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Por Sara
F. Barrena
Número 21
1.
Introducción
El
científico y filósofo Charles S. Peirce (1836-1914)
consideraba que el ser humano es un manojo de hábitos[1].
La persona es un sistema dinámico y orgánico de hábitos,
sentimientos, deseos, tendencias y pensamientos que crece en su
interacción comunicativa con los demás. Más
aún, los hábitos son un medio para el crecimiento
no sólo del ser humano sino también del universo mismo,
que está en constante evolución. Puede decirse que
en los hábitos radica para Peirce la capacidad de crecer
de todo cuanto existe.
Quienes
se han acercado a la figura de Charles Peirce saben que en la persona
y el pensamiento de este peculiar pensador hubo originalidad y novedad,
características de toda obra creativa. El paso de los años
ha demostrado el valor de sus teorías, que muchas veces,
a pesar de su complejidad, nos deslumbran al sumergirnos en ellas,
y que han resultado acertadas para mejorar nuestra comprensión
de la realidad. El trabajo de Peirce comienza a ser en la actualidad
un punto de referencia obligado en la historia de la filosofía
y de otras muchas disciplinas, y constituye a mi entender una escala
importante en el estudio de la creatividad, en la concepción
del ser humano como capaz de crear y de crecer.
Dedicaré
el presente artículo a explorar la noción peirceana
de hábito y su papel dentro de esa capacidad de crecimiento.
Para ello comenzaré en los tres primeros apartados con una
introducción a la noción de hábito dentro del
pensamiento peirceano, y con una explicación de su papel
dentro de la evolución del universo y de la subjetividad
humana. Explicaré a continuación el pragmaticismo
como una teoría de la acción en la que los hábitos
juegan un papel primordial, y posteriormente me detendré
en la formación de los hábitos a través de
la imaginación. Por último trazaré algunas
consecuencias de este acercamiento peirceano a los hábitos
dentro de un contexto más amplio, que pueda aportar luces
al estudio del crecimiento humano y de la racionalidad como esencialmente
creativa.
2.
La definición peirceana de hábito
Los
hábitos son para Peirce disposiciones a actuar de un modo
concreto bajo determinadas circunstancias. Alrededor de 1902, define
el hábito como una ley general de acción, tal
que en una cierta clase general de ocasión un hombre será
más o menos apto para actuar de una cierta manera general[2];
en otra ocasión Peirce define el hábito como un
principio general que actúa en la naturaleza del hombre para
determinar cómo actuará[3].
Esos principios generales influyen en el modo de actuar del hombre,
y a la vez se forman a través de esa actividad:
En
cualquier caso, después de algunos preliminares, la actividad
toma la forma de experimentación en el mundo interno; y la
conclusión (si se llega a una conclusión definida),
es que bajo unas condiciones dadas, el intérprete habrá
formado el hábito de actuar de una manera dada cuando sea
que necesite una clase dada de resultado. La conclusión lógica,
real y viva es ese hábito[4].
La
formación de los hábitos tiene en ocasiones un componente
inconsciente muy fuerte. En esas ocasiones Peirce equipara los hábitos
a instintos y afirma que los instintos no son sino hábitos
heredados. En otras ocasiones, en la mayoría de los hábitos
ordinarios de la vida madura, ese carácter instintivo se
renueva y aparece teñido de reflexión. Nuestros pensamientos
más o menos confusos acerca de lo que podría suceder
si actuáramos de un modo o de otro, conforman nuestros juicios
naturales acerca de lo que sería razonable. Entonces, dice
Peirce, se imaginan casos, se colocan diagramas mentales ante el
ojo de la mente, se multiplican los casos y se forma un hábito
por el que se espera que las cosas sean según el resultado
de los diagramas. Eso supone para Peirce razonar desde la naturaleza
de las cosas, tomar en cuenta la experiencia y combinar el elemento
instintivo con la reflexión. Peirce afirma que muchos hábitos
surgen así y por lo tanto --afirma categóricamente
no hay duda alguna de que están abiertos a la consciencia[5].
Peirce
define el hábito como una especialización de la naturaleza
del hombre tal que se comportará, o tenderá a comportarse,
de una manera que pueda presentar en sí misma un carácter
generalmente descriptible[6].
Los hábitos, escribe Peirce alrededor de 1907, se distinguen
de la mera disposición en que han sido adquiridos como consecuencia
del principio (se haya formulado explícitamente o no) de
que un comportamiento de la misma clase múltiples veces reiterado
produce una tendencia real a comportarse de forma similar bajo circunstancias
similares en el futuro.
Me
quedaré de momento con esa definición de hábito
como ley general de acción. Es preciso señalar sin
embargo que Peirce, al hablar de hábitos, no se está
refiriendo sólo a estructuras presentes en el comportamiento
de los seres humanos. El hábito es generalidad, es ley, es,
visto desde el esquema de la tríada de categorías
peirceanas, terceridad, y está presente en el universo. Todo
cuanto existe es una mezcla de las tres categorías, primeridad,
segundidad y terceridad, categorías que no organizan los
fenómenos sino que se refieren a aspectos presentes en todos
ellos. Un examen de la cosmología peirceana puede arrojar
por tanto luz sobre los hábitos.
3.
Los hábitos en el universo
El
universo posee carácter evolutivo. Para Peirce, que se sitúa
de esta forma frente a lo que sería un determinismo estricto,
el carácter definitivo del mundo no está fijado ya
a través de los tiempos, sino que existe una indefinición.
Es un hecho que hay crecimiento y ese crecimiento es real, no es
sólo cuestión de ignorancia ni consiste en adquirir
unas perfecciones ya predeterminadas. Por el contrario, la realidad
se va forjando en su evolución. En su Argumento olvidado
en favor de la realidad de Dios Peirce señala que la meditación
sobre los universos nos lleva entre otras ideas a la de crecimiento[7].
Las
leyes del universo no son definitivas. En el mundo existe diversidad
y hay siempre un elemento de azar, pero existe también regularidad
y orden. Se da una tendencia a formar hábitos que Peirce
denomina sinequismo, que permite la regularidad y el conocimiento.
Esos principios de regularidad y diversidad se combinan, y dejan
espacio para un crecimiento que se da a través del amor creativo,
el tercer principio evolutivo del universo[8].
Los distintos principios interaccionan en un proceso teleológico,
esto es, que tiene un fin, y en el que hay crecimiento real, en
el que se introduce novedad inteligible en el universo. Peirce habla
de evolución creativa y sostiene: una filosofía
evolutiva genuina, esto es, una que convierte al principio de crecimiento
en un elemento primordial del universo[9].
Esa
evolución en la que hay espacio para la creatividad se da
a través de los hábitos. El amor el ágape
es el motor que impulsa el crecimiento, la aparición de nueva
inteligibilidad, la actualización de posibilidades, la evolución
de universo y la evolución del pensamiento, y lo hace a través
de la formación de hábitos, de tendencias generales.
El desarrollo agapístico del pensamiento es la adopción
de ciertas tendencias mentales, no completamente descuidada, como
en el tychasmo, no tan ciegamente por la fuerza de las circunstancias
o de la lógica como en el anancasmo, sino por la inmediata
atracción de la idea misma, cuya naturaleza se adivina antes
de que la mente la posea, por el poder de la simpatía, esto
es, en virtud de la continuidad de la mente[10].
Es
posible la aparición de algo nuevo en el universo, de algo
que no es necesario, de nueva inteligibilidad. El análisis
del universo evolutivo nos enseña que es posible el crecimiento
y ese crecimiento se da a través de la formación de
hábitos, impulsada por el amor. Lo mismo puede aplicarse
al crecimiento de los seres humanos. Los hábitos actualizan
posibilidades que le permiten crecer. No somos prisioneros de nuestra
subjetividad sino que estamos abiertos al mundo y a los demás
a través de la experiencia. Mostrar cómo la experiencia
es posible y cómo pueden romperse y combinarse sus diferentes
componentes, en el fondo cómo es posible el crecimiento y
la creatividad, es a lo que se orienta toda la tarea de la filosofía
para Peirce[11]. El estudio
de los hábitos da muchas pistas para esa tarea.
4.
La subjetividad entendida como signo
Aunque
se ha afirmado frecuentemente que la teoría de la subjetividad
es uno de los puntos más débiles del pensamiento peirceano,
otros estudios[12] han puesto
de manifiesto que en la teoría peirceana de los signos subyacen
importantes claves para alcanzar una mejor comprensión del
ser humano, afirman que es posible una aproximación semiótica
a la subjetividad.
Para
Peirce todo es signo en cuanto que todo puede mediar y llevar ante
la mente una idea, todo aparece como capaz de manifestar algo para
un tercero. También el pensamiento, la subjetividad, es signo.
La identificación de los pensamientos como signos[13]
aparece muy temprano en la vida de Peirce: está ya presente
en los escritos de la década de 1860. El pensamiento es para
él un proceso de interpretación de signos, el hombre
aparece como un caso de semiosis y la realidad de la mente es un
signo. La entera manifestación fenoménica de
la mente, es un signo resultante de una inferencia[14].
Peirce escribe también: El hecho de que cada pensamiento
es un signo, tomado en conjunción con el hecho de que la
vida es una sucesión de pensamiento, prueba que el hombre
es un signo[15].
Peirce
define el signo del siguiente modo: Un signo o representamen
es algo que está por algo para alguien en algún aspecto
o capacidad. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa
persona un signo equivalente, o quizás un signo más
desarrollado[16]. Es decir,
el signo tiene una estructura irreductiblemente triádica,
se caracteriza por su apertura.
De
la consideración de la subjetividad humana como un caso de
semiosis se va a derivar por tanto la característica que
a mi juicio es central en la subjetividad entendida desde un punto
de vista peirceano: la apertura. Si por definición el signo
está abierto, supone una relación, una mediación,
y la subjetividad es signo, esto quiere decir que el sujeto humano
se caracteriza precisamente por su apertura, por su capacidad de
relación, por su capacidad de estar en comunicación
con otros, en relación con el mundo. El sujeto humano no
es algo clausurado en sí mismo, sino que la relación
con otros yoes es constitutiva de su identidad. Escribe Colapietro
que el yo peirceano no es una esfera privada, sino un agente comunicativo[17].
Peirce afirma que el yo es comunicable, externo:
Se
ve que la sensación no es sino el aspecto interior de las
cosas, mientras que la mente por el contrario es un fenómeno
esencialmente externo. (...) De nuevo los psicólogos intentan
localizar varios poderes mentales en el cerebro; y sobre todo consideran
como bastante cierto que la facultad del lenguaje reside en un cierto
lóbulo; pero yo creo que decididamente se acerca más
a la verdad (aunque no realmente verdadero) que el lenguaje reside
en la lengua. En mi opinión es mucho más verdadero
que los pensamientos de un escritor vivo están en cualquier
copia impresa de su libro que decir que están en su cerebro[18].
El
hombre no está encerrado en sí mismo. En virtud de
su esencia espiritual puede estar en varios lugares a la vez, como
pueden hacerlo las palabras, puede comunicar sus pensamientos y
sus sentimientos a alguien de manera que esté casi literalmente
en el otro[19]. Peirce afirma
que, después de la reproducción, el instinto para
la comunicación es el más importante[20].
De
esa radical apertura se deriva el carácter temporal de la
subjetividad humana. El sujeto aparece como un conjunto de posibles
relaciones que se van actualizando en el tiempo. Peirce escribe
en 1891: Esta referencia al futuro es un elemento esencial
de la personalidad. Si los fines de una persona fueran ya explícitos
no habría sitio para el desarrollo, para el crecimiento,
para la vida; y como consecuencia no habría personalidad[21].
Hay una esencial incompletitud de la persona humana, y ahí
precisamente radicará su capacidad de crecimiento y de creación.
Escribe Colapietro: En este sentido, la personalidad es una
fuerza viva en el presente y una orientación flexible hacia
el futuro[22].
En
esa peculiar estructura de la subjetividad radica por tanto la capacidad
de crecimiento del ser humano. Sheriff ha señalado que la
perspectiva peirceana conduce a la posibilidad de un crecimiento
moral e intelectual ilimitado[23].
Es como el carácter de un hombre --escribe Peirce
que consiste en las ideas que concebirá y en los esfuerzos
que realizará, y que sólo desarrolla cuando las ocasiones
surgen actualmente. Todavía ningún hijo de Adán
ha manifestado completamente a lo largo de toda su vida lo que había
en él[24].
Volvamos
ahora a los hábitos. Ellos son los únicos que pueden
explicar el crecimiento y la regularidad[25].
Para Peirce, el yo es una clase específica de mente, aquella
capaz de desenvolverse como un agente autónomo y que exhibe
tres poderes distintos: el de sentir, es decir, el de llegar a tener
consciencia de algo, el de acción, esto es, el de realmente
modificar algo, y el de aprender o tomar hábitos[26].
Esos
hábitos, que son tendencia, generalidad, ley, terceridad,
le permiten al hombre ejercer un control, el control propio de la
razón que se combina con la espontaneidad, también
presente siempre en lo racional: la mente no está sujeta
a ley en el mismo sentido rígido en que lo está
la materia. (...) Siempre permanece una cierta cantidad de espontaneidad
arbitraria en su acción, sin la cual estaría muerta[27].
En los hábitos radica el poder de crecer y a la vez de ejercer
ese control sobre sí mismo: el hombre se hace a sí
mismo a través de los hábitos.
El
yo aparece por tanto como un conjunto de hábitos. En esta
visión de la personalidad se reafirman las características
anteriores: la personalidad es apertura, y es temporalidad. El yo
es el conjunto de hábitos que por un lado representan la
suma del pasado, de la experiencia, de la relaci& El pragmaticismo
Peirce,
en su etapa madura y dentro de su intento de clarificar su pragmatismo,
explora el autocontrol y presta atención al modo en que el
yo se forma a sí mismo y crece a través del cultivo
de hábitos.
A
Peirce se le ha considerado fundador de una nueva corriente filosófica:
el pragmatismo. Esta doctrina, que nació como un método
lógico para esclarecer conceptos, llegó a convertirse
en la corriente filosófica más importante en Norteamérica
durante el último tercio del siglo XIX y el primero del XX.
Su origen puede situarse en las reuniones del Cambridge Metaphysical
Club, que Peirce había creado junto a otros intelectuales
entre 1871 y 1872[28], mientras
que los primeros textos escritos se publican en 1877 bajo el título
genérico de Illustrations of the Logic of Science[29].
En el segundo artículo de la serie publicada en Popular Science
Monthly, titulado How to Make our Ideas Clear, Peirce escribe: Considérese
qué efectos, que pudieran tener concebiblemente repercusiones
prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción.
Entonces nuestra concepción de esos efectos es la totalidad
de nuestra concepción del objeto[30].
Posteriormente,
William James reformuló esa doctrina, que Peirce había
concebido como método lógico para aclarar el significado
de conceptos confusos a través de las consecuencias prácticas
que podrían derivarse de ellos. James la convirtió
en una doctrina de carácter metafísico y realizó
modificaciones con las que Peirce no estaba de acuerdo. Peirce se
desmarcó explícitamente del camino que el pragmatismo
había tomado en manos de William James y de otros[31]
y trató en sus últimos años de vida de clarificar
el significado de su máxima original. Por ese motivo se sintió
obligado a cambiar el primer nombre de pragmatismo por
el de pragmaticismo. Escribe en 1905 que ese término
era suficientemente feo como para mantenerlo a salvo de secuestradores[32].
Lejos
de interpretaciones incorrectas y de acuerdo con el pragmaticismo
peirceano tal y como aparece expresado en la formulación
original de la década de los setenta, el significado de una
concepción intelectual viene determinado por las consecuencias
prácticas de ese concepto. El reconocer un concepto bajo
sus distintos disfraces o el mero análisis lógico
no es suficiente para su comprensión. Escribe Peirce:
Incluso
entonces podemos todavía estar sin una comprensión
viva de él; y el único modo de completar nuestro conocimiento
de su naturaleza es descubrir y reconocer justamente qué
hábitos generales de conducta podría desarrollar razonablemente
la creencia en la verdad del concepto (de cualquier materia, y bajo
cualesquiera circunstancias concebibles)[33].
Como
aparece en este texto, las consecuencias prácticas en el
comportamiento de las personas, los hábitos que surgen y
que van a influir en el comportamiento, van a ser centrales en la
explicación del pragmaticismo que Peirce lleva a cabo. Peirce
habla del desarrollo de unos hábitos de conducta como único
modo de clarificar los conceptos. Esos hábitos son los que
permiten llegar a la verdadera comprensión de las cosas y
se constituyen en leyes para la acción humana: un hábito
no es una afección de la consciencia; es una ley general
de acción[34].
Las
consecuencias que se derivan de los conceptos nos hacen tener unas
expectativas de lo que sucederá, y generan de este modo unas
creencias. Por ejemplo, si algo está caliente podemos esperar
que nos queme, y creemos que eso es lo que sucederá. Las
creencias sobre los efectos de una cosa son las que guían
nuestros deseos y conforman nuestras acciones nos abstenemos
de tocar el fuego y esas creencias son indicativos de los
hábitos. Nuestro sentimiento de creer es una indicación
más o menos segura de que se ha establecido en nuestra naturaleza
algún hábito que determinará nuestras acciones[35],
por ejemplo el hábito de apartarnos ante el fuego. La duda
nunca tiene ese efecto. La creencia corresponde por tanto a un hábito
que se ha formado en nuestro interior y es lo que determina nuestra
conducta en un sentido o en otro. Así ocurre por ejemplo
con nuestra creencia en Dios, como Peirce explica en Un argumento
olvidado en favor de la realidad de Dios. Ese argumento se basa
en que la hipótesis de la realidad de Dios, que surge al
contemplar fenómenos del universo y buscar una explicación,
es capaz de modificar nuestro comportamiento, de establecer nuevos
hábitos que nos impulsan a comportarnos como si Dios existiese.
Esa influencia en el comportamiento, los hábitos que se establecen,
hace que creamos y constituye la prueba última de la verdad
de la hipótesis científica.
Los
nuevos hábitos determinan nuestras acciones. En el pragmaticismo
hay una revisión continua y una constante generación
constructiva, creativa, del curso de acción que se sigue,
es decir, se están constantemente inventando nuevas posibilidades
reales de acción, incluso aunque se trate de hábitos
formados exclusivamente en nuestra imaginación:
Un
hábito-creencia formado simplemente en la imaginación,
como cuando considero cómo debería actuar bajo circunstancias
imaginarias, afectará igualmente a mi acción real
si esas circunstancias se realizaran. De este modo, cuando dices
que tienes fe en el razonamiento, lo que quieres decir es que el
hábito-creencia formado en la imaginación determinará
tus acciones en el caso real[36].
La
mención a la imaginación en este texto no es casual.
Peirce considera que la mente humana es una red increíblemente
compleja de hábitos: algunos se deben a la constitución
innata de nuestro cuerpo, otros a nuestra experiencia y otros a
acciones interiores. En este último caso, la imaginación
juega un papel central en la formación de los hábitos.
En esa relación de los hábitos con la imaginación
me detendré en el apartado siguiente.
6.
La formación de los hábitos a través de la
imaginación
La
mente no sólo se moldea por la experiencia exterior, por
la influencia del mundo sobre ella, sino también por su propia
acción interna y, en particular, por la acción de
la imaginación. Peirce concede gran importancia a la imaginación,
que, en contra de visiones racionalistas que la consideraban anárquica
e irracional, es para él una facultad indisolublemente ligada
a la razón. Peirce llega a afirmar que todo el raciocinio
pasa por la imaginación y afirma que sin ella no llegaríamos
a conocer la verdad[37]. La
novedad de la noción peirceana de imaginación radica
en que ésta, en lugar de contraponerse a lo racional, puede
funcionar en armonía con la razón, situándose
en su mismo corazón. En 1893 Peirce reivindica la imaginación
del siguiente modo:
La
gente que construye castillos en el aire, en su mayor parte, no
logra mucho, es verdad; pero todo hombre que logra grandes cosas
elabora castillos en el aire y después los copia penosamente
sobre el suelo firme. En efecto, el raciocinio completo y todo lo
que nos hace seres intelectuales, se desempeña en la imaginación.
Los hombres vigorosos suelen despreciar la mera imaginación;
y en eso tendrían bastante razón si hubiera tal cosa.
No importa qué sentimos; la cuestión es qué
haremos. Pero ese sentimiento que está subordinado a la acción
y a la inteligencia de la acción es igualmente importante;
y toda la vida interior está más o menos así
subordinada. La mera imaginación sería en efecto insignificante;
sólo que la imaginación no es mera. Más
que por lo que está bajo tu custodia, vela por tu fantasía,
dijo Salomón, porque de ella salen los asuntos de la
vida [38].
Peirce
pone así de manifiesto el papel central de la imaginación
para la vida del hombre, deja claro en este texto que no hay mera
imaginación, con ello quiere decir que la imaginación
no es una facultad separada que de vez en cuando utilizamos para
nuestras fantasías, sino que la imaginación nos permite
llegar a explicar la realidad y a desentrañar sus leyes.
Cuando un hombre desea ardientemente conocer la verdad, su
primer esfuerzo será imaginar cuál puede ser la verdad.
(...) No hay nada que pueda proporcionarle nunca una insinuación
de la verdad más que la imaginación[39].
Los científicos --dice Peirce-- sueñan explicaciones
y leyes[40]. La actividad de
la imaginación permite que surjan nuevas hipótesis,
que se generen nuevos significados. Permite ordenar la propia experiencia
y afrontar nuestras relaciones comunicativas con los demás,
nos abre posibilidades y permite que nos pongamos en el lugar del
otro, que salgamos así de nosotros mismos, esto es, permite
realizar la apertura propia de la personalidad humana.
A
través de la imaginación podemos modificar nuestra
conducta y ejercer un poder real sobre nuestras acciones, porque
podemos modificar nuestros hábitos a través de ella.
Dentro de nosotros ocurren cosas imaginarias que pueden tener consecuencias
reales, que pueden influir en nuestro comportamiento.
Un
hábito cerebral de la más alta clase, que determinará
lo que desarrollamos en la fantasía, así como lo que
desarrollamos en la acción, se denomina creencia. Nuestra
representación de que tenemos un hábito específico
de esa clase se denomina juicio. Un hábito-creencia en su
desarrollo comienza siendo vago, especial y pobre; se va haciendo
más preciso, general y completo, sin límite. El proceso
de este desarrollo, en tanto que tiene lugar en la imaginación,
se denomina pensamiento. Se forma un juicio; y bajo la influencia
de un hábito-creencia éste da lugar a un nuevo juicio,
que indica una adición a la creencia. Tal proceso se denomina
inferencia; el juicio antecedente se denomina premisa; el juicio
posterior, la conclusión; el hábito del pensamiento
que determina el paso de uno al otro (cuando se formula como una
proposición) el principio conductor[41].
Cada
persona vive en un doble mundo, el interior y el exterior, el de
las percepciones y el de las fantasías[42].
Tan decisivo es uno como el otro. De hecho la experiencia exterior
no podría adquirir un sentido sin ese mundo interior de las
fantasías. La combinación de esos dos mundos da lugar
a la formación de los hábitos: el hombre adivina cómo
es posible que sean las incursiones del mundo exterior en el interior,
y excluye de él cada idea que puede que se vea perturbada.
En lugar de esperar a que la experiencia venga en momentos desfavorables,
dice Peirce, el hombre la provoca cuando no puede hacer daño
ni por tanto cambiar el gobierno de su mundo interior[43].
Regula esa influencia de los dos mundos que resulta en la formación
de hábitos, a veces adquiridos sin ninguna reacción
previa y externa[44], pero que
influirán decisivamente en el mundo exterior. Para adquirir
hábitos es preciso una repetición de acciones, practicar
reiteraciones de la clase deseada de conducta que creen la
tendencia, pero, señala Peirce, las reiteraciones en el mundo
interior imaginadas producen hábitos igual que
las reiteraciones en el mundo exterior[45].
Una
conjetura imaginada nos conduce a imaginar una línea de comportamiento
adecuada. A menudo se habla de los day-dreams como de meras inutilidades;
y eso serían, si no fuera por el hecho singular de que van
a formar hábitos, en virtud de los cuales cuando surge una
conjetura real similar nos comportamos realmente de la manera que
hemos soñado hacerlo[46].
Peirce
lo explica con el siguiente ejemplo sencillo: si creo que el fuego
es peligroso porque así me lo han dicho desde niño,
e imagino un fuego que estalla justo delante de mí, también
imagino cuál sería mi comportamiento si sucediera:
saltaría hacia atrás. No necesito que eso suceda en
la realidad, ni haberme quemado, para desarrollar ese hábito[47].
Lo mismo es aplicable a hábitos o comportamientos más
complejos del ser humano:
Hay
una clase de auto-control que resulta del entrenamiento. Un hombre
puede ser su propio entrenador-maestro y de este modo controlar
su auto-control. Cuando se alcanza este punto, mucho o todo el entrenamiento
debe ser dirigido en la imaginación[48].
La
imaginación tiene un efecto sobre lo que pensamos y sobre
lo que hacemos a través de los hábitos, influye por
tanto decisivamente a través de ellos en el control que ejercemos
sobre nosotros mismos, en el crecimiento, se convierte en una guía
para la acción. De esta consideración podemos sacar
algunas consecuencias finales.
7.
Los hábitos y la racionalidad humana creativa
Los
hábitos están, como se ha visto y en contra de lo
que podría pensarse, estrechamente relacionados con la imaginación
y por tanto con la creatividad, con un nivel constructivo de la
racionalidad. Muchas veces se han considerado como algo mecánico,
más bien contrarios a la espontaneidad. Sin embargo, la perspectiva
peirceana, que los considera como los elementos que hacen crecer
la subjetividad entendida en sentido semiótico, arroja nuevas
luces. Lejos de la reiteración monótona de un comportamiento,
una mera repetición de actos, de acciones que por obra del
hábito llegan a realizarse de una manera mecánica,
la cuestión del crecimiento es más bien una cuestión
de razonabilidad.
El
poder creativo, ese poder de lo razonable tal y como
Peirce lo define[49], descansa
en la capacidad de ejercer control sobre uno mismo, de ser racionales,
de integrar todo bajo la razón a través del desarrollo
de hábitos. El ser humano, a través de los hábitos,
va racionalizando, sometiendo a su control el universo en el caso
de la ciencia, los sentimientos en el caso del arte, o su propia
vida en general, añade una razonabilidad que no implica un
carácter posesivo. Crear, crecer, es aumentar la razonabilidad:
La única cosa que es realmente deseable sin una razón
para ser así, es volver las ideas y las cosas razonables[50].
El ideal de razonabilidad se va encarnando de un modo creativo,
va permeabilizando el universo y nuestra propia vida.
Los
hábitos constituyen, desde esta perspectiva, el puente que
une el pasado con los nuevos caminos. Para crecer, y para crear,
es preciso partir del pasado. Algunos han hecho hincapié
en el alto grado de conocimiento y maestría que son necesarios
para que surja una obra creativa[51].
Para
Peirce, se llega a lo nuevo a través de la abducción,
que él define como el proceso por el que se forma una
hipótesis explicativa, y como la única
operación lógica que introduce una idea nueva[52].
Lo creativo, lo nuevo, no podría existir sin referencia a
lo antiguo, aunque vaya mas allá de lo sabido, de lo experimentado,
buscando nuevos contextos de comprensión. Peirce señala
la importancia de la experiencia para que se produzca la abducción:
la mente debe trabajar sobre la experiencia, sobre los conocimientos
previos. Como afirma Hoffman, nuestra percepción está
siempre mediada por una serie de contextos, y cada abducción
ante unos hechos sorprendentes no es nada más
que la búsqueda de un modo de percepción de esos hechos[53].
Es preciso reconocer que todo creador se basa en la experiencia
anterior y, sin embargo, hay que reconocer también que el
creador no puede limitarse a ella.
Para
Peirce la abducción permite encontrar un nuevo y mejor modo
de referirse a lo que ya es. El razonamiento es una nueva
experiencia que implica algo viejo y algo desconocido hasta ahora[54],
y en esa continuidad de lo antiguo con lo nuevo los hábitos
juegan un papel primordial, permiten incorporar las acciones pasadas
y orientarlas hacia el futuro. Los hábitos se basan en la
experiencia, en el pasado, pero se orientan a las acciones futuras,
a generar nuevas líneas de conducta. Hemos visto que los
hábitos son terceridad y la terceridad escribe Hausman
es la categoría de la futuridad: La terceridad, entonces,
es la categoría que da cuenta no sólo de la mediación
y por tanto del significado o generalidad, de la inteligibilidad,
sino que también revela temporalidad y por tanto futuridad[55].
La terceridad es la categoría relacionada con el futuro,
con lo que llegará a ser.
En
el contexto de su pragmaticismo, Peirce habla del significado de
una palabra como los hábitos, las tendencias que produce
y que influirán en un futuro:
El
significado de una palabra realmente reside en el modo en que podría,
en una posición adecuada en una proposición creída,
tender a moldear la conducta de una persona en conformidad a aquello
según lo cual es en sí misma moldeada. El significado
no sólo moldeará siempre, más o menos, a largo
plazo las reacciones a sí mismo, sino que su propio ser consiste
sólo en hacer eso. Por esta razón llamo a este elemento
de los fenómenos u objeto de pensamiento el elemento de terceridad.
Es aquel que es lo que es en virtud de comunicar una cualidad a
las reacciones en el futuro[56].
Los
hábitos se convierten así en unos principios de acción
que engendrarán nuevas posibilidades futuras. El sinequismo,
la tendencia a la regularidad, a formar hábitos, es lo que
permite la continuidad. Los hábitos se convierten en un puente
entre lo anterior y eso nuevo, que no está por completo contenido
en lo anterior. Los hábitos guiados por el amor permiten
explicar el crecimiento, la aparición de novedad sin que
haya una ruptura con todo lo anterior.
Por
tanto, los hábitos juegan un papel decisivo en la creatividad
que envuelve el universo y la vida humana, constituyen principios
generales de acción que actualizan las posibilidades y encarnan
el ideal de la razonabilidad, tienden un puente entre pasado y futuro
y constituyen el medio para el crecimiento:
De
cualquier manera en que la mente reaccione bajo una sensación
dada, en esa manera es la más probable que reaccione otra
vez. Sin embargo, si esto fuera una absoluta necesidad, los hábitos
llegarían a ser inflexibles e irradicables y, sin sitio para
la formación de nuevos hábitos, la vida intelectual
llegaría a un rápido final[57].
[1]
C. S. Peirce, CP 6.228, 1898.
[2]
C. S. Peirce, CP 2.148, c.1902.
[3]
C. S. Peirce, CP 2.170, c.1902.
[4]
C. S. Peirce, CP 5.491, c.1907.
[5]
C. S. Peirce, CP 2.170, c.1902.
[6]
C. S. Peirce, CP 5.538, c.1902.
[7]
C. S. Peirce, CP 6.465, 1908.
[8]
C. S. Peirce, CP 6.302, 1893.
[9]
C. S. Peirce, CP 6.157, 1892.
[10]
C. S. Peirce, CP 6.307, 1891.
[11]
Cf. M. van Heerden, Reason and Instinct, C. S. Peirce.
Categories to Constantinople, J. van Brakel y M. van Heerden (eds),
Leuven University Press, Leuven, 1998, 62.
[12]
Véase V. Colapietro, Peirces Approach to the Self:
A Semiotic Perspective on Human Subjectivity, State University of
New York Press, Nueva York, 1989; J. Sheriff, Charles Peirces
Guess at the Riddle. Grounds for Human Significance, Indiana University
Press, Bloomington, 1994.
[13]
Véase CP 5.313-14, 1868; 6.46, 1891; 5.448, 1905.
[14]
C. S. Peirce, CP 5.313, 1868.
[15]
C. S. Peirce, CP 5.314, 1868.
[16]
C. S. Peirce, CP 2.228, c.1897.
[17]
Cf. V. Colapietro, Peirces Approach to the Self: A Semiotic
Perspective on Human Subjectivity, 79.
[18]
C. S. Peirce, CP 7.364, 1902.
[19]
C. S. Peirce, CP 7.591, 1866.
[20]
Véase C. S. Peirce, CP 7.379, c.1902 y MS 318, 44, c.1907.
[21]
C. S. Peirce, CP 6.157, 1891.
[22]
Cf. V. Colapietro, Peirces Approach to the Self: A Semiotic
Perspective on Human Subjectivity, 76-77.
[23]
Cf. J. Sheriff, Charles Peirces Guess at the Riddle, xvi.
[24]
C. S. Peirce, CP 1.615, 1903.
[25]
Véase C. S. Peirce, CP 6.33, 1891; 6.262, 1891.
[26]
C. S. Peirce, MS 670, 1911, 4-7.
[27]
C. S. Peirce, CP 6.148, 1891.
[28]
Para estudiar el origen del pragmatismo véase M. H. Fisch,
Was There a Metaphysical Club in Cambridge?, Studies
in the Philosophy of Charles Sanders Peirce, Second Series, E. Moore
y R. Robin (eds), University of Massachusetts Press, Amherst, 1964,
3-32 y Was there a Metaphysical Club in Cambridge? ÑA
Postscript, Transactions of the Charles S. Peirce Society,
17 (1981), 128-130; también C. Sini, El pragmatismo, Akal,
Madrid, 1999; J. Brent, Charles Sanders Peirce. A Life, Indiana
University Press, Bloomington, 1998 (2ª. ed), capítulo
2.
[29]
C. S. Peirce, Illustrations of the Logic of Science,
Popular Science Monthly, Nov-Aug (1878).
[30]
C. S. Peirce, CP 5.402, 1878.
[31]
C. S. Peirce, CP 2.99, 1902.
[32]
C. S. Peirce, CP 5.414, 1905.
[33]
C. S. Peirce, CP 6.481, 1908.
[34]
C. S. Peirce, CP 2.148, c.1902.
[35]
C. S. Peirce, CP 5.371, 1877.
[36]
C. S. Peirce, CP 2.148, 1902.
[37]
C. S. Peirce, CP 1.46, c.1896.
[38]
C. S. Peirce, CP 6.286, 1893.
[39]
C. S. Peirce, CP 1.46, c.1896.
[40]
C. S. Peirce, CP 1.48, c. 1896.
[41]
C. S. Peirce, CP 3.160, 1880.
[42]
C. S. Peirce, CP 5.487, c. 1907.
[43]
C. S. Peirce, CP 1.321, c. 1910.
[44]
C. S. Peirce, CP 5.538, c.1902.
[45]
C. S. Peirce, CP 5.487, c.1907.
[46]
C. S. Peirce, CP 6.286, 1893.
[47]
C. S. Peirce, CP 2.148, c.1902.
[48]
C. S. Peirce, CP 7.543, n.d.
[49]
C. S. Peirce, CP 5.520, c.1905.
[50]
C. S. Peirce, Review of Clarck University, 1889-1899. Decennial
Celebration, Science, 11 (1900), 620; reeditado en P. P. Wiener
(ed), Charles S. Peirce: Selected Writings, Dover, Nueva York, 1966,
332.
[51]
Véase M. Csikszentmihalyi, Implications of a Systems
Perspective for the Study of Creativity, Handbook of Creativity,
R. Stenberg (ed.), Cambridge University Press, 1999, 330.
[52]
C. S. Peirce, CP 5.171, 1903.
[53]
Cf. M. Hoffman, ¿Hay una lógica de la abducción?,
Analogía Filosófica, XII/1 (1998), 41-56.
[54]
C. S. Peirce, CP 7.536, n.d.
[55]
C. R. Hausman, Charles S. Peirces Evolutionary Philosophy,
Cambridge University Press, Cambridge, MA, 1993, 134.
[56]
C. S. Peirce, CP 1.343, 1903.
[57]
C. S. Peirce, CP 6.148, 1891.
Sara F.
Barrena
Universidad de Navarra,
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