esta multiplicación de las categorías es
la huella de un excedente: de 59, 049 ennumerables, reconocibles,
Peirce admite solamente la primacía de algunas decenas. Las
clases se encuentran, aunque proliferantes, sometidas a un criterio
de exclusión. Sólo muy pocas categorías se
abrirán paso en esa multitud creciente de clases de signos.
Peirce traza los linderos de núcleo admisible de órdenes
sobre la base del concepto de determinación. Esos órdenes
sígnicos aparentemente periféricos, redundantes, órdenes
velados, exhiben la existencia de juegos de determinación
cualitativamente distintos, incluso encontrados. Estos signos, sometidos
a otras determinaciones (no a la lineal), no se hallan radicalmente
excluidos, sino eclipsados. Se trata de lo que tomando el
término de Gilles Deleuze, a su vez referido a la lectura
de Bergson llamaremos una curvatura del espacio en torno de
estas categorías lineales, que nos ofrecen todo su peso en
la figura culminante de lo que Peirce denominó el interpretante
final, el interpretante lógico[2],
esa otra figura del acto. La dinámica compleja de las determinaciones
del signo en Peirce se funde con la sustancia multivalente del acto.
El acto para Peirce engendra una cualidad móvil en el cuerpo,
en los cuerpos. Sólo que el concepto de determinación
instaura, cuando menos, un juego serial, un juego de correspondencias,
de resonancias entre signos heterogéneos. Es posible reconocer
dos momentos en la determinación, entre las instancias del
signo triádico de Peirce: una serie articulada en una secuencia
temporal, discontinua, entre las modalidades ontológicas
comprometidas en los procesos semióticos y una serie lógica
intrínseca a la condición triádica del proceso
de la semiosis. Así, por una parte, la relación entre
los órdenes de signos aparece como una linearidad. La primeridad
precede a la secundariedad y ésta a la terceridad. Se trata
a un tiempo de una precedencia lógica y, tal vez más
radicalmente aún, ontológica. Se trata de modos de
ser (Peirce) que aparecen articulados secuencialmente en el proceso
de semiosis. Sólo que esta linearidad, en la determinación[3]
parece actuar simultáneamente con la otra determinación:
aquella que establece la complejidad triádica, la triangularidad
inherente al modelo triádico, nunca susceptible de descomponerse
analíticamente en díadas sino que interviene en su
desplazamiento a lo largo de las tres calidades ontológicas
de la semiosis. En efecto, Peirce parece hablar siempre de semiosis
en términos de este orden de relaciones triangulares que
es en sí mismo un juego multívoco de determinaciones
de calidades distintas que conjuga las diversas instancias constitutivas
de la semiosis: "toda acción dinámica o acción
de la fuerza brutal, física o psíquica escribe
Peirce o bien se ejerce entre dos sujetos ... o bien es en
todo caso la resultante de acción entre pares.
Pero
por 'semiosis' entiendo, por el contrario, una acción o influencia
que es o implica la cooperación de tres sujetos, tales como
un objeto, un signo y un interpretante, esta influencia tri-rrelativa
no podría de ninguna manera reducirse a acciones entre pares."[4]
La
determinación en esta conjugación discordante de condiciones
y de sentidos, organizados según esa condición dual
de la determinación, a la vez una progresión y una
circularidad, a la vez un movimiento irreversible de la primeridad
a la secundaridad a la terceridad, y un impulso que revierte esa
dirección, que la anula: un triángulo cuyos lados
ofrecen cualidades distintas, nunca entregado a un movimiento de
progresión, sino a una trayectoria quebrantada, intempestiva,
cuyas inflexiones exhiben siempre la huella de.la diferencia, ese
juego heterogéneo de tensiones en la metáfora triádica
del signo abre la posibilidad de derivación infinita, serial,
heterogénea del proceso de semiosis. Esa derivación,
no obstante, no es sin embargo una disipación del sentido
o una extinción de los signos. Los signos se fijan, se arraigan
de una manera singular en un régimen duradero de la significación,
hacen posible una memoria marcada también por la impronta
de lo incalculable. Este arraigo particular, esta fijeza precaria
del horizonte de los signos parece aludir a aquella misma noción
de curvatura desarrollada por Deleuze. En efecto, Deleuze habla
de esa curvatura como la instauración de un horizonte, como
el engendramiento de una topografía, o más exactamente,
de una morfología. Las determinaciones se hacen visibles
y adquieren cierto carácter que las diferencia entre sí:
la curvatura de este universo hace pensable la idea de centro y
de periferia. Sólo que se trata, en Deleuze, de un centro
indeterminado, móvil, a la deriva, sometido a una fuerza
que lo disloca, que lo desplaza de su lugar, que lo lleva a un engendramiento
incesante de esas morfologías que se rehacen y se recomponen
de manera infinitesimal. En Peirce podríamos encontrar esa
misma inflexión del espacio de la semiosis. A partir de ciertas
categorías y de un núcleo de relaciones triádicas,
el universo de los signos se curva, se organiza en torno de ese
centro; esas relaciones privilegiadas en el proceso de semiosis
admiten cierta disposición, dan lugar a formas, a figuras
reconocibles, estables. De ahí la permanente vacilación
que se advierte en la escritura de Peirce cuando elige las imágenes
que habrían de iluminar la naturaleza de los constituyentes
del modelo triádico: existe un modo de ser del objeto, el
objeto dinámico, y un rostro del interpretante cuyas definiciones
respectivas parecen desbordar el postulado de inmanencia de los
signos, enclave que vertebra el trabajo teórico de Peirce.
En este punto de vacilación, Peirce parece en ocasiones volverse
a la imagen inquietante pero reconocible de la cosa en sí
kantiana. No para reivindicar su vacuidad, su invencible renuencia
a ser objeto de aprehensión cognitiva, sino para reconocerla
como fuente y origen del proceso último de la semiosis, como
horizonte íntimo de la significación. Pero acaso ese
repliegue de Peirce sobre la cosa en sí es sólo es
un breve desfallecimiento que, sin embargo, domina profundamente
su propia concepción del carácter de su empresa filosófica.
Peirce sin duda admite la progresión de la semiosis,
su movimiento fatal hacia un centro de gravedad que no es otro que
el objeto mismo. Instaura ese correlato entre signo y objeto como
centro, pero no deja de admitir que ese centro es esencialmente
inaccesible: es el interpretante lógico, hipotético,
final. Es un estado final, el reposo y la extinción de la
semiosis, el momento de la significación lógica plena
de los signos, el destino absoluto del proceso de semiosis, el momento
de extenuación, no de estabilidad sino de una quietud irreversible
de la verdad, un lugar donde se resuelve el impulso incesante e
irresuelto del proceso de semiosis, ahí donde se conjuran
todas las determinaciones. El interpretante final habría
de escribir Peirce es el único resultado interpretativo
en que cada interpretante está destinado a desembocar si
considera al signo suficientemente.[5]
Ese
punto ejerce una fuerza gravitatoria sobre todo el proceso de semiosis.
Un centro carente de presencia o de sustancia, una mera irradiación
diferencial, pero cuya existencia virtual, como punto de referencia
para la fuerza afectiva de los signos basta para infundir al proceso
un vértice, casi un espejismo donde se dibujan nítidamente
las regiones: donde se hace posible hablar, respecto del proceso
de semiosis, de un centro y una periferia. Esa circularidad traza
un lindero, señala un adentro y un afuera, inciertos pero
eficaces. Este centro del proceso de semiosis, engendrado por la
propia curvatura, revela su vacuidad, su ausencia, precisamente
al vertirse sobre el orden corporal. Ese punto opaco donde culmina
el proceso de semiosis es precisamente la radical heterogeneidad
del cuerpo y de los actos. Es el hábito, punto equívoco
de sofocación del impulso de la semiosis, punto donde surge
una heterogeneidad absoluta respecto de la derivación infinita
que ha configurado la naturaleza de los signos. En distintos momentos
de su escritura Peirce vuelve sobre el tema del hábito.
El
hábito escribe Peirce está formado por
el análisis deliberado de él mismo, es la definición
viva, el interpretante lógico verdadero y final.
También
habla escrito poco antes: No queda más que el hábito
como la esencia del interpretante lógico.
Sólo
que el hábito, según el énfasis de Peirce,
es asimismo un signo que es también una síntesis de
signos, un signo marcado entonces por otra calidad ontológica
que las propias de los otros signos, la naturaleza de sus vínculos
con el objeto se han trastrocado.
El
hábito por sí solo insiste Peirce aunque
pueda ser un signo de cierta manera, no lo es a la manera del signo
del cual él es el interpretante lógico.
Situado
al mismo tiempo en el centro, punto de culminación del proceso
de semiosis, su heterogeneidad le ofrece un lugar desplazado, lo
somete a una diferencia, pero una diferencia cuya calidad excluye
al hábito del universo de la semiosis. El hábito es
en consecuencia un orden equívoco, un signo que se despliega
para exhibir una doble faz ontológica. Es precisamente un
trabajo negativo, aparece como un borde intemporal. No es sólo
el término de un proceso, es también la señal
que encierra la clave de sus destino, la orientación y el
punto de extenuación de su impulso. Conforma las condiciones
de existencia de la semiosis, de su estabilidad y es, al mismo tiempo,
su destino. La semiosis se encuentra sometida a la aparente intransitividad
del tiempo que se exhibe con el hábito, esa condición
aparente de los linderos inertes que circunscriben la acción
y la espera, sólo que también ese borde instaura la
diferencia, es precisamente el trabajo negativo que engendrará
la deriva de los signos. El hábito parece imponer otra circularidad
inherente a la reiteración del sentido. El hábito,
para poder configurarse como un punto donde se apaga la semiosis,
tiene que haberla antecedido, señalado, circunscrito, determinado
en su identidad. Esa identidad se ofrece entonces como un trayecto
pre-escrito ante la figura de una significacion librada a la deriva.
Al mismo tiempo, Peirce muestra el carácter terminal del
hábito. El hábito parece capturar, someter el impulso
diferencial de la semiosis. El hábito aparece así
como el límite infranqueable que marca los umbrales de la
instancia dinámica del interpretante. En la última
clasificación de los signos, inconclusa, Peirce ya enfrentando
la proximidad de su muerte, logra esbozar aquellas clases de signos
que para él se ofrecen como una evidencia: aparece lo que
podríamos llamar una posible sintaxis de este punto terminal.
En esa sintaxis se hace evidente la inscripción múltiple
del cuerpo, de sus cualidades como punto virtual de extinción
de la semiosis. Peirce menciona los términos de la descripción
de esa sintaxis: el interpretante explícito, que es el interpretante
lógico, el final, puede clasificarse, en su relación
consigo mismo (en lo que Morris ha llamado, quizá impropiamente,
su sintaxis):
1.
Gratificante .
2.
Para producir la acción.
3.
Para autocontrol.
En
realidad, el punto terminal de la semiosis no puede dejar de ser
un cuerpo, pero un cuerpo obligado a modelarse a sí mismo
según un conjunto de regularidades, según un orden
de sentido, una argumentación, es decir, una disciplina.
Pero hay también una historicidad que emerge de la conjugación
de esos signos, que está implicada en estas estabilidades,
en estos puntos de convergencia. La curvatura que se imprime a la
semiosis no se resuelve siempre en los mismos límites, no
queda siempre sometida a las mismas extensiones. Hay una historicidad
en la sucesión de estas morfologías de sentido, de
estas curvaturas que circunscriben vaga, potencialmente, la trayectoria
de la significación, como si fueran líneas de fuerza
que acotan el espacio potencial de los desplazamientos de la significación.
No obstante, el punto culminante es siempre este punto, este 'cuasi-espíritu'
en la mirada peirciana que es el interpretante. En efecto, Peirce
inscribe su pensamiento en una de las encrucijadas propias de la
fenomenología: su lucha contra la psicologismo no puede sino
derivar, como sugiere Deledalle, en una afirmación que restaura
lo psíquico, la condición ontológica del sujeto,
pero como una dimensión antagónica del psicologismo.
La semiótica surge como tal, en su resonancia antropológica,
al recobrarse como una meditación sobre los actos, sometida
de manera inevitable a las tensiones de esa encrucijada. Es ahí
donde encuentra todo su espesor equívoco la dimensión
del cuerpo. El cuerpo se revela como una región imaginaria,
surgido de la convergencia colectiva del sentido, admisible, y,
al mismo tiempo único, singular, cuyo sentido será
siempre un anclaje enigmático para la propia semiosis. En
esa finitud de su régimen de existencia, o en ese recorte
a su vez arbitrario, comienza ya la función estabilizadora
del cuerpo, su papel de lastre semiótico, su arraigo tenso
sobre el enramado de los horizontes de signos. La circularidad,
había ya sugerido Deleuze, compromete enteramente la noción
de cuerpo, pero no como entidad biológica ni como identidad
simbólica, sino como el lugar virtual donde se ejerce la
potencia que da su impulso a la significación. El cuerpo
aparece entonces como centro y como su disolución, es lo
que hace posible la estabilidad en movimiento, precipitada, de los
órdenes semióticos. Es al mismo tiempo aquello que
sustenta el eclipse, la lateralidad de los otros órdenes
de signos, aquello que impone una presencia atenuada de los signos
periféricos, aquellos que se han sustraído casi por
entero a la fascinación que ejerce ese centro: el hábito.
En
el cuerpo se congrega la imagen de lo conmensurable propio del objeto,
de su entrega a los impulsos de la voluntad, pero también
el cuerpo es la referencia inequívoca de lo inconmensurable,
de la potencia de acción, la calidad insondable de los afectos,
el origen imaginario del deseo, el destino de la semiosis colectiva,
es el punto evanescente del sentido: a partir de esa condición
al mismo tiempo finita e infinita, explícita y silenciosa,
aprehensible y enigmática del cuerpo se hace patente la imposibilidad
de atribuir generalidad a los cuerpos, a los impulsos, a la acción
misma. No hay acción general: toda accion es aquí
y ahora, el momento del impulso, de la calidad de la potencia y
de los afectos, la conjugaciómil de una trama de figuras: responde a los otros,
es fundado, originado como una superficie que, sin embargo, exhibe
algo más que un cuerpo visible, las condiciones singulares,
evanescentes y no obstante determinadas de un modo de ver,
el cuerpo es también el recurso que funda la certidumbre.
En efecto, si para Peirce, el proceso de semiosis tiene un punto
terminal, un punto de fijación provisoria de la identidad;
los signos, las palabras cobran la textura de una certidumbre, o
cuando menos, de un núcleo que nos ofrece la garantía
imaginaria sobre la que se han levantado las ficciones de la comunicación.
Ese punto nos ofrece la imaginación inusitada del cuerpo
habitual. Pero no se trata de la infinidad de cuerpos configurados
en el proceso de la semiosis colectiva. Se privilegia una dimensión
del cuerpo, se trata de esa fisonomía del cuerpo que Barthes
ha denominado efigie.
Llamo
efigie escribió Barthes a todo lo que concierne
a la reproducción del cuerpo como imagen. Y, evidenternente
... en ella se vuelve a encontrar la oposición entre las
sociedades tradicionales o antiguas y nuestra sociedad, nuestra
civilización.
En
una sociedad tradicional, hacer reproducir el propio cuerpo, por
ejemplo, en una pintura o un dibujo, era extremadamente costoso,
era un lujo que sólo la clase superior podía permitirse...
Lo que hoy además nos hace siempre pensar que, a todo lo
largo de la historia de la humanidad, millones de seres humanos
han vivido sin ver sus cuerpos... Hoy, por el advenimiento de la
fotografía, la reproductibilidad infinita de la efigie cambia
toda la conciencia colectiva que tenemos de nuestros cuerpos y,
en particular, reintroduce en nuestra relación con nuestro
cuerpo y con el cuerpo del otro, un narcisismo, y por consiguiente,
un erotismo.5
Barthes
descubre en la mimesis corporal, en el cuerpo convertido en el espejo
imaginario de la identidad el centro de un dispositivo que trastoca
el sentido y la historia de la mirada, ofrece a la conciencia la
evidencia de la propia fisonomía que condensa la forma de
mirar, pero también el régimen que señala al
cuerpo sus territorios, que lo aparta de sus intensidades, lo convierte
en un paisaje próximo. Pero al mismo tiempo el dispositivo
del espejo suspende la generalidad, suspende también el orden
conceptual del cuerpo: cuando pone en juego la identidad, la ofrece
brutalmente: el cuerpo que se enfrenta al juego óptico, especular,
no puede ser un cuerpo abstracto, las latitudes y los tiempos del
cuerpo, sus ritmos se exacerban para fecharse, para adquirir una
edad, son la identidad en acto. El espejo es esa metáfora
que incide en el sobresalto imprevisto e irreversible de la experiencia
que hemos aprendido a llamar erotismo. En él se funde la
dimensión actuante del cuerpo y su naturaleza icónica.
El cuerpo suscita y se somete a la fuerza metafórica de la
analogía: la similitud de los cuerpos como fundamento de
la identidad. Es el punto donde se enlazan el hábito, el
cuerpo disciplinado, y el cuerpo actuante, el cuerpo icónico
revelado en el espejo. La metáfora del cuerpo se confina
al dominio óptico, icónico, del cuerpo especular es
la afirmación positiva, la cualidad que excede las convenciones
y la oscuridad del símbolo, que se yergue ante el interpretante
final, ante esa otra violencia, a esa irrupción del espejo
vuelto sobre el cuerpo para convertirlo en un nuevo mapa de destinos,
en una calma oracular, una nueva textura de los cuerpos disciplinados.
La iconicidad en acto de la imagen del cuerpo en el espejo es la
metáfora donde se congrega toda la iconicidad del cuerpo,
el espectro disperso de sus cualidades, es el polo donde emerge
la interpretación irrecuperable de los actos singulares.
Es ahí donde emerge la metáfora de los otros órdenes
de significación, en esa iconicidad revelada en el acto.
La imagen en el espejo, espectro a la vez fascinante e imagen donde
se funde el terror, lugar de los fidelides abruptas, imaginarias
del narcisismo, ahonda su carácter icónico: su sentido
es siempre virtual, por lo tanto abierto, el cuerpo edifica un universo
informe, una identidad difusa, es la confirmación de la singularidad,
pero esta apertura es también la del terror del cuerpo y
sus eventos. El cuerpo especular es, sin embargo, no sólo
una mimesis sino más radicalmente un acontecimiento: la minuciosa
respuesta de la imagen especular es siempre única, responde
a la fisonomía y la oportunidad, la interrogación
irrepetible de una mirada, es entonces también y únicamente
la imagen aprehendida en un tiempo singular, inevitablemente ahondada
en el aquí y ahora, fruto de una disposición afectiva
presente, irreproductible, capaz de encarnar el pasado en su totalidad
y, sin embargo, despojada de historia por la interrogación
singular de la mirada, que explora el cuerpo para sorprender en
él la densidad temporal de su devenir objeto de sentido y
de deseo. Paradigma paradójico de la captación imaginaria,
la dimensión icónica instaurada por el espejo, por
esa superficie de metal sublimado o por los dispositivos ópticos
del cine, la fotografía, la televisión, nos devuelve
fundamentalmente otra cara de la exterioridad de los signos: el
cuerpo cobra todo el peso. El universo de los signos se curva violentamente
sobre lo metafórico del cuerpo. Esta curvatura no se hace
patente sin un sobresalto, la sorpresa ante un cuerpo cada instante
ajeno e idéntica es lo que hemos llamado extravío
ante la imagen de los cuerpos, ante la figura revelada de la identidad,
esa cualidad privilegiada exhibida por el cuerpo icónico,
el cuerpo especular. Hemos dicho que este juego, este sobresalto
engendrado por las calidades divergentes, por la identidad del cuerpo,
la imagen del espejo se despliega como un acto de metaforización.
En efecto, para Peirce, la metáfora no es otra cosa que una
modalidad del icono. Pero la metáfora, como toda metáfora
es no es sólo un icono, es también el lugar de la
extrañeza y el sobresalto de la significación, el
índice de un lindero, de la irrupción de la diferencia,
señala un vacío, una materia que exacerba y extingue
la significación, que disloca los hábitos y que entrega
la percepción de los objetos a la primacía de lo imaginario,
a la invención de lo intangible. Parece revocar por completo
la imagen inmanente de los signos. La metáfora, entonces,
esencialmente se erige como un cuerpo irrepresentable, es una pura
irrupción. En su calidad de acto, en la singularidad de su
semejanza icónica, la metáfora pone en .juego el objeto
dinámico, el cuerpo productor, ese cuerpo inadvertido pero
activo, reactivo. Cuerpo exterior, sustraído a la fascinación
por ese centro indeterminado que es el hábito, la metáfora
del cuerpo icónico instaura otro centro, otro punto en torno
del cual los signos dibujan territorios. Es a la vez un desplome
y un arraigo, es a un tiempo el primado de la identidad como calidad
primordial, como afección, como impulso intrínseco
a la semiosis, como destino de los signos y su radical dispersión.
Cada imagen es otra, nunca la misma: de ahí la sustancia
inadmisible que la imagen del cuerpo en el espejo opone al cuerpo
como hábito.
El
cuerpo habitual y el cuerpo especular, icónico, son dos polos,
dos momentos de hundimiento, dos ausencias donde la semiosis se
precipita. No nos parece del todo casual que sea precisamente ahí
donde el juego de la metáfora exhibe más abiertamente
su doble cara: su cara de contornos vagos e inaprehensibles que
ha admitido, sin embargo, la frase: "la metáfora bien
vale que se muera por ella", que hace patente esa alianza de
la metáfora con la muerte como lugar y como destino. El carácter
mortal de la metáfora, su imagen subversiva, irritante, surge
de ese impulso de un sentido a la deriva siempre, pero su rostro
dócil, su valor, surgen del recurso insustituible a la metáfora
como vehículo pedagógico privilegiado, como instauradora
de una disciplina, como reductora de toda diferencia, como recurso
privilegiado para reducir a magnitudes habituales lo desmesurado.
La metáfora parece instaurar los vasos comunicantes que van
del cuerpo en acto y su metáfora especular, al cuerpo habitual,
a la mimesis y a la certeza donde se construye el cuerpo bajo los
convenciones, las creencias y los despotismos, el cuerpo sometido
a la verdad, bajo el peso de la convencionalidad y el hábito.
El cuerpo especular, metafórico, el cuerpo que instaura para
Barthes ese centro insostenible del erotismo es en Peirce, como
en una tradición milenaria también el signo de la
muerte: "o se trata de la muerte admitida como representación
colectiva, normal, sometida a la gestión y a los cultos indiferentes.
La muerte es, en el orden estable de los signos, en el seno de los
hábitos, siempre un juego que hace patente el sentido de
la trascendencia. El cuerpo metafórico, especular, icónico,
habla de otra muerte. El erotismo muestra el mismo rostro, parece
surgerir Peirce, que la muerte concebida como una experiencia primaria
de la identidad, como la evidencia de su presencia inmediata. Resiste
entonces a la interpretación de los códigos. Ahí
se enlaza con la emergencia de la escritura, esa otra materia legible
como un cuerpo metafórico, desde un objeto irrecuperable
en el circuito de la significación.
Escribo
porque yo, un día, adolescente, me incliné ante el
espejo y no habla nadie.
ha
podido escribir Rosario Castellanos.
La
urgencia, el impulso a veces delirante de Peirce por construir una
tipología cada vez más exhaustiva, exuberante de los
signos se haya tal vez conectada con este lugar metafórico
de la escritura, de su corporalidad. Si la actividad teórica
es una restauración del acto como metáfora, la actividad
de Peirce, su escritura febril que se agolpa y se impacienta a medida
que enfrenta la muerte próxima, es la huella misma de este
cuerpo actuante, singular. Es también posiblemente el signo
del gesto contradictorio de toda empresa semiótica: exhibe
en su cuerpo esos vacíos, esas oscuridades vertiginosas,
sólo como un índice, como una metáfora, como
una vocación a la extrañeza.
México,
D.F., septiembre de 1985
[1]
Ch. S. Peirce, "Letters to Lady Welby", en Selected Writings
of Charles Sanders Peirce N.Y., Dover, p. 407.
[2]
El concepto de curvatura es empleado por Deleuze en los siguientes
términos. "Cuando el universo de las imágenes-movimiento
se remite a una de esas imágenes especiales que forman un
centro en él, el universo se curva y se organiza al rodearlo".
Deleuze no obstante, no habla de un centro específico, sino
especialmente de un centro que es la sede de una potencia en acto,
de un impulso arrastrado a la indeterminación. (cfr. G.Deleuze,
L=Image-mouvement, París, Miinuit, 1983, p. 94).
[3]
Claramente atestiguado por numerosos fragmentos en la obra de Peirce.
En la ya citada carta a Lady Welby, aparece una mención explicita
a esta determinación lineal: Se sigue de la definición
de signo que, puesto que el Objeto Dinámico determina el
Objeto Inmediato, que determina al propio signo que determina al
Interpretante Destinado, que determina el Interpretante Efectivo,
que determina el Interpretante Explícito, las seis tricotomías
en lugar de determinar las 729 clases de signos, como sería
si fueran independientes, sólo genera 28 clases.
[4]
Ch.S. Peirce, Écrits sur le signe, Seuil, París, p.133.
Ch.S.Peirce, Cartas a Lady Welby, 14 de marzo de 1909.
[5]
Roland Barthes, "Encore le corps", en Critique, nos. 423-424,
agosto-septiembre de 1982, pp. 649-650.
Raymundo Mier
Universidad
Autónoma Metropolitana
Escuela Nacional de Antropología e Historia
México |