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Por Sergio Yakovlev
Número
45
En
una ocasión, viniendo en carretera hacia
Cuernavaca, mi hija Natalia, de cuatro años
entonces, que había estado comiendo pedacitos
de manzana, comentó lo siguiente: “Ay,
se me quedó atorado algo en una muela.
Cuando lleguemos a casa voy a necesitar un poco
de hilo mental.” Su madre y yo nos miramos
con la sonrisa en los ojos, tratando de contenernos
para no soltar la carcajada. Pero su comentario
había sido tan fresco, tan lleno de gracia
y de ternura, que la risa, aunque controlada,
nos ganó la partida. No queríamos
que sucediera lo que sucedió. Escuchamos
una vocesita muy firme y muy seria que decía:
“No se aburlen.” Desde luego que
no nos burlábamos; manifestábamos
más bien nuestro divertimento en cuanto
al significado que tuvo esa frase para nosotros.
La pequeña evidentemente no sabía
lo que había dicho; pero sin lugar a dudas
sí sabía lo que quería decir.
La diferencia entre su decir y su querer decir
fue tan sólo de una letra. En vez de usar
una “d” usó una “m”.
Ese cambio insignificante, sin embargo, fue para
nosotros de proporciones universales. Pudimos
viajar de lo concreto a lo abstracto, de lo real
a lo fantástico, de lo directo a lo metafórico.
“Hilo mental” nos hizo pensar en
un nuevo tratamiento para la locura, en la conexión
telepática entre dos soñadores,
en una cuerda tejedora de historias, en una caña
de pescar cuyo hilo se hunde en la profundidad
de las ideas, en un cerebro en forma de urdimbre.
Usada como metáfora, la expresión
accidental de la niña alcanzó una
tensión que dio vida a imágenes
casi imposibles dentro de nuestra cabeza. Si
bien su intensión no fue la de sugerir
imposibles, sí fue la de querer comunicar
algo. Ella tenía un pedazo de cáscara
atascado en el diente y se sentía incómoda.
¿Por qué usó “mental”
en vez de “dental”? Lo más
seguro que por error. No obstante el cambio de
letra y su limitado vocabulario, ella tenía
el concepto de un objeto para limpiar dientes.
Recordé entonces una frase de mi curso
de lingüística: “La obtención
de conceptos y sonidos es una acción arbitraria.”
El hombre –nos
enseña la lingüística- clasifica
la naturaleza, la determina para encontrarse.
A partir de la diferenciación clasifica
colores, sabores, olores, formas, texturas, sentimientos,
vivencias y sucesos. Distingue la palidez del
blanco de la intensidad del azul y da nombre
a cada uno para limitarlo a un campo de coloración.
Desde aquí hasta acá corre la gama
del blanco y de esta línea a ésta
la del azul. Así, poco a poco, se van
creando las fronteras que separan las cosas unas
de otras. El lenguaje divide y clasifica la realidad.
Esta acción promueve la obtención
de conceptos y el uso de sonidos con los cuales
se identifica a las cosas. Cuando ambos llegan
a unirse, por un lado aquello que cae dentro
del concepto (el significado para Saussure),
por el otro la imagen acústica o sonido
que se refiere al objeto (el significante), se
da el signo lingüístico. Una vez
unidos, el sonido que nombra un objeto se corresponde
directamente con el concepto, esto es, que la
palabra expresada para referirse a algo encuentra
su correlativo en aquello que significa, es decir,
en el concepto. Voz y pensamiento se entrelazan.
Podría
pensarse que esta acción clasificadora
tiene resultados idénticos en todo ser
humano, en otras palabras, que todo ser humano
clasifica la realidad de la misma manera. No
es así. Tanto concepto como imagen acústica
son diferentes en cada lengua. El concepto “árbol”,
por ejemplo, abarca en español áreas
de la realidad que se encuentran excluidas en
el concepto “tree” del inglés
y en el de “baum” en alemán.
Quizás un fresno sea visto como árbol
en las tres lenguas; pero palmera, por ejemplo,
que en español no está incluido
en el concepto “árbol”, sí
está comprendido dentro del concepto “tree”.
En inglés palmera es “palmtree”.
Lo mismo ocurre con los colores. Para los algonquinos
–pueblo indio que ocupaba una parte de
América del Norte-, toda la gama de nuestro
blanco es en realidad catorce colores diferentes.
Cada cultura divide la realidad a su manera,
de ahí que la conceptualización
no es más que una forma relativa de clasificación.
La lengua, aunque para el niño es un fenómeno
absoluto, no es estrictamente la verdad, sino
el punto de vista que su cultura tiene de esa
verdad. “Arbol” y “blanco”
no existen como tales; son más bien asociaciones
nuestras para esquematizar la realidad. La unión
entre, por un lado, la facultad humana de reproducir
conceptos y sonidos y, por otro, los mismos conceptos
y sonidos, es arbitraria. La verdad por eso tiene
muchos lados.
Esta aportación de los estudiosos de la
lingüística abre una gama muy rica
a las posibilidades del escritor. Si la realidad
sólo puede ser expresada a partir de una
visión subjetiva, entonces es multiplicidad.
La rosa es flor, ornamento, la cumbre colorida
de la planta; pero también es, como dice
Huidobro, la rosa que florece en el poema; es
la rosa inmaterial de Xavier Villaurrutia de
quien tomo este fragmento:
NOCTURNO ROSA
Yo también
hablo de la rosa.
Pero mi rosa no es la rosa fría
ni la de piel de niño,
ni la rosa que gira
tan lentamente que su movimiento
es una misteriosa forma de quietud.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
No es la rosa veleta,
ni la úlcera secreta,
ni la rosa puntual que da la hora,
ni la brújula rosa marinera.
No, no es la
rosa rosa
sino la rosa increada,
la sumergida rosa,
la nocturna,
la rosa inmaterial,
la rosa hueca.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
Es la rosa del humo,
la rosa de ceniza,
la negra rosa de carbón diamante
que silenciosa horada las tinieblas
y no ocupa lugar en el espacio1.
Somos capaces
de hablar poéticamente; de hablar como
si escribiéramos. Igualmente podemos escribir
como si habláramos. Literatura y lingüística
se unen. La realidad se hace arte, el sonido
letra, el concepto imagen, el habla metáfora.
La multiplicidad de la realidad da pie a la polisemia.
Entonces la visión del escritor, al entrar
en contacto con el lector, se amplifica. Uno
dice en la escritura, otro escucha en la lectura,
y el mensaje fluye por el canal de la literatura
hacia caminos insospechados. El mundo del escritor
se potencializa en los mundos de sus lectores.
Y esto es así porque las palabras significan
más de lo que dicen. Especialmente cuando
la función poética de lo expresado
es elevada. ¿Cuántas maneras hay
de saborear estos versos de Pellicer?
“Y pude
seguir a un ángel
escondido en la flor de una palabra.”
(Reincidencias)
“Oí
ventanas
que cerraban los ojos, tan humanas,
tan flores, como flor que se desflora.”
(Reincidencias)
La creación
literaria, a la luz del saber lingüístico,
hace, como diría Huidobro “que el
verso sea como una llave /que abre mil puertas.”
El poeta reinventa el mundo, lo transforma, lo
crea una y otra vez en el poema y éste,
como ávida semilla, florece en el lector.
“El poeta –dice Huidibro- es un pequeño
Dios.”
Si la literatura
es por sí misma vida, realidad, sentimiento,
sueño, mundo, a la luz de la lingüística
se transforma en universo. Las palabras, celosas
de sus secretos, cuando reciben la iluminación
lingüística, igual que el cuerpo
expuesto al rayo de la radiografía, quedan
desembozadas.
Ullman afirma,
al respecto, que existen palabras transparentes
y palabras opacas. Como su nombre lo indica,
la transparencia tiene que ver con aquellas palabras
que nos dejan ver a través de ellas, y
la opacidad con las que no permiten ver más
allá. Recuerdo un ejemplo muy usado por
Raúl del Moral. La palabra “nada”.
¿Qué vemos a través de ella?
Nada. Su opacidad es tal que de “nada”
nada obtenemos. Ahora comparémosla con
su traducción al inglés: “nothing”.
Esta palabra, por el contrario, presenta una
transparencia: “no-thing”, “no-cosa”.
“Nada” en inglés no significa
nada, significa no-cosa. Hay algo detrás
de “no-thing” que se niega y nada
detrás de “nada”. En otro
ejemplo, no es lo mismo decir “estoy triste”
que “estoy desanimado”. En la palabra
“triste” uno se topa inmediatamente
con la concretud de un estado de ánimo
determinado, sin embargo, en “desanimado”
uno encuentra una profundidad de connotaciones
existenciales. Des-animado habla de no-animado,
no-vivo, de un ser que no tiene ánima,
que no tiene vida. Triste es una palabra opaca,
mientras que desanimado es transparente.
Así mismo,
la lingüística nos enseña
que la lengua es un fenómeno en continuo
movimiento. Constantemente se incluyen nuevos
términos en el vocabulario, ya por la
influencia de otras lenguas, ya por los avances
tecnológicos, ya porque se pierde la conexión
entre el significado original de la palabra y
el usado posteriormente. La palabra “Banco”,
por ejemplo, tiene su origen en la Italia renacentista
en donde los prestamistas judíos, con
el fin de hacerse de recursos, literalmente salían
a la calle, instalaban una gran banca, es decir,
una mesa en donde se ponían los dineros,
y esperaban a que llegara el primer necesitado.
Casi siempre se cuidaban estos negociantes de
no prestar sin una garantía de por medio;
pero cuando, por alguna razón, el acreedor
no podía devolver el préstamo y
el prestamista quedaba arruinado, éste
sacaba un gran mazo y rompía la banca.
Entonces se decía que estaba en bancarrota.
Hoy en día la palabra “Banco”
ha perdido su relación directa con la
gran mesa de los dineros. Las cosas han cambiado,
las instituciones de crédito ya no salen
a instalarse en la calle, por eso nadie recuerda
el origen de la palabra. Algo similar ocurre
con la palabra “medias”, es decir,
con aquella prenda de vestir que se usa para
cubrir las piernas. Hace mucho tiempo, los romanos
usaban una especie de botín llamado calcea.
Cuando las expediciones en Germania los obligaron
a usar ropa más abrigada, sobretodo en
las partes inferiores del cuerpo, subieron en
nivel de la calcea hasta la cintura. Poco a poco
esta prenda comenzó a dividirse. La parte
inferior tomó el nombre de “calzado”,
la inmediata superior se llamó “calcetín”,
la que cubre los genitales se quedó como
“calzón” y la intermedia entre
el “calcetín” y el “calzón”
fue llamada “medias calzas”. Con
el paso del tiempo sólo se conservó
la palabra “medias”.
La lengua cambia
con el tiempo. Se puede ver en el cambio semántico
el reflejo del devenir humano. Cada época
tiene su lenguaje; pero también cada hombre
expresa en su lenguaje la cuna de donde proviene,
la esencia de sus creencias y el sentido de su
vida. La lingüística es por ello
una disciplina eminentemente humanista que en
manos del escritor se convierte en una fuente
de riqueza inagotable.
Quizás
no sepamos muchas veces lo que decimos; pero
nos debe quedar como aliciente que las palabras
significan más de lo que dicen.
Notas:
1
Xavier
Villaurrutia, Obras, FCE, México
D.F., 1996, p 57 – 58.
Sergio
Yakovlev Giorgana |