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Por Raúl E. González
Pinto
Número 29
Hace
apenas unos meses, tuvimos en esta noble y leal ciudad de Santiago
de Querétaro la oportunidad de asistir a una exhibición
de instrumentos de tortura y pena capital en otro de los museos
en nuestro centro histórico. Muchos de quienes estamos aquí,
estoy seguro, pudimos constatar que en los diez siglos que duró
la Edad Media se presentó una de las más grandes paradojas
que ha conocido la Humanidad: ¿Cómo pudo ser posible
que en una época en la que el temor irrestricto a Dios se
caracterizara, al mismo tiempo, por la brutalidad con saña
en el castigo, la mutilación y aun el descuartizamiento del
cuerpo humano? Un castigo inflingido por medio de instrumentos que
sólo pudieron ser concebidos por mentes tan sádicas
y enfermizas como las de la Santa Inquisición.
Una de las enseñanzas que
derivé de la exhibición de estas máquinas infernales
de tortura fue constatar que no hay sojuzgamiento o humillación
más degradante a la que pueda ser sometido un ser humano
que la violación de la dignidad e integridad de su cuerpo.
No se me ocurre pensar en otro medio más perverso para el
quebrantamiento mental, espiritual o psicológico de un semejante
que el abrirle las entrañas con un instrumento punzocortante,
como ser haría con un puerco en un matadero, proceder a derramar
líquidos hirvientes en sus heridas abiertas y luego dejarlo
desangrar durante interminables horas hasta el arribo inevitable
de la más dolorosa muerte.
Si bien los códigos morales
y legales de nuestra actualidad histórica han vuelto tajantemente
prohibitivo un tratamiento tan maléfico del cuerpo humano
como el que acabo de describir, nuestro cuerpo sigue siendo campo
de batalla de los conflictos étnicos, políticos, morales
y religiosos que nos acompañan con afán malsano en
estos albores del tercer milenio.
Michel Foucault, uno de los estudiosos
más prolijos en documentar los mecanismos de abuso del cuerpo
por parte del poder político institucional, explica que en
la Europa de los señoríos y las monarquías
resultaban de esencial importancia las ejecuciones públicas
de enemigos y disidentes, pues éstas se convertían
en ritual sangriento para amedrentar al grueso de la población.
Partiendo de la premisa de que el sacrificio escandaloso de un chivo
expiatorio instigaba tanto miedo en la población que pocos
se atreverían a desafiar las estructuras de poder político,
las ejecuciones públicas eran preparadas con escalofriante
efectismo teatral para que fuesen tan crueles y sangrientas como
fuera posible.
Uno de los métodos predilectos,
que hemos llegado a ver en el cine, era el de amarrar los brazos
y piernas del condenado con sendas sogas, cada una de las cuales
era - a su vez - atada a cuatro respectivas mulas o caballos, los
cuales eran posteriormente azuzados para jalar de las sogas hacia
cada uno de los puntos cardinales, con el consecuente desmembramiento
del infeliz hombre o mujer sometido a semejante tormento.
En la Europa medieval, las mujeres
acusadas de tratos con el demonio eran arrojadas al mar. Antes,
se les hacía ver que si su cuerpo se hundía, ello
se consideraría prueba absoluta de su inocencia, pero se
les advertía que si tenían el infortunio de flotar,
esto se consideraría prueba de su culpabilidad, en cuyo caso
eran quemadas vivas. Ante la alternativa de morir ahogadas o incineradas,
las desafortunadas víctimas oraban por el privilegio de poder
irse al fondo del océano y acabar de una vez por todas con
su sufrimiento. En ocasiones se introducía a la mujer a un
saco, en el cual se metía también a un gato. Al ser
arrojados ambos al agua, desesperado, el felino arañaba y
desfiguraba horriblemente a la moribunda victima.
En algunas regiones de la India,
cuando moría un hombre de determinado estatus social, su
esposa era quemada viva, pues se partía de la absurda creencia
de que era el deber de la fémina fiel acompañar a
su cónyuge al otro mundo. En la época de la ocupación
inglesa, súbditos de la corona británica, horrorizados,
narraron en periódicos de la época sus testimonios
de estos crueles sacrificios.
Sin embargo, argumenta Foucault,
en épocas más recientes los métodos de control
político se han ido volviendo cada vez más sutiles
y el quebrantamiento de la voluntad depende cada vez menos del derramamiento
calculado de sangre, al grado que en las ejecuciones en Texas (quién
no recuerda el dolorosamente reciente caso de un paisano) no hay
ya derramamiento de sangre, pues la muerte provocada por el método
de la inyección letal es - supuestamente - de carácter
piadoso, ya que - en teoría - el condenado sufre menos. Por
supuesto, este argumento convenientemente soslaya el ineludible
hecho de que el asesinato legalizado - el homicidio de estado -
no deja de ser vil asesinato.
Los ejemplos mencionados apuntan
en una sola dirección: en todos los casos es el cuerpo humano
repositorio del barbarismo monárquico, ritual o de estado.
La creencia de que los seres humanos somos almas y tenemos un cuerpo
no aminora y, mucho menos, anula la responsabilidad de los hechos,
como si disminuir el estatus del cuerpo humano a mero receptáculo
físico de la persona disminuyese la bestialidad de la violencia
cometida en contra del mismo. El sofisma va así: a) El cuerpo
humano es una mera envoltura carnal del individuo, b) En el alma
reside la esencia del ser, c) Por tanto, el sufrimiento inflingido
al cuerpo humano no vulnera, en realidad, la esencia del ser que
lo habita. En este razonamiento falso es como si dijéramos
que el acto de despellejar una naranja no llega a alterar la condición
de la naranja. Una peligrosa variante de este criminal sofisma es
la creencia sostenida por algunos sectores de que las decenas de
jóvenes mujeres asesinadas en años recientes en Ciudad
Juárez, lejos de ser un caso preocupante, se reduce a un
simple manipuleo propagandista de la oposición para desprestigiar
a Patricio Martínez, el mandatario estatal priísta.
¿Por qué habrían de constituirse los cuerpos
violados, apuñalados, balaceados y mutilados de estas mujeres
en canibalesca ofrenda a un sistema social patriarcalmente represivo?
Me permito proponer en este respetable
foro que, lejos de considerar a nuestro cuerpo una mera envoltura
carnal del ser intangible y abstracto que supuestamente en esencia
somos, tengamos el valor existencial de describirnos a nosotros
mismos como cuerpos vivientes y pensantes. Dicho de otra forma,
los insto a que abandonemos la ligereza irresponsable de pretender
que simplemente tenemos un cuerpo y que nos atrevamos a reconocer
que somos un cuerpo, con toda lo que ontológicamente
ello implica.
Lo que en principio pudiera parecer
simple preciosismo semántico, representa en realidad una
diferencia abismal de perspectivas. ¿Por qué? Porque
la creencia de que tengo un cuerpo es fruto de la mezquina mentalidad
capitalista moderna: si tengo una casa, un coche, una bicicleta,
o mucho o poco dinero, tengo también un cuerpo. Como si poseer
un cuerpo no fuese diferente en grado al hecho de poseer un abrigo
de mink, un vocho o un tiempo compartido en Vallarta.
En cambio, si parto del supuesto
ontológico de que soy un cuerpo por la sencilla razón
de que si dejase de respirar o de comer no podría seguir
siendo, entonces se abre la posibilidad ética de elevar mis
huesos, tejidos y articulaciones al rango de aquello que constituye
mi identidad. Los seres humanos, nos recuerdan fenomenólogos
existencialistas como Maurice Merleau-Ponty, sólo podemos
ser en el cuerpo por el simple hecho de haber nacido en un universo
en el que nos regimos por las coordenadas de tiempo y espacio. Si
nos detenemos a analizar dicha idea, argumenta esta escuela fenomenológica,
sólo en el caso de que fuésemos seres incorpóreos
no resultaría necesario ocupar un espacio. Y en una situación
en la que el espacio se vuelve prescindible, el tiempo deja también
de resultar necesario, pues sólo en el universo material
resulta posible el desplazamiento en el espacio.
Y es precisamente el desplazamiento
de un cuerpo en el espacio - es decir, la trayectoria de un punto
A a un punto B, lo que da origen al tiempo. Digamos que aquello
que carece de materialidad no necesita desplazarse. Por tanto, si
fuese espíritu puro, no requeriría desplazarme en
el espacio, y al liberarme de la coordenada del espacio me liberaría
automáticamente de la coordenada del tiempo. Pero esto no
sucede así, precisamente porque somos cuerpos que habitan
en la esfera de lo tangible.
Para decirlo de otra manera, los
fenomenólogos nos recuerdan que el mundo sólo tiene
sentido para mí si puedo percibirlo. Y la única forma
de percibir el mundo es desde la esfera sensoria del cuerpo. ¿Por
qué? Porque al mundo lo recorro, con mis pasos, en el tiempo.
Lo veo, lo palpo, lo oigo, lo huelo, lo respiro, lo vivo desde el
cuerpo. El cuerpo del mundo sólo adquiere sentido si lo abrazo
desde el cuerpo de mi ser.
Es por ello necesario que, de una
vez por todas, dejemos de lado los atavismos de la racionalidad
y dejemos de pretender que meramente somos la mente parlante del
"Pienso, luego existo" cartesiano. Propongo que trastoquemos
la consigna por una que diga "Veo, palpo, oigo, huelo, respiro,
siento, luego existo". Y esto no significa que abandonemos
la creencia de que somos espíritu, sino de que la cambiemos
por la creencia de que somos cuerpo y también espíritu.
En la medida que seamos capaces
de educar a las nuevas generaciones en la idea de que los derechos
humanos empiezan en el cuerpo, cambiará nuestra concepción
de la dignidad del ser humano para sacarla de la torre de cristal
de la pureza abstracta y depositarla en el terreno de la realidad
sensorial. Entonces - y sólo entonces - podremos hacer residir
nuestra identidad y nuestra grandeza en cada una de las células
que conforman nuestro ser, ese mágico y portentoso ser que
se manifiesta a cada instante en mi llanto y en mi risa... en cada
uno de mis pasos y en cado uno de mis suspiros. Porque sólo
puedo vivir, sentir, ser...en mi cuerpo...desde ese cuerpo que soy,
de ese ente que irremisiblemente deambula por el mundo.
Notas:
1
Ponencia presentada en el Foro Educacióny Derechos Humanos
de la Unidad de Servicios Educativos Básicos del Estado
de Querétaro, celebrado en el Museo de Arte de la Ciudad
de Querétaro, Qro. el 30 de agosto de 2002
Dr.
Raúl E. González Pinto
Cconsultor asociado en Brainware
Assistance, con especialidad en comunicación organizacional
y corporalidad comunicativa. |