Por Concepción Travesedo
Número
45
Mucho
se está hablando estos días sobre
el evidente divorcio existente entre los burócratas
de Bruselas, los medios de comunicación
tradicionales, y los grandes partidos políticos
europeos por un lado, y las opiniones públicas
conformadas por los ciudadanos de a pie, por
otro.
Se está
hablando mucho pero demasiado tarde, pretendiendo
hacer de la necesidad virtud y simular sorpresa
ante un fenómeno que, nadie se atreva
a negarlo, todos conocíamos desde hace
años. El rotundo rechazo a la Constitución
Europea por parte de las sociedades más
informadas y reflexivas de Europa es, sin embargo,
sólo un ejemplo más que añadir
a la cesta de argumentos que podrían presentarse
ante un tribunal para solicitar un divorcio en
firme entre dos partes abismalmente distanciadas.
Pero no es el
texto constitucional europeo lo que estimula
mi escritura hoy, sino otros inquilinos de esa
cesta de agravios que pesadamente arrastran los
ciudadanos de a pie de los Veinticinco.
Discúlpenme
el chocante bucle, pero voy a enlazar lo dicho
con cuestiones tan aparentemente disparejas como
son la amenaza del integrismo islámico,
el problema de la asimilación de los inmigrantes
en Europa, el palpable resurgir de una identidad
de rasgos cristianos en Occidente, y el alejamiento
de los medios de comunicación sociales
y los “opinantes públicos”
respecto al sentir de los ciudadanos a los que
se deben.
Posiblemente
americanos del norte, del sur y europeos veamos
desde perspectivas muy distintas estas cuestiones,
así que entiendan este artículo
como la expresión de una española
europea que observa y experimenta una realidad
cercana.
De todos es
sabido que la archiconocida y premonitoria tesis
defendida por Samuel P. Huntington desde 1993
sobre “El choque de civilizaciones”
vaticina una colisión entre grupos pertenecientes
a diferentes civilizaciones que podría
muy bien desarrollarse en el seno de la propia
sociedad occidental, cuyo fracaso en la asimilación
del fenómeno de la inmigración
es hoy algo incontestable.
Holandeses y
franceses, en concreto, contemplan aturdidos
a sus pretendidas sociedades multiétnicas
y tolerantes agitándose ante el estallido
de fricciones que han germinado durante años
dejando entrever, de cuando en cuando, brotes
admonitorios que nadie se preocupó por
cortar.
Este país
mío dejó constancia, en un lapso
de tiempo récord, de hasta qué
extremos confines puede llegar el desconcierto.
El pasado 7 de marzo, la Comunidad de Madrid
otorgaba su Premio a la Tolerancia a la diputada
holandesa de origen somalí Ayaan Irsi
Alí, amenazada de muerte por el terrorismo
islámico por su radical aversión
a la religión de su propia estirpe. Siendo
ésta una circunstancia intolerable, no
justifica, no obstante, actitudes de la premiada
que no están precisamente contribuyendo
a devolver el sosiego interétnico a su
país. Y su país se encuentra inmerso
desde hace meses en un profundo debate, pionero
a nivel continental, sobre las conclusiones a
extraer del asesinato del creador Theo Van Gogh
a manos de un radical musulmán desacorde
con los mensajes inferibles de su arte.
Sólo
tres días después de que Irsi recibiera
aquel galardón de distinción de
una cualidad que nadie le reconoce en su país,
el Club de Madrid sentaba en una mesa de debate
sobre las víctimas del terrorismo al académico
de origen egipcio Tarik Ramadam, así apodado
por sus padres en homenaje al caudillo musulmán
que desembarcó en las costas españolas
en 711. El moderador de la mesa, diputado de
la Asamblea Francesa, a punto estuvo de abandonar
la reunión indignado al verse obligado
a compartir pláticas con un integrista/lobo
disfrazado de musulmán/cordero que considera
una “intervención” el asesinato
de 3.000 personas en las Torres Gemelas de Nueva
York.
Lo presenciado
en Madrid supone un ejemplo insuperable del debate
que está viviendo la sociedad europea,
ya sea con la madurez y valentía de los
holandeses, o con el provincianismo y rendición
ante lo políticamente correcto de los
españoles. Esos dos personajes, afamados
en sus países por su ubicación
en ambas trincheras enfrentadas en el choque
vaticinado por Huntington, han sido invitados
a este, nuestro país, para simbolizar
las diferencias entre las estrategias diseñadas
por nuestras derechas y nuestras izquierdas para
rebatir al impertinente académico americano.
Y, como siempre, nuestros muy politizados medios
de comunicación están participando
en el juego.
País
éste rebosante de espíritus cainitas
que, ante la peor amenaza a la que se enfrenta
la sociedad occidental, se empeñan en
banalizar lo trascendente, y degeneran en una
burda politización al utilizar como estandarte
de sus visiones discrepantes precisamente a dos
distinguidos ejemplos de aquello que no se debe
hacer si realmente se desea sortear la fatal
profecía.
Pero lo trascendental
se impone, está presente en la sociedad,
aunque se manifieste de forma poco perceptible
para los sentidos, o a través de lo que
sólo parecen ser anécdotas inconexas
que, sin embargo, podrían estar dando
carta de naturaleza a un fenómeno en ebullición.
Eso es lo que se infiere de la siguiente relación
de anécdotas aparentemente banales que,
a mi entender, adquieren trascendencia al contemplarse
en su conjunto y en el actual contexto internacional.
En París,
el Tribunal de Gran Instancia ha prohibido por
“blasfema” la última campaña
publicitaria de Marithé Francois Girbaud.
Los carteles de la firma parodiaban el cuadro
“La última cena” de Leonardo
da Vinci. En Moscú, un museo ha sido multado
por “fomentar la hostilidad contra la religión”
en una exposición de vanguardia. No hace
tanto, cuando la firma Bennetton provocó
a los católicos con una fotografía
de un cura y una monja besándose, los
ofendidos fueron mayoritariamente tachados de
fundamentalistas.
De radical se
tildó asimismo al político ultracatólico
Rocco Buttiglione por exteriorizar sus reflexiones
respecto a la homosexualidad y el papel que debemos
desarrollar las mujeres en la sociedad. Pero
muchos de los denigradores de Buttiglione en
las instituciones de la Unión Europea
aprueban que una sociedad incomparablemente más
machista y homófoba, como es la turca,
se integre de pleno derecho en la Unión
Europea. Muchos
católicos se revuelven mascullando un
lógico reproche: ¿tolerancia hacia
el Islam pero intolerancia hacia el catolicismo?
En sectores
desinformados de nuestra sociedad crece la alarma
ante el rumor de que el “gobierno de ZP”
pretende suprimir las clases de religión
(católica) e introducir las de fe islámica,
que las procesiones de Semana Santa y la romería
del Rocío corren mayor peligro de extinción
que el lince ibérico, y que la catedral
de Córdoba será devuelta para la
práctica exclusiva de la liturgia musulmana.
No importa la veracidad de las leyendas urbanas,
lo relevante es que en una sociedad poco leída
como la nuestra hay mucha gente que las cree,
y que aún cuando no son creídas
dejan como legado un sutil poso de recelo.
Hace unos meses,
los presentadores del programa Lo+Plus, emitido
en la cadena del magnate de la comunicación
mejor relacionado con el socialismo español,
pedían disculpas a los cristianos que
hubieran podido sentirse ofendidos por la emisión
de un cortometraje en el que se enseñaba
a “cocinar un Cristo” para que “al
tercer día” saliera del horno “en
su punto”. Para los peorpensados que dudan
que tal mea culpa hubiera sido entonado
sin un reguero previo de bajas en las suscripciones
del canal de pago, es evidente que, en esta ocasión,
los ultrajados optaron por no permanecer de brazos
cruzados.
Este resucitado
activismo se ha traducido, más recientemente,
en la posibilidad de que Tele 5 sea llevado a
los tribunales por “ofender los sentimientos
religiosos” en un programa del humorista
Carlos Latre emitido en Semana Santa, y en varias
situaciones semejantes en las que medios de comunicación,
artistas o intelectuales han tenido una participación
protagonista.
Está
empezando a tomar cuerpo un reproche de millones
de cristianos europeos respecto a su difícil
encaje en unas sociedades cuyas elites consideran
la religión incompatible con la modernidad.
Muy especialmente en España, donde uno
de los más claros rasgos de identidad
del progresismo político, artístico
e intelectual ha sido y sigue siendo el anticlericalismo,
ha explotado la obvia incoherencia que supone
el desprecio hacia las creencias de la mayoría
de los españoles, en combinación
con la exaltación de la fe y las tradiciones
de aquellos que proceden de países desfavorecidos.
En resumidas cuentas, en España, por lo
menos hasta esta mañana, para muchos ser
católico es “carca” pero ser
musulmán es “guay”.
Sin embargo,
la última oleada del barómetro
del Real Instituto Elcano ya advertía
de que la personalidad internacional más
valorada por los españoles era el entonces
aún presente Papa Juan Pablo II. Al tiempo,
ese anticlericalismo que con tan poca inteligencia
está ejemplificando el presidente Rodríguez
Zapatero y los medios de comunicación
afines a su partido, se encuentra, contra todo
pronóstico al menos para ellos, entre
las principales causas de su caída de
popularidad.
Un diario nacional
publicó hace semanas un reportaje sobre
“Católicos sin vergüenza”
en el que diversas personalidades, capitaneadas
por una presentadora curtida en el arte del espectáculo
erótico/sensual, posaban blandiendo gruesas
cruces representativas de un engranaje ético
y espiritual del que se declaraban profundamente
orgullosas. “Es más difícil
encontrar un famoso que se declare practicante,
que un rico entre en el reino de los cielos”,
podía leerse en el texto.
Pero, ¿seguro
que eso continúa siendo así? En
Estados Unidos, los jóvenes que alzan
los brazos al cielo balanceándose con
un ritmo cadencioso ya no son hippies entonados
por el cannabis, sino activistas cristianos contrarios
a la expiración de Terry Schiavo. La ampliación
de la Unión Europea hacia los países
del Este, con los 40 millones de polacos a la
cabeza, ha robustecido la reivindicación
de que nuestros tratados se alimenten de los
valores del cristianismo. Simultáneamente,
a las dos orillas del Atlántico, en un
lento pero progresivo proceso iniciado el 11
de septiembre de 2001, crece la sensación
de que esos valores, hasta ahora minusvalorados
quizás por naturalmente asumidos, podrían
estar siendo desafiados por un dogma llegado
de fuera.
¿Está
el fenómeno del radicalismo islámico
alimentando una reacción defensiva basada
en la reafirmación de nuestros principales
signos de identidad? ¿Están las
bases de las sociedades europeas reavivando una
espiritualidad de rasgos cristianos como contrapeso
a la mucho más asertiva espiritualidad
del mundo musulmán?
Ese divorcio
entre las elites políticas y mediáticas
europeas al que hacía alusión al
comienzo de estas líneas no hace sino
aumentar los riesgos de que este fenómeno
derive de forma contraproducente. Puede que el
progresismo europeo y sus voceros consideren
que la religión frena la modernización,
pero, en España en concreto, no deben
confundir sus ideales con la realidad de que
el 80% de los ciudadanos se reconoce católico.
Y deben además saber que los más
fervorosos aseguran que estaba escrito que llegaría
un momento en el que las embestidas anti-católicas
provocarían un levantamiento de los ofendidos.
Quien conozca
la realidad española sabe que esto ya
se está produciendo y, en algunos casos,
como el protagonizado por una conocida emisora
de radio nacional propiedad de la Conferencia
Episcopal, no siempre de la forma en que sería
deseable.
Para los que
defendemos el desarrollo espiritual del hombre,
sea bajo el sol que sea, esta posibilidad nos
enfrenta a una inquietante disyuntiva: la esperanza
en una revolución moral que saque a la
conformada sociedad occidental del vacío
existencial que la agarrota, y el temor a que
ésta se utilice como instrumento para
el enfrentamiento, blandido por aquellos que
se aferran a la religión como otros lo
hacen a teorías sobre supuestas supremacías
raciales para congraciarse con su propia identidad.
Serían
aquellos dispuestos a engrosar la avanzadilla
del ejército cristiano que se enfrentara
a las huestes de musulmanes admiradores de Mohammed
Atta, ratificando así al agorero académico
norteamericano, contraviniendo los empeños
del recientemente fallecido Pontífice,
y hundiéndonos a todos en el temido “Choque
de civilizaciones”.
Medios de comunicación,
partidos políticos e intelectuales pueden
hacer mucho por evitar este indeseable desenlace.
Deben poner los pies en el suelo, establecer
un diálogo con las sociedades a las que
pretenden dar voz, interactuar con ellas, afrontar
las serias cuestiones que nos acechan de forma
honesta y sincera, y dejar los discursos políticamente
correctos para los ámbitos académicos
o teóricos.
Dra.
Concepción Travesedo de Castilla
Departamento de periodismo, Facultad de Ciencias
de la Comunicación, Universidad
de Málaga, España. |